LA IDENTIDAD DE JESUCRISTO
GIACOMO CARDENAL
BIFFI
EN HUMANITAS NRO.22
Con estas notas –en busca del rostro humano de Cristo-, es
nuestra intención acercarnos algo más a Jesús de Nazaret, enfocado precisamente
en su carácter concreto e inmediato, como lo vieron quienes estuvieron con él
en los días de su vida terrenal. Procuraremos por tanto delinear su perfil y su
carácter en la medida de nuestras posibilidades. (...) De Cristo no poseemos
fotografías, retratos, autógrafos ni grabaciones de su voz en vivo. Con todo,
tenemos gran cantidad de datos elocuentes y puntuales de distintos tipos: sus
palabras, los testimonios de quienes estuvieron a su lado y los datos históricos
con él vinculados. Son antecedentes preciosos, recopilados, ordenados y
cotejados entre sí con el fin de llegar a una imagen lo menos alejada posible
de la realidad efectiva.
Una especie de “identikit”. Con el fin de aclarar nuestra
intención, nos permitimos adoptar el concepto de “identikit”, empleado por los
cuerpos de policía de todo el mundo.
Ante la carencia de una experiencia más irrebatible, en el
identikit se reconstruye la fisonomía de la persona buscada basándose en los
recuerdos e indicaciones de todos aquellos que por distintos motivos y de
diversas maneras estuvieron vinculados con ella. La transposición de semejante
vocablo en nuestro contexto es insólita y podrá parecer algo atrevida, y habrá
quien la considere hasta irreverente. Sin embargo, quien tenga un interés más
directo tal vez nos perdonará por la misma, desde el momento que ni siquiera él
vaciló en compararse con un malhechor cuando describió su llegada final como la
sorpresa de un ladrón (cf. Mt 24, 42-44). Por lo demás, el Señor es realmente
un ser “buscado” en el sentido más fuerte del término: buscado por el deseo de
verlo, elemento intrínseco de nuestra vida en la fe; buscado por la tensión de
nuestra esperanza, que es aspiración a la posesión plena y abierta; buscado por
nuestro amor, que como todo verdadero amor se fatiga soportando la lejanía y la
invisibilidad del amado. (...)
Al terminar esta investigación, que aspirará a
representarnos en vivo el “tipo humano” de Cristo, nuestra sed de conocerlo, en
su temperamento, en su carácter específico de hombre, en la riqueza de su
personalidad, no se habrá calmado realmente; por el contrario, como es
previsible, se avivará en nosotros el deseo y la impaciencia de encontrarlo
frente a frente y fijar nuestros ojos en los suyos. (...)
Veracidad de los testimonios. El éxito y el valor de un
identikit dependen de la veracidad de los testimonios. Al respecto, nos
encontramos afortunadamente en una situación privilegiada: como creyentes,
podemos contar con declaraciones con garantía de asistencia e inspiración
divina. Esto no debemos olvidarlo jamás, teniendo siempre conciencia al mismo
tiempo de que la mediación de los redactores de las páginas sacras se explora
con precisión también con el auxilio de las disciplinas filológicas e históricas.
En todo caso, aun cuando se considere el perfil de la competencia puramente
humana, las narraciones evangélicas son fuentes excelentes de datos que se
imponen a todo investigador honesto.
(...)
El aspecto exterior
Nuestro examen tiene su punto de partida en todo cuanto era
más visible en la figura de Cristo y aquello que en él percibían en forma más
inmediata quienes lo encontraban en los caminos de Palestina.
La manera de vestir. ¿Cómo se vestía Jesús de Nazaret?
Contrariamente a toda interpretación previa de carácter pauperista, debemos
decir que se vestía bien.
Se presentaba con un “look” muy diferente al de Juan
Bautista, con el cual él mismo se contrapone explícitamente bajo el perfil del
aspecto exterior (cf. Mt 11, 18-19). Se viste como los israelitas observantes y
los hebreos notables, los cuales, por respeto a lo prescrito por la ley (cf. Nm
15, 38; Dr 22, 2), solían adornar el borde de sus trajes con flecos de colores.
En todo caso, reprocha a los fariseos y escribas por su vanidad al alargar esos
flecos indebidamente (cf. Mt 23, 5). Con todo, él también los lucía, como se
desprende del episodio de la mujer que desea sanar del flujo de sangre y
furtivamente, acercándose a él por detrás, le tocó precisamente una de esas
orlas (cf. Mt 9, 20-22). La túnica de Jesús no es de hechura ordinaria, sino
tejida toda desde arriba, sin costura, tanto que bajo la cruz, los soldados,
para no depreciarla en su valor cortándola, echan suertes sobre ella (cf. Jn
19, 23-24).
Señorío y carácter fidedigno. No se trataba únicamente de la
vestimenta. Su aspecto estaba enteramente marcado por el señorío y el carácter
fidedigno. Quien se dirige a él, aun cuando sea extranjero no puede menos que
llamarlo respetuosamente “señor”. Así ocurre, por ejemplo, con el centurión de
Cafarnaúm (cf. Mt 8, 6-8) y la mujer cananea (cf. Mt 15, 22-28). A medida que
su palabra se va conociendo, llega a ser normal asignarle el título de
“maestro”, y también se lo atribuyen sus oponentes: los fariseos (cf. Mt 22,
16), los saduceos (cf. Mt 22, 24) y los doctores de la ley (cf. Mt 22, 36).
Su señorío le permite ser invitado a casa de las personas
más distinguidas socialmente, tanto los fariseos más conocidos, que lo reciben
repetidas vez a comer (cf. Lc, 7, 36-50, 11, 37; 14, 1), como los acaudalados y
comentados publicanos, con gran escándalo de las personas más moderadas (cf. Mt
9, 10; Lc 5, 29; 15, 1-2). Precisamente por ser reconocido universalmente como
“maestro”, puede explicar oficialmente la palabra de Dios en las reuniones del
día sábado, como ocurre en la sinagoga de Cafarnaúm (cf. Mc 1, 21-22) y en la
sinagoga de Nazaret (cf. Mt 6, 2). Y no rechaza en modo alguno estas
calificaciones honrosas, sino más bien las considera pertinentes: “Vosotros me
llamáis Maestro y Señor, y decís bien, porque de verdad lo soy” (Jn 13, 13).
Las personas a quienes frecuenta socialmente. ¿A quiénes
frecuenta socialmente Jesús? Indudablemente no tiene impedimentos. Los
destinatarios de su enseñanza son sobre todo pastores, pescadores, campesinos y
jornaleros, como se desprende de la ambientación de sus parábolas; pero también
son los hombres de cultura específica y superior, como los escribas y fariseos.
Si tiene una preferencia, ciertamente es por los humildes y desventurados:
“Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré” (Mt
11, 28). Sin embargo, no rechaza ni a los jefes de la sinagoga ni a los
centuriones romanos. Sabe y afirma que no son los “primeros de la clase”
quienes tienen la ventaja de aprender las cosas importantes (Mt 11, 25:
“Ocultaste estas cosas a los sabios y discretos y las revelaste a los
pequeñuelos”). Con todo, no considera perdido el tiempo dedicado a largos
coloquios nocturnos con un “maestro en Israel”, como Nicodemo (cf. Jn 3, 1-21).
Sabe y afirma del mismo modo que en la carrera hacia la
salvación es grave la desventaja de los ricos, mientras los pobres son
ciertamente “bienaventurados”, porque para ellos es más fácil tener el Reino de
los cielos (cf. Mt 19, 23-26; Lc 6, 20-25); pero también sabe y afirma que
nadie debe caer en la desesperación, ya que todo es posible para Dios, hasta
hacer pasar los camellos por los ojos de las agujas (cf. Mt 19, 26). Por otra
parte, es innegable, a pesar de las exageraciones populistas, que Jesús
mantiene numerosas y significativas relaciones con las personas acomodadas.
