CONGREGACIÓN PARA LA
DOCTRINA DE LA FE
NOTIFICACIÓN sobre las obras del P. Jon SOBRINO S.J: Jesucristo
liberador. Lectura histórico-teológica de Jesús de Nazaret (Madrid, 1991) y La
fe en Jesucristo. Ensayo desde las víctimas (San Salvador, 1999).
Este famoso sacerdote es uno de los autores mas vendidos en la librerías llamadas "católicas", e incluso con reconocimiento Honoris Causa en una universidad. Pero la verdad es que este "teólogo" ha destruido la figura de Jesucristo deformándola totalmente de lo que ha propuesto la Doctrina Católica de siempre.
Aquí dejo a disposición el pronunciamiento oficial de la Iglesia en contra de algunos episodios de sus escritos. Fue tal la dificultad que la CDF preciso confeccionar una nota explicativa que publicaremos mas adelante.
Introducción
1. Después de un primer examen de los volúmenes, Jesucristo
liberador. Lectura histórico-teológica de Jesús de Nazaret (Jesucristo) y La fe
en Jesucristo. Ensayo desde las víctimas (La fe), del R.P. Jon Sobrino S.J., la
Congregación para la Doctrina de la Fe, a causa de las imprecisiones y errores
en ellos encontrados, en el mes de octubre de 2001, tomó la decisión de
emprender un estudio ulterior y más profundo de dichas obras. Dada la amplia
divulgación de estos escritos y el uso de los mismos en Seminarios y otros
centros de estudio, sobre todo en América Latina, se decidió seguir para este
estudio el “procedimiento urgente” regulado en los artículos 23-27 de la Agendi
Ratio in Doctrinarum Examine.
Como resultado de tal examen, en el mes de julio de 2004 se
envió al Autor, a través del R.P. Peter Hans Kolvenbach S.J., Prepósito General
de la Compañía de Jesús, un elenco de proposiciones erróneas o peligrosas
encontradas en los libros citados.
En el mes de marzo de 2005 el P. Jon Sobrino envió a la
Congregación una “Respuesta al texto de la Congregación para la Doctrina de la
Fe”, la cual fue examinada en la Sesión Ordinaria del 23 de noviembre de 2005.
Se constató que, aunque en algunos puntos el Autor había matizado parcialmente
su pensamiento, la Respuesta no resultaba satisfactoria, ya que, en sustancia,
permanecían los errores que habían dado lugar al envío del elenco de
proposiciones ya mencionado. Aunque la preocupación del Autor por la suerte de
los pobres es apreciable, la Congregación para la Doctrina de la Fe se ve en la
obligación de indicar que las mencionadas obras del P. Sobrino presentan, en
algunos puntos, notables discrepancias con la fe de la Iglesia.
Se decidió por tanto publicar la presente Notificación, para
poder ofrecer a los fieles un criterio de juicio seguro, fundado en la doctrina
de la Iglesia, acerca de las afirmaciones de los libros citados o de otras
publicaciones del Autor. Se debe notar que, en algunas ocasiones, las
proposiciones erróneas se sitúan en contextos en los que se encuentran otras
expresiones que parecen contradecirlas[1], pero no por ello pueden
justificarse. La Congregación no pretende juzgar las intenciones subjetivas del
Autor, pero tiene el deber de llamar la atención acerca de ciertas
proposiciones que no están en conformidad con la doctrina de la Iglesia. Dichas
proposiciones se refieren a: 1) los presupuestos metodológicos enunciados por
el Autor, en los que funda su reflexión teológica, 2) la divinidad de
Jesucristo, 3) la encarnación del Hijo de Dios, 4) la relación entre Jesucristo
y el Reino de Dios, 5) la autoconciencia de Jesucristo y 6) el valor salvífico
de su muerte.
I. Presupuestos metodológicos.
2. En su libro Jesucristo liberador, el P. Jon Sobrino
afirma: “La cristología latinoamericana […] determina que su lugar, como
realidad sustancial, son los pobres de este mundo, y esta realidad es la que
debe estar presente y transir cualquier lugar categorial donde se lleva a cabo”
(p. 47). Y añade: “Los pobres cuestionan dentro de la comunidad la fe cristológica
y le ofrecen su dirección fundamental” (p. 50); la “Iglesia de los pobres es
[…] el lugar eclesial de la cristología, por ser una realidad configurada por
los pobres” (p. 51). “El lugar social, es pues, el más decisivo para la fe, el
más decisivo para configurar el modo de pensar cristológico y el que exige y
facilita la ruptura epistemológica” (p. 52).
Aun reconociendo el aprecio que merece la preocupación por
los pobres y por los oprimidos, en las citadas frases, esta “Iglesia de los
pobres” se sitúa en el puesto que corresponde al lugar teológico fundamental,
que es sólo la fe de la Iglesia; en ella encuentra la justa colocación
epistemológica cualquier otro lugar teológico.