Baste recordar a José de Arimatea (cf. Mt 27, 57: un “hombre rico”); al
propietario de la sala del Cenáculo (Mc 14, 15: “El os mostrará una sala alta,
grande, alfombrada, pronta”); a Juana, la mujer del administrador de Herodes
(cf. Lc 8, 3)); a la familia de Betania, en la cual María poseía y podía
sacrificar tranquilamente de una sola vez, por amor a Jesús, un precioso jarrón
de alabastro y un ungüento evaluado en trescientos denarios por un experto como
Judas (cf. Jn 12, 3-5).
Las “casas” de Jesús. Algunos de estos conocidos de alto
nivel están dispuestos a recibir al Maestro sin dificultades ni molestias, de
tal manera que puede contar prácticamente en todas partes con verdaderas casas
que le sirven de bases funcionales para su ministerio itinerante.
Es importante interpretar con sensatez estas famosas
palabras: “Las raposas tienen cuevas, y las aves del cielo, nidos; pero el Hijo
del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza” (Mt 8, 20). Ante la afirmación de
un escriba que desea seguirlo, Jesucristo quiere aclarar debidamente y advertir
con eficaz sentido de lo paradojal que su misión es incompatible con una
condición de residencia estable y segura y con perspectivas típicamente
burguesas. Si se entiende lo dicho en forma literal, toda la narración
evangélica lo desmentiría. En Galilea, su domicilio habitual es la casa de
Pedro (cf. Mc 1, 29-35), desde donde se dirige a predicar en los pueblos
cercanos, pero con el fin de regresar al final del recorrido: “Entrando de
nuevo, después de algunos días a Cafarnaúm, se supo que estaba en casa, y se
juntaron tantos, que ni aun en el patio cabían” (Mc 2, 1-2).
En todo caso, son frecuentes las alusiones a su permanencia
en casas, aun cuando sea provisoria: “Llegados a casa, se volvió a juntar la
muchedumbre” (Mc 3, 20). Entre cuatro paredes, explica más cómodamente a los
discípulos lo dicho a toda la gente a la intemperie: “Cuando se hubo retirado
de la muchedumbre y entrado en casa, le preguntaron los discípulos por la
parábola” (Mc 7, 17). Y responde en forma reservada incluso sus preguntas
prácticas y personales: “Entrando en casa a solas, le preguntaban los
discípulos: ¿Por qué no hemos podido echarle nosotros?” (Mc 9, 28). También en
el extranjero, en Fenicia, tiene un techo bajo el cual refugiarse: “Partiendo
de allí se fue hacia los confines de Tiro. Entró en una casa, no queriendo ser
de nadie conocido” (Mc 7, 24). Cerca de Jerusalén, en Betania, hay una
residencia amigable en que le ofrecen un poco de descanso y calor familiar,
donde viven Marta y María y tiene lugar la hermosa pequeña escena descrita en
el Evangelio según San Lucas (cf. Lc 10, 38-42) y donde supuestamente alojará
los últimos días antes del arresto y la muerte.
El vigor y la buena salud. En la narración evangélica, Jesús
aparece como un hombre sano, físicamente vigoroso, con resistencia al cansancio
y al trabajo excesivo. Le gusta comenzar muy temprano su jornada: “A la mañana,
mucho antes de amanecer, se levantó, salió y se fue a un lugar desierto, y allí
oraba” (Mc 1, 35). En las ocasiones especialmente importantes, permanecía en
vela en forma aún más prolongada: “Salió El hacia la montaña para orar, y pasó
la noche orando a Dios. Cuando llegó el día llamó a sí a los discípulos y
escogió a doce de ellos” (Lc 6, 12-13). Resiste bien los ritmos de una actividad
que al cabo de muy poco tiempo llega a ser debilitante: “No podían ni comer”,
observa repetidamente Marcos (cf. Mc 3, 20; 6, 31).
Sus jornadas son agobiantes. Hasta muy entrada la noche
llegaban muchísimas personas: enfermos buscando alivio, personas ávidas de
verdad que pedían escucharlo, adversarios teológicos que lo obligaban a entrar
en agotadoras discusiones.
Apenas consigue alejarse para tener un poco de descanso, de
inmediato se reúnen con él y lo acosan: “Fue después Simón y los que con él estaban,
y hallado, le dijeron: Todos andan en busca de ti” (cf. Mc 1, 36-37). Jesús era
un extraordinario caminante. También él se cansaba, como observa el Evangelio
según San Juan: “Jesús, fatigado del camino (de Judea a Samaria), se sentó sin
más junto a la fuente” (cf. Jn 4, 6); pero su ministerio fue un peregrinaje
continuo por toda Palestina e incluso fuera, hasta Cesárea de Filipo y el
territorio de Tiro y Sidón. (...)
La belleza. ¿Era hermoso o feo Jesús? Sorprendentemente, ha
habido una famosa controversia desde los primeros siglos del cristianismo, si
bien los argumentos opuestos eran solamente de carácter ideológico, de manera
que no se lograba esclarecimiento alguno.
En las fuentes canónicas no hay información explícita sobre
este tema. Sin embargo existe un episodio, narrado únicamente en el Evangelio
según San Lucas, que puede ayudarnos en cierta medida. “Mientras decía estas
cosas, levantó la voz una mujer de entre la muchedumbre y dijo: Dichoso el seno
que te llevó y los pechos que mamaste. Pero El dijo: Más bien dichosos los que
oyen la palabra de Dios y la guardan” (Lc 11, 27-28). La admiradora
desconocida, que no puede contener el entusiasmo y de hecho interrumpe el
discurso del Señor, nos regala un indicio nada despreciable sobre la fascinación
que el joven profeta de Nazaret debía producir con su prestancia y su encanto.
Lo deducimos, entre otras cosas, de los términos sumamente “corporales” en que
se expresa el elogio y sobre todo de la respuesta de Jesús, que invita a
prestar una atención más pertinente a la palabra de Dios.
Los ojos. Hay un elemento de la belleza que aun cuando en sí
mismo es de naturaleza física, es casi un reflejo de la vida espiritual, y es
el resplandor de los ojos. El mismo Maestro lo había advertido: “La lámpara del
cuerpo es el ojo. Si, pues, tu ojo estuviere sano, todo tu cuerpo estará
luminoso” (Mt 6, 22). Los ojos de Jesús debían ser realmente encantadores,
penetrantes y casi magnéticos, y quien los había visto nunca los olvidaba. Sólo
así se explica la extraordinaria frecuencia con que los evangelistas (y
especialmente Marcos, que alude a los recuerdos de Pedro) destacan su mirada.
Es importante captar los matices de los textos originales. El verbo “mirar” se
emplea en tres variantes de expresión: “mirar en torno”,·mirar hacia arriba” y
“mirar hacia adentro”.
La mirada en torno. Cuando Jesús vuelve los ojos, todos
enmudecen atemorizados y fascinados. Con esta mirada invita al recogimiento
antes de la predicación (cf. Lc 6, 20). Con esta mirada manifiesta su afecto y
su vigorosa comunión con los discípulos: “Y echando una mirada sobre los que
estaban sentados en derredor suyo, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos” (Mc
3, 34). Con esta mirada prepara los corazones para que acojan las enseñanzas
más originales e inesperadas: “Mirando en torno suyo, dijo Jesús a los
discípulos: ¡Cuán difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen
hacienda!... Es más fácil a un camello pasar por el hondón de una aguja” (cf.
Mc 10, 23-25). A veces es una mirada silenciosa, pero tan intensa como para ser
un fin en sí misma: “Entró en Jerusalén, en el templo, y después de haberlo
visto todo, ya de tarde, salió para Betania con los doce” (cf. Mc 11, 11). En
otras ocasiones es una mirada tan llena de indignación y sufrimiento que los
presentes callan y no osan responder cosa alguna: “Y dirigéndoles una mirada
airada, entristecido por la dureza de su corazón, dijo al hombre: Extiende tu
mano” (Mc 3, 5).
La mirada hacia arriba. Los ojos de Cristo también saben
mirar hacia arriba, en apasionada plegaria al Padre para que lo atienda (cf. Mc
6, 41; 7, 34); pero también él mira hacia arriba para buscar sonriendo entre el
follaje a un funcionario de alto nivel del fisco, que para verlo cómodamente se
había encaramado sobre las ramas de un sicómoro como un chico callejero:
“Cuando llegó a aquel sitio, levantó los ojos Jesús y le dijo: Zaqueo, baja
pronto, porque hoy me hospedaré en tu casa” (Lc 19, 5).
La mirada “hacia adentro”. En todo caso, los ojos de Jesús
producían gran impresión sobre todo cuando “miraba dentro” de las personas,
como para llegar a su corazón. Lo hace cuando debe comunicar alguna verdad
insólita que desea imprimir debidamente en la mente de quien escucha. Así
ocurre en Mc 10, 27: “Fijando en ellos Jesús su mirada, dijo: A los hombres sí
es imposible (que se salven los ricos), mas no a Dios”. Así ocurre en Lc 20,
17-18: “El, fijando en ellos su mirada, les dijo:... Todo el que cayere contra
esa piedra (el Mesías, hijo de Dios) se quebrantará y aquel sobre quien ella
cayere quedará aplastado”. Ante el joven rico de vida inocente, que pide la
“vida eterna”, Jesús -señala el Evangelio- “poniendo en él los ojos, le amó”
(Mc 10, 21).
La existencia del apóstol Pedro quedó marcada para siempre
por dos miradas: en su primer encuentro, “Jesús, fijando en él la vista, dijo:
Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú serás llamado Cefas, que quiere decir Pedro”
(Jn 1, 42); en el momento de su traición, “vuelto el Señor, miró a Pedro, y
Pedro... saliendo fuera, lloró amargamente” (Lc 22, 61-62). (...)
La psicología
Una exploración emocionante. El mundo interior del hombre es
siempre un misterio en el cual nunca es posible penetrar completamente. Con
mayor razón, es difícil para nosotros aproximarnos a la riqueza de espíritu de
Cristo y adentrarnos en su realidad psicológica. Es un búsqueda especial,
problemática y emocionante, pero también fascinante e ineludible. Se emprende
con humildad y teniendo siempre conciencia de lo inadecuadas que son nuestras
posibilidades cognoscitivas. En todo caso, en la tarea nos alienta la ayuda
decisiva que nos ofrecen los evangelios, que nos revelan generosamente -aun
cuando sea mediante testimonios dispersos, ocasionales y a menudo indirectos-
los pensamientos, la mentalidad, los afectos, los sentimientos, el temperamento
y la forma de expresión y comportamiento de nuestro Salvador.
Una gran claridad en las ideas. Lo que más impresiona del
magisterio de Jesús es la claridad de las ideas. Todo está enunciado con
lucidez, sin ambigüedad ni vacilación. Los titubeos, el refugio en la subjetividad,
las fórmulas dubitativas (“tal vez”, “según mí”, “me pareció”), tan frecuentes
en nuestra habla, jamás se encuentran en sus discursos, de los cuales está
sumamente alejada la afectación, así como la coquetería y la aparente docilidad
del “pensamiento débil”.
Jesús manifiesta de este modo una seguridad que podría ser
hasta irritante si no nos conquistara en el contexto la objetiva elevación y
luminosidad de su enseñanza. A pesar de la gran variedad de conmovedores
tópicos, no hay fragmentación ni incoherencia en la visión de Cristo. Todo está
reunido y unificado en torno a dos temas fundamentales siempre recurrentes: el
“Padre” (un padre que está en el origen de toda existencia) y el “Reino”, meta
de toda tensión de las criaturas y su peregrinación en la historia.
La atención en la realidad humana concreta. Nada hay en él,
sin embargo, del pensador distraído, tan absorto en sus elevadas elucubraciones
como para no percatarse siquiera de las pequeñas cosas, ni del superhombre que
desprecia la posibilidad de quedar inmerso en los hechos sin importancia ni
gloria. Por el contrario, Jesús da pruebas de ser un observador atento de la
realidad cotidiana en la cual todos estamos inmersos, por lo demás interesado y
a gusto con la misma. En sus dichos y parábolas aparecen en gran número las
pequeñas escenas normales de la vida de entonces y siempre: el niño que obra a
su antojo para conseguir algo que comer, los muchachos que juegan en las plazas
recurriendo a las cantinelas tradicionales (Lc 7, 32: “Son semejantes a los
muchachos que, sentados en la plaza, invitan a los otros diciendo: Os tocamos
la flauta y no danzasteis, os cantamos lamentaciones y no llorasteis”), el
vecino fastidioso que nos perturba hasta de noche y no nos deja en paz mientras
no lo contentamos, la mujer que no se resigna si no encuentra la moneda que
cayó debajo de los muebles, la parturienta que sufre y luego olvida los dolores
que experimentó ante la alegría de contemplar al recién nacido junto a ella,
los sirvientes que se dan la gran vida en ausencia del patrón, el administrador
deshonesto y astuto, el alboroto de una fiesta de bodas, los banqueros que
ofrecen intereses por el capital, el ladrón que fuerza la cerradura de una casa
sin dar aviso previo, el transeúnte que tropieza con los asaltantes, los
jornaleros cesantes que esperan una buena oportunidad en la plaza, la dueña de
casa que amasa la harina y luego la deja fermentar, etc.
Quien habla así es evidentemente alguien que no se ha
encerrado ni protegido en sí mismo, sino un ser capaz de mirarse en su entorno
y participar con simpatía en la diaria comedia humana. En las comparaciones, se
emplean las cosas más humildes: los vasos y los platos para lavar, el velón y
el pie de candil, la sal para usar en la cocina, el vaso de agua fresca, el
vino añejo que es mejor, el vestido remendado, la paja y la viga, el ojo de las
agujas, los daños provocados por las polillas y el moho, las efímeras flores
del campo, la primeras hojas de la higuera, el arbusto de mostaza, la semilla
que cae en terrenos con distinta acogida y productividad, la red de los
pescadores que recoge al mismo tiempo pescados comestibles y desechables, la
oveja que se aleja del rebaño y se pierde. Y esta lista podría alargarse en
gran medida.
Todo lo dicho debería ser suficiente para convencernos de
que Jesús no tiene semejanza alguna con el ideólogo, que atrapado enteramente
en sus grandiosas teorías ya no logra ver ni tomar en cuenta las pequeñas
vicisitudes de la gente común. Y precisamente su sensibilidad ante las pequeñas
cosas concretas y su arte inimitable para incluirlas en los razonamientos más
elevados le permiten hablar con todos, hasta las personas sencillas, de las
verdades más sublimes recurriendo a un lenguaje claro y original, un lenguaje
que se nos presenta en forma muy distinta al de muchos pensadores profesionales
y no pocos actores del escenario político.
Una voluntad fuerte. En el brillo de su inteligencia y la
eficacia de sus palabras, se encuentra una voluntad sin flaqueza, en
condiciones de accionar rápidamente con opciones operativas y atenerse a los
propósitos establecidos sin vacilación alguna. Tiene una misión que ha adoptado
cordialmente, y no se deja desviar de la misma.