El lugar eclesial de la cristología no puede ser la “Iglesia
de los pobres” sino la fe apostólica transmitida por la Iglesia a todas las
generaciones. El teólogo, por su vocación particular en la Iglesia, ha de tener
constantemente presente que la teología es ciencia de la fe. Otros puntos de
partida para la labor teológica correrán el riesgo de la arbitrariedad y
terminarán por desvirtuar los contenidos de la fe misma[2].
3. La falta de la atención debida a las fuentes, a pesar de
que el Autor afirma que las considera “normativas”, dan lugar a los problemas
concretos de su teología a los que nos referiremos más adelante. En particular,
las afirmaciones del Nuevo Testamento sobre la divinidad de Cristo, su
conciencia filial y el valor salvífico de su muerte, de hecho, no reciben
siempre la atención debida. En los apartados sucesivos se tratarán estas
cuestiones.
Es igualmente llamativo el modo como el Autor trata los
grandes concilios de la Iglesia antigua, que, según él, se habrían alejado
progresivamente de los contenidos del Nuevo Testamento. Así, por ejemplo, se
afirma: “Estos textos son útiles teológicamente, además de normativos, pero son
también limitados y aun peligrosos, como hoy se reconoce sin dificultad” (La
fe, 405-406). De hecho hay que reconocer el carácter limitado de las fórmulas
dogmáticas, que no expresan ni pueden expresar todo lo que se contiene en los
misterios de la fe, y deben ser interpretadas a la luz de la Sagrada Escritura
y la Tradición. Pero no tiene ningún fundamento hablar de la peligrosidad de
dichas fórmulas, al ser interpretaciones auténticas del dato revelado.
El desarrollo dogmático de los primeros siglos de la
Iglesia, incluidos los grandes concilios, es considerado por el P. Sobrino como
ambiguo y también negativo. No niega el carácter normativo de las formulaciones
dogmáticas, pero, en conjunto, no les reconoce valor más que en el ámbito
cultural en que nacieron. No tiene en cuenta el hecho de que el sujeto
transtemporal de la fe es la Iglesia creyente y que los pronunciamientos de los
primeros concilios han sido aceptados y vividos por toda la comunidad eclesial.
La Iglesia sigue profesando el Credo que surgió de los Concilios de Nicea (año
325) y de Constantinopla (año 381). Los primeros cuatro concilios ecuménicos
son aceptados por la gran mayoría de las Iglesias y comunidades eclesiales de
oriente y occidente. Si usaron los términos y los conceptos de la cultura de su
tiempo no fue por adaptarse a ella; los concilios no significaron una
helenización del Cristianismo, sino más bien lo contrario. Con la inculturación
del mensaje cristiano la misma cultura griega sufrió una trasformación desde
dentro y pudo convertirse en instrumento para la expresión y la defensa de la
verdad bíblica.
II. La divinidad de Jesucristo.
4. Diversas afirmaciones del Autor tienden a disminuir el
alcance de los pasajes del Nuevo Testamento que afirman que Jesús es Dios:
“Jesús está íntimamente ligado a Dios, con lo cual su realidad habrá que
expresarla de alguna forma como realidad que es de Dios (cf. Jn 20,28)” (La fe,
216). En referencia a Jn 1,1 se afirma: “Con el texto de Juan […] de ese logos
no se dice todavía, en sentido estricto, que sea Dios (consustancial al Padre),
pero de él se afirma algo que será muy importante para llegar a esta
conclusión, su preexistencia, la cual no connota algo puramente temporal, sino
que dice relación con la creación y relaciona al logos con la acción específica
de la divinidad” (La fe, 469). Según el Autor en el Nuevo Testamento no se
afirma claramente la divinidad de Jesús, sino que sólo se establecen los
presupuestos para ello: “En el Nuevo Testamento […] hay expresiones que, en
germen, llevarán a la confesión de fe en la divinidad de Jesús” (La fe,
468-469). “En los comienzos no se habló de Jesús como Dios ni menos de la
divinidad de Jesús, lo cual sólo acaeció tras mucho tiempo de explicación
creyente, casi con toda probabilidad después de la caída de Jerusalén” (La fe,
214).
Sostener que en Jn 20,28 se afirma que Jesús es “de Dios” es
un error evidente, en cuanto en este pasaje se le llama “Señor” y “Dios”.
Igualmente, en Jn 1,1 se dice que el Logos es Dios. En otros muchos textos se
habla de Jesús como Hijo y como Señor[3]. La divinidad de Jesús ha sido objeto
de la fe de la Iglesia desde el comienzo, mucho antes de que en el Concilio de
Nicea se proclamara su consustancialidad con el Padre. El hecho de que no se
use este término no significa que no se afirme la divinidad de Jesús en sentido
estricto, al contrario de lo que el Autor parece insinuar.