Esta firmeza suele vislumbrarse también en la actitud
externa. Los presentes se impresionan y la narración evangélica se ve obligada
a dar cuenta: “Se dirigió resueltamente a Jerusalén” (Lc 9, 51). El texto
original es aún más significativo: “puso rígido su rostro para partir en
dirección a Jerusalén”. Es un jefe que en ciertos momentos, avanzando delante
de todos por el camino que ha determinado previamente, irradia tanta resolución
como para inspirar en quien lo sigue asombro, sujeción, inquietud: “Iban
subiendo hacia Jerusalén; Jesús caminaba delante, y ellos iban sobrecogidos y le
seguían medrosos” (Mc 10, 32).
Libertad ante los padres y oponentes. Jesús siempre aparece
como un hombre soberanamente libre. Nadie consigue desviarlo de sus propósitos.
Es libre ante los integrantes de su “clan”, los cuales, después de creerlo loco
(cf. Mt 3, 21), imaginan la posibilidad de sacar algún provecho de su éxito y
su notoriedad y procuran reanudar las relaciones (cf. Mc 3, 31; 34).
Es libre ante los jefes de su pueblo y sus adversarios, que
intentan obstaculizar su ministerio, y a los cuales responde secamente: “Mi
Padre sigue obrando todavía, y por eso obro yo también” (Jn 5, 17).
Reconoce y respeta la autoridad, pero no experimenta temores
reverenciales ante quienes están investidos de aquélla. Es suficiente pensar en
las invectivas dirigidas a los fariseos y escribas (cf. Mt 23, 32). No vacila
en manifestar ante los saduceos, que ocupaban los más altos cargos
sacerdotales, su disentimiento en los términos más resueltos: “Estáis en un
error y ni conocéis las Escrituras ni el poder de Dios” (Mt 22, 29). Con
Herodes, el tetrarca de Galilea, no tiene precisamente consideraciones: “Id y
decid a esa raposa...”(cf. Lc 13, 32).
Por lo demás, su franqueza es reconocida explícitamente
también por quienes son hostiles con él, tales como los fariseos y los
herodianos, que en una oportunidad le dicen lo siguiente: “Maestro, sabemos que
eres sincero, que no te da cuidado de nadie, pues no tienes respetos humanos,
sino que enseñas según verdad el camino de Dios” (Mc 12, 14).
Libertad con los amigos. Se mantiene libre, cosa
indudablemente más difícil, también de las atenciones afectuosas de los amigos
cuando se oponen a su misión. El caso más típico y fuerte es el de Pedro. En
Cesárea de Filipo, el apóstol es elogiado por su inspirada profesión de fe con expresiones
de inigualable exaltación. Sin embargo, inmediatamente después, cuando se
permite desviar a su Maestro del “camino de la cruz”, recibe una embestida de
palabras sumamente duras: “Pedro, tomándole aparte, se puso a amonestarle,
diciendo: No quiera Dios, Señor, que esto suceda. Pero El, volviéndose, dijo a
Pedro: Retírate de mí, Satanás, tú me sirves de escándalo, porque no sientes
las cosas de Dios, sino las de los hombres” (Mt 16, 22-23).
En un momento crítico, cuando es abandonado por muchos discípulos
que no saben aceptar el discurso sobre su “carne” y su “sangre”, propuestos
como alimento y bebida, no cede en absoluto, no suaviza sus duras afirmaciones
por amor al diálogo y a una “comunión sin verdad”: “Dijo Jesús a los doce:
¿Queréis iros vosotros también?” (Jn 6,67). Ésta es una de las frases más
dramáticas e imposibles de olvidar pronunciadas por el Salvador.
Libertad de los juicios de los demás. Jesús está libre de
las apariencias de la virtud, es decir, no le preocupan en absoluto los juicios
malévolos y manifiestamente infundados que la gente puede formular sobre él.
Avanza por su camino, incluso a costa del deterioro de su buena fama: “Vino el
Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: Es un comilón y un bebedor de vino,
amigo de publicanos y pecadores” (Mt 11, 19). Podría decirse que también es
válida para él mismo la advertencia que dirige a los demás: “Ay cuando todos
los hombres dijeren bien de vosotros” (cf. Lc 6, 26).
La sensibilidad del ánimo. A menudo ocurre que un espíritu
absolutamente autónomo y emancipado es también árido, indiferente a los males
ajenos, dotado de escasa sensibilidad. No es el caso de Jesús: en él, la
soberana libertad, que se ha visto, va unida con una fuerte emotividad y una
amplia gama de sentimientos.
Por ejemplo, ante la instrumentalización “teológica” de la
desventura, no puede reprimir la ira, como se ve en el episodio del hombre con
la mano seca, que se pone delante suyo precisamente para que lo cure un día
sábado y así pueda acusarlo (cf. Mc 3, 1-6). Llama entonces al pobrecillo al
medio, a la vista de todos y -según el texto original- les dirige una mirada
airada, entristecido por la dureza de su corazón.
La compasión. Con mucho más frecuencia, los evangelistas dan
cuenta de su compasión por todas las desgracias humanas. Lo hacen empleando
siempre un verbo que en su etimología evoca una conmoción también física:
“sentir compasión”, de “vísceras”. Es un estado de ánimo que experimenta el
Salvador al oír el triste lamento de dos ciegos de Jericó (Mt 20, 34:
“Compadecido Jesús”); al ver la angustia de una madre en el funeral de su hijo
único joven (Lc 7, 13: “Viéndola el Señor, se compadeció de ella y le dijo: No
llores”); al darse cuenta de que hay una multitud hambrienta (Mc 8, 1: “Tengo
compasión de la muchedumbre, porque hace ya tres días que me siguen y no tienen
qué comer”); al contemplar una humanidad dispersa y extraviada (Mc 6, 34: “Vio
una gran muchedumbre, y se compadeció de ellos, porque eran como ovejas sin
pastor”).
La amistad. Jesús tiene muy vivo el sentido de la amistad,
con todos sus distintos grados de intensidad. Llama “amigos” suyos a los
apóstoles (cf. Jn 15, 5). Y es una amistad obsequiosa y diligente, tanto que se
preocupa de su excesivo cansancio: “Venid, retirémonos a un lugar desierto que
descanséis un poco” (Mc 6, 31). Entre los doce, siente más intimidad con Pedro,
Santiago y Juan, y quiere tenerlos cerca tanto en el momento resplandeciente de
la Transfiguración (cf. Mc 9, 28) como en el dolorosísimo momento en Getsemaní
(cf. Mc 14, 32-42). Sólo a Juan se le asignó la condición de “discípulo que
Jesús amaba” (cf. Jn 13, 23; 19, 5; 20, 2; 21, 7, 20).
Fuera del círculo apostólico, se da testimonio del gran
afecto que sentía por los miembros de la familia de Betania: “Jesús amaba a Marta
y a su hermana y a Lázaro” (Jn 11, 5).
Los niños y las mujeres. Era conocida la amabilidad de Jesús
con los niños: “Presentáronle unos niños para que los tocase, pero los
discípulos los reprendían. Viéndolo Jesús, se enojó (literalmente: “no pudo
soportar”) y les dijo: Dejad que los niños vengan a mí y no los estorbéis
porque de los tales es el reino de Dios. Y abrazándolos, los bendijo
imponiéndoles las manos” (Mc 10, 13-16). Manifiesta gran gentileza de ánimo
hacia las mujeres y más de una vez interviene en su defensa. Salva de ser
apedreada a la desconocida sorprendida en adulterio (cf. Jn 8, 1-11); elogia,
en contra de los pensamientos malignos del dueño de casa, a la pecadora que
durante un banquete ofrecido para él por un fariseo, se atrevió a acercarse a
perfumarlo y bañarlo con sus lágrimas (cf. Lc 7, 36-50); reprende secamente a
Judas y otros comensales que criticaban a María, la hermana de Lázaro, por su
gesto inesperado y su excesiva generosidad: “Dejadla; ¿por qué la molestáis?
Una buena obra es la que ha hecho conmigo...” (cf. Mc 14, 6).
El llanto y la alegría. En Jesús son excepcionales la
solidez psicológica y el dominio de sí mismo. Permanece tranquilo e impávido en
medio de una tempestad que amenaza volcar su embarcación (cf. Mc 4, 35-41). Del
mismo modo, con impresionante fuerza de ánimo, enfrenta y casi hipnotiza a la
multitud enfurecida de Nazaret que pretende darle muerte: “Al oír esto se
llenaron de cólera cuantos estaban en la sinagoga, y levantándose le arrojaron
fuera de la ciudad, y le llevaron a la cima del monte sobre el cual está
edificada su ciudad, para precipitarle de allí; pero El, atravesando por medio
de ellos, se fue” (Lc 4, 28-30).
En todo caso, no es un imperturbable gentleman de la
sociedad victoriana, que considere parte del honor no manifestar exteriormente
las emociones. Por el contrario, Jesús no se priva en absoluto de mostrarse
alterado, como le ocurre, por ejemplo, ante las lágrimas de María, la hermana
de Lázaro: “Viéndola Jesús llorar... se conmovió hondamente”; “y se turbó”,
señala además el evangelista (cf. Jn 11, 33). Y al pensar en la muerte de su
amigo, “prorrumpió en llanto” también él, tanto que los presentes comentan:
“¡Cómo le amaba!” (cf. Jn 11, 35-36). Contemplando Jerusalén desde lo alto,
ante la perspectiva de su destrucción, no puede contener las lágrimas: “Así que
estuvo cerca, al ver la ciudad, lloró sobre ella, diciendo: “¡Si al menos en
este día conocieras lo que hace a la paz tuya!” (cf. Lc 19, 41-42).
También se entusiasma, en todo caso, dejándose contagiar por
la alegría de los discípulos, felices de haber llevado a cabo su primera
experiencia de evangelización: “Volvieron los setenta y dos llenos de
alegría... En aquella hora se sintió inundado de gozo en el Espíritu Santo y
dijo: Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra” (cf. Lc 10, 17-21).
Así, Jesús era un hombre capaz de llorar y capaz de estar
contento. El hecho de que lloraba está explícitamente documentado, como se ha
visto; y que además estuviese alegremente en compañía de los demás, se deduce
simplemente del placer con que los publicanos, comúnmente gozadores y
juerguistas, lo acogían en su mesa. Cuando estaba con personas cansadas, se
ocupaba de apoyarlas; pero ciertamente no acostumbraba probablemente alterar la
serenidad y la alegría de un convite con reflexiones demasiado melancólicas o
con alusiones intempestivas al hambre en el mundo.
Ateniéndose precisamente al ejemplo del Señor, San Pablo
enunciará para los cristianos la regla de oro del comportamiento: “Alegraos con
los que se alegran, llorad con los que lloran” (Rm 12, 15).
La “hebraicidad” de Jesús. Su gran plenitud en lo humano
podría llevar a considerarlo un ser tan superior e ideal como para estar más
allá de toda clasificación antropológica y cualquier especificación étnica y
cultural: prácticamente un hombre sin raíces en una sociedad ni nexos. Sin
embargo, eso no sería justo. El razona, habla y actúa como auténtico hijo de
Israel. Su “hebraicidad” es indiscutible. Quien no la comprenda, no podría
decir que ha captado su verdad efectiva, y sería un identikit de un Cristo
alterado e improbable. La mentalidad, la concepción general y el lenguaje del
Nazareno son elementos típicos de su pueblo. En sus labios, las citas bíblicas
son espontáneas y frecuentes. Los nombres más conocidos y amados por sus conciudadanos
(Abraham, Moisés, David, Salomón, Isaías, Jonás) adornan con naturalidad sus
discursos.
Domina la dialéctica peculiar de los rabinos y se vale de la
misma en sus disputas, como ocurre cuando reduce al silencio a escribas y
fariseos partiendo de su propia interpretación del salmo 110 (cf. Mc 12, 35-37;
Mt 22, 41-46). (...)
El “corazón”. También el corazón de Jesús es un corazón de
hebreo. Tiene un amor especialmente intenso y preferente por su tierra y su
pueblo: a su tierra y su pueblo se siente principalmente enviado: “No he sido
enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel” (Mt 15, 24). A su
tierra y su pueblo está destinada la primera misión provisional de los
apóstoles, que reciben con este fin instrucciones restrictivas precisas: “No vayáis
a los gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos; id más bien a las ovejas
perdidas de la casa de Israel” (Mt 10, 5-6). Y ya hemos visto cómo el
pensamiento del futuro fin de la ciudad de David lo conmueve hasta las lágrimas
(cf. Lc 19, 41-42).
Un “integrado”. Es un israelita observante, que rinde honor
a todas las tradiciones legítimas de la nación. Asiste, como el resto, todos
los sábados a la sinagoga. Todos los años celebra la Pascua de acuerdo con el
rito prescrito. Paga, como todos, el tributo para el templo: “Se acercaron a
Pedro los perceptores de la didracma y le dijeron: ¿Vuestro Maestro no paga la
didracma? Y él respondió: Cierto que sí” (cf. Mt 17, 24-25). Cada cierto tiempo
a alguien le gusta incluir a Jesús entre los revolucionarios políticos o los
agitadores sociales, pero los testimonios nos convencen más bien de lo
contrario. Si quisiéramos denominarlo de acuerdo con el vocabulario de la
destructiva ideología moderna, deberíamos calificarlo más bien como
“integrado”. Respeta todo ordenamiento, incluyendo la prescripción que atribuía
al sacerdote la función de autoridad sanitaria para confirmar la curación de
los leprosos: ““Id y mostraos a los sacerdotes” (cf. Lc 17, 14). Y de hecho no
pretende hacer las veces de quien está a cargo de la administración de la
justicia ordinaria: “Díjole uno de la muchedumbre: Maestro, di a mi hermano que
parta conmigo la herencia. El le respondió: Pero, hombre, ¿quién me ha
constituido juez o partidor de vosotros?” (Lc 12, 13-14).
Así, su “integración” es tan esperada y total que evita
dejarse implicar en la oposición a la presencia romana en suelo judaico, y así
reconoce, al menos en sentido práctico, el derecho del invasor a imponer su
moneda y cobrar un tributo (cf. Mc 12, 13-17).
El problema financiero. Contrariamente a lo afirmado a
veces, Jesús, como buen hebreo, no condena el dinero. Lo respeta y se preocupa
incluso de contar en su actividad con una base financiera realista. Su pequeña
comunidad tiene un tesorero designado periódicamente (cf. Jn 12, 6; 13, 29), y
se apoya en una especie de “instituto para el mantenimiento del clero: “Le
acompañaban los doce y algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus
malignos y de enfermedades: María, llamada Magdalena, de la cual habían salido
siete demonios; Juana, mujer de Cusa, administrador de Herodes, y Susana y
otras varias que le servían de sus bienes” (Lc 8, 1-3).
La “recompensa en los cielos”. Jesús demuestra la
“hebraicidad de su forma mentis también al enfocar la vida del espíritu y la
relación con el Creador, encargado de hacer justicia en todo. Nunca olvida
hacer presente la “ganancia” (aun cuando sea una ganancia ultraterrenal) como
estímulo para las buenas acciones: “Vuestra recompensa será grande en el cielo”
(cf. Mt 5, 2; Lc 6, 23). Se preocupa de informarnos que el Dios vivo y
verdadero no es un seguidor de la ética kantiana y por tanto no estima que el
desinterés sea la connotación esencial y necesaria de la bondad moral de un
comportamiento: “Tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará” (cf. Mt 6, 4;
6, 17).
La originalidad
“Una doctrina nueva con autoridad”. Jesús es por tanto un
hombre perfectamente inserto en la sociedad y la vida de Palestina; es un
hebreo que participa en la cultura y la historia de su pueblo y las conoce; es un
“rabino” que habla, argumenta y conoce y cita las Sagradas Escrituras como uno
de los numerosos “maestros en Israel” (cf. Jn 3, 10). Con todo, su presencia,
su actitud y su magisterio aparecieron de pronto como una explosión de novedad
sin precedentes ni puntos de comparación. “Jamás hombre alguno habló como éste”
(Jn 7, 46), dicen estupefactos y fascinados los guardias del sanedrín enviados
a arrestarlo.
Desde el comienzo de su ministerio público, quienes lo
escuchan se percatan de que están frente a algo inesperado, inédito y
perturbador, y se sienten intimidados. Al respecto es significativa la
exclamación de los habitantes de Cafarnaúm, tal como la refiere Marcos en su
lenguaje directo y popular: “Quedáronse todos estupefactos, diciéndose unos a
otros: ¿Qué es esto? Una doctrina nueva y revestida de autoridad” (Mc 1, 27).
Sin duda, en esa circunstancia también habían entrado en juego las
sorprendentes dotes taumatúrgicas del Señor, sobre las cuales no nos
detendremos aquí. Con todo, para los fines de nuestra investigación es
importante destacar la impresión de originalidad y vigor que dejaba en los
oyentes el joven profeta de Nazaret con su enseñanza tan distinta a la que
habitualmente ofrecían los escribas.
Los escribas se limitan a analizar los textos sagrados,
procurando ahondar en ellos con su obstinación de exégetas; Jesús pone a todos
en contacto y en comunión con una “realidad que ha tenido lugar”: “Hoy se
cumple esta escritura que acabáis de oír” (cf. Lc 4, 21), dice en la sinagoga
de Nazaret.
Políticamente incorrecto. Dentro de este tipo de
experiencia, también adquiere otro valor el patrimonio de verdad que ya posee y
custodia Israel. Los labios de este peculiar maestro comienzan entonces a
difundir mensajes inauditos, que alteran y provocan crisis en muchas
convicciones hasta ese momento indiscutibles, así como en gran cantidad de
lugares comunes. De este modo, Jesús, que también comparte con plena lealtad la
fe y la ortodoxia de la sinagoga y está evidentemente impregnado de la luz que
había sido revelada a Abraham, Moisés, David y los profetas, a menudo parece
ser un anticonformista irreductible. Empleando una expresión de moda en la
actualidad, en diversos aspectos parece ser “políticamente incorrecto”. Las
reacciones inmediatas del ambiente nos señalan muchas veces los casos en que
semejante divergencia en relación con las ideas comúnmente aceptadas tiene
lugar de manera más ruidosa. Es “políticamente incorrecta” para la sociedad de
su época, por ejemplo, la actitud de Jesús con los publicanos, los ricos,
quienes colaboran con los invasores y notoriamente con los ladrones, así como
con las pecadoras públicas.
Ciertamente, jamás se observa en él atenuación alguna en
cuanto a la condena de toda transgresión moral; pero está claro que no obstante
aquello, su lenguaje y su comportamiento producen impacto y escándalo en el
contexto social. Eso no le preocupa, sin embargo, y más bien llega a pronunciar
sentencias que fatalmente debían considerarse excesivas y provocativas: “En
verdad os digo que los publicanos y las meretrices os preceden en el reino de
Dios” (cf. Mt 21, 31-32).
Primacía de la interioridad. Jesús se niega a aprobar el
legalismo y el ritualismo exasperado de los fariseos, que había llegado a ser
excesivo y opresivo, y afirma en cambio la primacía de la intencionalidad y la
pureza interior. En virtud del mismo principio, rechaza la distinción entre
alimentos puros e inmundos (distinción que según el Levítico se aplicaba al
carácter comestible de diversos géneros de animales). Para él, todos los
animales, en conformidad con el designio original del Creador, pueden ser
alimento para el hombre.
La narración evangélica da cuenta de la reacción del
ambiente oficial ante esta toma de posición no conformista: “Y llamando a sí a
la muchedumbre les dijo: Oíd y entended: No es lo que entra por la boca lo que
hace impuro al hombre; pero lo que sale de la boca, eso es lo que al hombre le
hace impuro. Entonces se le acercaron los discípulos y le dijeron: ¿Sabes que
los fariseos, al oírte, se han escandalizado?” (Mt 15, 10-12).
Ahora bien, en este punto él no está dispuesto a ceder ni a
llegar a acuerdos. Luego, en la casa, explica analíticamente su pensamiento:
“Todo lo que de fuera entra en el hombre no puede mancharle, porque no entra en
el corazón, sino en el vientre, y va al seceso”. De ese modo, declaraba que
todos los alimentos son puros. Por consiguiente añadió: “ Lo que del hombre
sale, eso es lo que mancha al hombre, porque de dentro, del corazón del hombre,
proceden los pensamientos malos, las fornicaciones, los hurtos, los homicidios,
los adulterios, las codicias, las maldades, el fraude, la impureza, la envidia,
la blasfemia, la altivez, la insensatez. Todas estas maldades del hombre
proceden y manchan al hombre” (Mc 7, 18-23).
La pobreza como fortuna. Jesús es “políticamente incorrecto”
también cuando afirma, contrariamente a toda la sensibilidad israelita, que las
riquezas, más que una bendición, constituyen un riesgo, ya que la condición de
los pobres se considera un privilegio en una visión espiritual (cf. Mt 5, 3; Lc
6, 20-25). Los discípulos expresan enseguida su asombro: “Y Jesús dijo a sus discípulos:
En verdad os digo: qué difícilmente entra un rico en el reino de los cielos”.
Al oír estas palabras, los discípulos se quedaron estupefactos, pero Jesús
prosiguió: “De nuevo os digo: es más fácil que un camello entre por el ojo de
una aguja que entre un rico en el reino de los cielos. Oyendo esto, los
discípulos, aún más estupefactos, dijeron: ¿Quién, pues, podrá salvarse?” (Mt
19, 23-25).
La condena del divorcio. El divorcio, pacíficamente admitido
y practicado en Grecia, en Roma y en todas la sociedades antiguas, tampoco era
rechazado en el mundo hebraico. A lo más existían diversas opiniones en las
escuelas rabínicas sobre las motivaciones admisibles. Ahora bien, Jesús,
contrariamente al consenso explícito acordado por la ley mosaica, declara sin
vacilación: “El que repudia a su mujer y se casa con otra, adultera contra
aquélla, y si la mujer repudia al marido y se casa con otro, comete adulterio”
(Mc 10, 11-12). Y para aclarar debidamente que el principio nunca puede
infringirse, ni siquiera en beneficio del cónyuge abandonado, que no deseó la
ruptura, agrega: “El que se casa con la repudiada, comete adulterio” (Mt 5,
32).
Tal vez en ninguna situación da muestras como en ésta de ser
“políticamente incorrecto”, tanto que los discípulos reaccionan recurriendo,
según ellos, a la paradoja, bordeando el sarcasmo: “Dijéronle los discípulos:
Si tal es la condición del hombre con la mujer, preferible es no casarse” (Mt
19, 10).
La propuesta del celibato para el Reino de los cielos.
Probablemente los discípulos quedaron sumamente desconcertados al escuchar la
respuesta del Señor, que en vez de impresionarse con la paradoja y el sarcasmo,
propone con gran seriedad, contrariamente a toda persuasión de hebreos y no
hebreos, como posible y deseable precisamente el ideal de la castidad perfecta:
“El les contestó: No todos entienden esto, sino aquellos a quienes ha sido
dado. Porque hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre, y hay
eunucos que a sí mismos se han hecho tales por amor del reino de los cielos. El
que pueda entender, que entienda” (Mt 10, 10-12).
Jamás se había escuchado en Israel una opinión tan
contrastante con el sentir común y tan fuerte y provocativa hasta en el
lenguaje empleado.
La fuente secreta de la originalidad. ¿De dónde obtuvo Jesús
la luz y la energía requeridas para dotar a sus palabras y actos de una
originalidad tan segura y valerosa? ¿Que fuente oculta irriga y fecunda el
pensamiento, las decisiones y el comportamiento de este insólito “maestro en
Israel”? ¿Qué unifica y transfigura todas las expresiones y actividades de
Cristo y las pone al servicio de un magisterio de verdad que, si bien sigue
siendo fiel a la antigua Revelación, asombra y se impone precisamente por su
novedad?
La exploración de la psicología del Nazareno nos condujo,
como se ve, a los umbrales de su secreto más delicado. Nuestra indagación
procurará llevarnos a vislumbrarlo, ateniéndose en todo momento en sus normas y
medidas a cuanto nos han referido los escritores de los textos sagrados.
De dicha indagación de inmediato se desprende algo evidente:
todas las páginas evangélicas conspiran para decirnos que el corazón y el
sentido de la vida interior de Jesús es su muy vigoroso “sentido del Padre”.
(...)
El sentido del Padre en el alma de Cristo. En todo caso,
nadie en Israel ha vivido en relación con la paternidad de Dios una experiencia
lúcida, intensa e inminente comparable con la de Jesús. El recuerdo cálido y
afectuoso del Padre marca en sí mismo todos sus discursos, todos sus actos,
todos sus momentos: no hay página que no dé testimonio de esto en los
Evangelios.
“¿No sabíais que es preciso que me ocupe en las cosas de mi
Padre? (Lc 2, 49) es la primera frase recogida de sus labios y transmitida. La
última es ésta: “Padre, en tus manos entrego mi espíritu” (Lc 23, 46). Entre
ambas, se puede decir que todas sus frases se dirigen al Padre o se refieren al
Padre y su designio de salvación.
Para hablar con el Padre a sus anchas y con total atención,
es decir, para orar, Jesús opone con constancia los espacios de silencio y
aislamiento a una jornada en todo momento atareada. Ora en el momento de ser
bautizado en el Jordán (cf. Lc 3, 21); ora antes de intervenir en favor de los
desventurados que a él son conducidos (cf. Mc 7, 34; 9, 29; Jn 11, 41; Mt 14, 19,
etc.); ora toda la noche antes de elegir a los apóstoles (cf. Lc 6, 12-15); ora
por largo tiempo al terminar la última cena (cf. Jn 17, 1-26); ora al
prepararse a enfrentar la tremenda prueba de la pasión (cf. Mt 26, 36-42; Mc
14, 32-39; Lc 22, 39-46).
La plegaria de Jesús. ¿Qué le decía al Padre en esos
coloquios? Todos los sentimientos principales que dan substancia a la correcta
oración de la criatura, también dan substancia a la suya:
la adoración y la alabanza (cf. Mt 11, 25);
el agradecimiento (cf. Jn 11, 41);
la súplica por la gloria divina (cf. Jn 12, 28: “Padre,
glorifica tu nombre”);
la súplica en favor de los amigos (cf. Jn 17, 11: “guarda en
tu nombre a estos que me has dado”);
la súplica en favor de los enemigos (cf. Lc 23, 34: “Padre,
perdónalos, porque no saben lo que hacen”).
Lo que en él no se encuentra es el arrepentimiento, el pedir
perdón y la perturbación y el temor que experimenta todo espíritu no
superficial cuando se pone y se siente en presencia de aquel que es “santo”, o
sea, el trascendente, el eterno, el inmenso, es decir, ese estado de ánimo que
vemos expresarse, por ejemplo, en la visión del profeta Isaías en el templo
(cf. Is 6, 5).De todo esto no hay rasgo alguno en la plegaria de Jesús.
La soledad animada. Se comprende entonces cómo Jesús puede
rebatir con tranquilidad hasta las opiniones más acreditadas y los
comportamientos sociales aceptados por todos: precisamente la comunión filial
con Dios le da una luz que trasciende toda lógica puramente humana y una fuerza
que lo pone en condiciones de adoptar y mantener serenamente posiciones incluso
impopulares y solitarias.
La narración evangélica advierte más bien la facilidad y el
agrado con que acepta aislarse, sobre todo cuando no quiere dejarse condicionar
por perspectivas que le son ajenas: “Se retiró otra vez al monte El solo” (cf.
Jn 6, 15). Por otra parte, su soledad jamás es soledad: “No estoy solo, porque
el Padre está conmigo” (Jn 16, 32; cf. además Jn 8, 16, 29).
“Sí, Padre”. Lo que realmente le importa es la consonancia
con el Padre y la perfecta adhesión a su voluntad. Esto lo sustenta y le da
vigor: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y acabar su obra” (Jn
4, 34). Hacer la voluntad de Dios no siempre es tarea fácil y sin dolor,
tampoco para él. Así lo revela dramáticamente la agonía de Getsemaní: “Padre
mío, si es posible, pase de mí este cáliz: sin embargo, no se haga como yo
quiero, sino como quieres tú” (Mt 26, 39).
El autor de la epístola a los Hebreos da un precioso
testimonio posterior de ese impresionante episodio, agregando una observación
que tal vez nos sorprende, pero no pasamos por alto: “Habiendo ofrecido en los
días de su vida mortal oraciones y súplicas con poderosos clamores y lágrimas
al que era poderoso para salvarle de la muerte, fue escuchado por su
reverencial temor. Y aunque era Hijo. aprendió por sus padecimientos la
obediencia” (Heb 5, 7,8). “Sí, Padre” (Mt 11, 26): estas palabritas que
recogemos de labios del Señor son tal vez el mejor compendio de todo su mundo
interior y el manantial secreto de todo cuando dijo e hizo. San Pablo
probablemente no quiere decir otra cosa cuando escribe: “Cristo Jesús... no ha
sido Sí y No, antes ha sido Si” (2 Cor 1, 19).
Un Creador que ama. Asignar con esta insistencia y lucidez
al Dios de Israel la prerrogativa de “Padre” significa en definitiva tomar en
serio en todas sus consecuencias la doctrina del origen en Jehová de todas las
cosas, propia del hebraísmo. Significa sobre todo darse cuenta de la gran
importancia del amor del Creador por la obra de sus manos. “El Padre os ama”
(Jn 16, 27): ésta es la sencillísima y extraordinaria verdad que el Señor deja
prácticamente como su legado específico a sus discípulos.
El Dios de Jesús es un Dios que por amor se ocupa de todo
cuanto ha llamado a la existencia, hasta de las aves del cielo y las flores del
campo (cf. Mt 6, 26-30). Con mayor razón ama a los hijos de Adán y se ocupa de
ellos, independientemente de su comportamiento: “Hace salir el sol sobre malos
y buenos y llueve sobre justos e injustos” (Mt 5, 45). En su primera epístola,
San Juan encontrará la fórmula esencial para expresar en la forma más sintética
posible la visión teológica de su Maestro: “Dios es amor” (1 Jn 4, 8).
Nuestra respuesta de amor. Por ser justo que los hijos sean
semejantes al padre, de esta concepción de Dios emana el ideal de vida para
nosotros: “Sed perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial” (Mt 5, 48).
Evidentemente, es una meta inalcanzable, y por este motivo es paradojal la
frase; pero es una manera de decir en la forma más enérgica que también en
nuestra acción, como en la acción divina, todo debe estar inspirado por el
amor. Por eso, Jesús enseña: “Sed misericordiosos, como vuestro Padre es
misericordioso” (Lc 6, 36); y llega a decir, como recomendación máxima: “Un
precepto nuevo os doy: que os améis los unos a los otros” (Jn 13, 34). Por
encima de todo, es justo que al amor se responda con el amor: el amor del Padre
por los hijos solicita y exige el amor de los hijos por El. En esto, y no en la
lista minuciosa de preceptos y ritos, reside la substancia de la religión.
No nos sorprende entonces la resolución con que el Nazareno
especifica lo que es el núcleo y el compendio de todo el discurso del Dios de Israel:
“Y le preguntó uno de ellos, doctor, tentándole: Maestro, ¿cuál es el
mandamiento más grande de la ley? El le dijo: Amarás al Señor, tu Dios, con
todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el más grande y
el primer mandamiento. El segundo, semejante a éste, es: Amarás al prójimo como
a ti mismo. De estos dos preceptos penden toda la Ley y los Profetas” (Mt 22,
35-40).
El fin del nacionalismo religioso. En esta perspectiva se ha
superado todo encierro nacionalista. Y así Jesús tiene otra ocasión de ser
“políticamente incorrecto”, es decir, de contrariar la mentalidad de sus
conciudadanos.
Al respecto es elocuente el incidente de la sinagoga de
Nazaret, cuando a sabiendas elige en la historia hebraica ciertos hechos
provocativos: “Muchas viudas había en Israel en los días de Elías, cuando se
cerró el cielo por tres años y seis meses y sobrevino una gran hambre en toda
la tierra, y a ninguna de ellas fue enviado Elías sino a Sarepta de Sidón, a
una mujer viuda. Y muchos leprosos había en Israel en tiempo del profeta
Eliseo, y ninguno de ellos fue limpiado sino el sirio Naamán. Al oír esto se
llenaron de cólera cuantos estaban en la sinagoga, y levantándose, le arrojaron
fuera de la ciudad, y le llevaron a la cima del monte sobre el cual está
edificada su ciudad, para precipitarle de allí” (Lc 4, 25-29).
El mensaje de Cristo en la historia de la religiosidad.
Nadie ha afirmado con más fuerza y más intensidad que Jesús la paternidad
universal de Dios. Incansablemente señala a sus oyentes “el Padre vuestro”, el
“Padre vuestro que está en los cielos”, el “Padre vuestro Celestial”, el “Padre
vuestro que ve en lo secreto”: es la verdad que está en el centro de su
propuesta existencial.
Nadie ha señalado con más explícito conocimiento al amor
como el alma, el sentido, el vértice de toda relación con Dios, y como la
actitud espiritual fundamental que debe regir la convivencia entre los hombres.
Nadie antes que él, en las diversas interpretaciones antropológicas, había
subrayado con tanta eficacia la primacía del “corazón”, es decir, del mundo
interior, por encima de toda informalidad y todo extrincecismo.
Todo eso bastaría para convencernos de que en realidad el
cristianismo ha sido en la historia de la religiosidad una voz sorprendente y
una auténtica revolución ideal. Con todo, aún no hemos llegado con esto a
comprender el motivo específico y definitivo de la originalidad del profeta de
Nazaret, el núcleo de su vida interior, la fuente propia y más determinante de
su identidad. Aún estamos en los bordes de esta peculiar psicología, aún no nos
han dado la clave que realmente entreabra en cierta medida el misterio de esta
excepcional personalidad que desde hace dos mil años domina y condiciona la
experiencia espiritual de la humanidad.
El “Padre mío”. Lo que hace a Jesús de Nazaret ser un caso
absolutamente inédito es su convicción de encontrarse en una relación real con
el Dios de Israel, que tiene lugar y validez únicamente a través de él. Si ha
podido pensar en el Creador del cielo y la tierra como en un “padre”, es porque
antes aún se ha percibido a sí mismo como su propio hijo: “hijo” en un sentido
único, inconfundible, y en su plena autenticidad, absolutamente no
participable. Dios -repite continuamente- es el “Padre mío”: todos sus sentimientos,
todas sus palabras, todos sus actos están inspirados y dominados por esta
convicción, que con sólo una breve reflexión no puede sino dejarnos
estupefactos. Los demás son “sus hermanos”, porque ellos también son “hijos de
Dios”: “mis hermanos menores”, suele decir (cf. Mt 25, 40). Le agrada
especialmente llamar “hermanos” a sus discípulos: “Ve a mis hermanos” (cf. Jn
20, 17), dice a María Magdalena. En todo caso, la relación de filiación de
ellos no es idéntica a la de él.
En sus labios jamás encontramos el apelativo “Padre
nuestro”, salvo para sugerir a los demás una plegaria a la cual no se une:
“Así, pues, habéis de orar vosotros: Padre nuestro...” (Mt 6, 9). En la luz
misteriosa de la mañana de Pascua, su lenguaje al respecto parece adoptar una
precisión ciertamente puntillosa: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre” (cf. Jn
20, 17).
Una originalidad absoluta. Las diversas narraciones
evangélicas, que han recogido con impasible diligencia las palabras de Cristo a
propósito del Padre “suyo” y del Padre “nuestro”, coinciden en esto de manera
insistente e inequívoca. Así, también en un plano puramente histórico es
difícil llegar a otra conclusión: independientemente de ser o no creyente,
nadie puede dudar lícitamente de que Jesús de Nazaret haya estado totalmente
convencido de ser hijo del Dios de Israel en un sentido absolutamente peculiar
y de un modo totalmente incomunicable.
Ningún hombre, nadie entre los grandes maestros de la
humanidad, nadie entre los fundadores de religiones, ha sido tocado ligeramente
por un pensamiento comparable con éste. El, en cambio, entiende esta condición
como algo propio de manera absolutamente exclusiva.
Total relatividad respecto al Padre. Precisamente en esta
original visión, Jesús inserta la conciencia de su propia grandeza y su
singularidad, una grandeza y una singularidad que advierte ser de carácter
intrínsecamente relativo, por cuanto provienen enteramente de aquello que
recibe del Padre de un modo y en una medida que únicamente concuerdan con él. Y
esto puede explicar una característica típica y asombrosa de la predicación de
Cristo: Jesús habla continuamente de sí mismo, e incluso diciendo cosas que en
labios de cualquiera otra persona serían intolerables, no da la impresión en
realidad de ser arrogante ni jactancioso.
Nadie se ha atrevido jamás a afirmar: “A todo el que me
confesare delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre,
que está en los cielos” (Mt 10, 32). O bien: “El que ama al padre o a la madre
más que a mí, no es digno de mí; y el que ama al hijo o a la hija más que mí,
no es digno de mí” (Mt 10, 37). Son afirmaciones que indudablemente
desconciertan si se observan en sí mismas; pero están perfectamente de acuerdo
con la psicología de quien, como dirá San Juan, sabe estar interpretando
fielmente el pensamiento de su Maestro, el “Unigénito del Padre” (cf. Jn 1,14).
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