Con sus aserciones de que la divinidad de Jesús ha sido
afirmada sólo después de mucho tiempo de reflexión creyente y que en el Nuevo
Testamento se halla solamente “en germen”, el Autor evidentemente tampoco la
niega, pero no la afirma con la debida claridad y da pie a la sospecha de que
el desarrollo dogmático, que reviste según él características ambiguas, ha
llegado a esta formulación sin una continuidad clara con el Nuevo Testamento.
Pero la divinidad de Jesús, está claramente atestiguada en
los pasajes del Nuevo Testamento a que nos hemos referido. Las numerosas
declaraciones conciliares en este sentido[4] se encuentran en continuidad con
cuanto en el Nuevo Testamento se afirma de manera explícita y no solamente “en
germen”. La confesión de la divinidad de Jesucristo es un punto absolutamente
esencial de la fe de la Iglesia desde sus orígenes y se halla atestiguada desde
el Nuevo Testamento.
III. La encarnación del Hijo de Dios.
5. Escribe el P. Sobrino: “Desde una perspectiva dogmática
debe afirmarse, y con toda radicalidad, que el Hijo (la segunda persona de la
Trinidad) asume toda la realidad de Jesús, y aunque la fórmula dogmática nunca
explica el hecho de ese ser afectado por lo humano, la tesis es radical. El
Hijo experimenta la humanidad, la vida, el destino y la muerte de Jesús”
(Jesucristo, 308).
En este pasaje el Autor establece una distinción entre el
Hijo y Jesús que sugiere al lector la presencia de dos sujetos en Cristo: el
Hijo asume la realidad de Jesús; el Hijo experimenta la humanidad, la vida, el
destino y la muerte de Jesús. No resulta claro que el Hijo es Jesús y que Jesús
es el Hijo. En el tenor literal de estas frases, el P. Sobrino refleja la
llamada teología del homo assumptus, que resulta incompatible con la fe
católica, que afirma la unidad de la persona de Jesucristo en las dos
naturalezas, divina y humana, según las formulaciones de los Concilios de
Éfeso[5] y sobre todo de Calcedonia, que afirma: “...enseñamos que hay que
confesar a un solo y mismo Hijo y Señor nuestro Jesucristo: perfecto en la
divinidad y perfecto en la humanidad; verdaderamente Dios y verdaderamente
hombre de alma racional y cuerpo; consustancial con el Padre según la
divinidad, y consustancial con nosotros según la humanidad, en todo semejante a
nosotros excepto en el pecado (cf. Heb 4,15), engendrado del Padre antes de los
siglos según la divinidad, y en los últimos días, por nosotros y por nuestra
salvación, engendrado de María Virgen, la madre de Dios, según la humanidad;
que se ha de reconocer a un solo y mismo Cristo Señor, Hijo unigénito en dos
naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación”[6]. De
igual modo se expresó el Papa Pío XII en la encíclica Sempiternus Rex: “…el
Concilio de Calcedonia, en perfecto acuerdo con el de Éfeso, afirma claramente
que una y otra naturaleza de nuestro Redentor concurren «en una sola persona y
subsistencia», y prohíbe poner en Cristo dos individuos, de modo que se pusiera
junto al Verbo un cierto «hombre asumido», dueño de su total autonomía”[7].
6. Otra dificultad en la visión cristológica del P. Sobrino
deriva de su insuficiente comprensión de la communicatio idiomatum. En efecto,
según él, “la comprensión adecuada de la communicatio idiomatum” sería la
siguiente: “lo humano limitado se predica de Dios, pero lo divino ilimitado no
se predica de Jesús” (La fe, 408; cf. 500).
En realidad, la unidad de la persona de Cristo “en dos
naturalezas”, afirmada por el Concilio de Calcedonia, tiene como consecuencia
inmediata la llamada communicatio idiomatum, es decir, la posibilidad de
referir las propiedades de la divinidad a la humanidad y viceversa. En virtud
de esta posibilidad ya el Concilio de Éfeso definió que María era theotókos:
“Si alguno no confiesa que el Emmanuel es en verdad Dios y que por eso la santa
Virgen es madre de Dios, pues dio a luz según la carne al Verbo de Dios hecho
carne, sea anatema”[8]. “Si alguno atribuye a dos personas o a dos hipóstasis
las expresiones contenidas en los escritos evangélicos y apostólicos, o dichas
sobre Cristo por los santos o por él mismo sobre sí mismo, y unas las atribuye
al hombre, considerado propiamente como distinto del Verbo de Dios, y otras,
como dignas de Dios, al solo Verbo de Dios Padre, sea anatema”[9]. Como
fácilmente se deduce de estos textos la “comunicación de idiomas” se aplica en
los dos sentidos, lo humano se predica de Dios y lo divino del hombre. Ya el
Nuevo Testamento afirma que Jesús es Señor[10], y que todas las cosas han sido
creadas por medio de él[11]. En el lenguaje cristiano es posible decir, y se
dice por ejemplo, que Jesús es Dios, que es creador y omnipotente. Y el
Concilio de Éfeso sancionó el uso de llamar a María madre de Dios. No es por
tanto correcto decir que no se predica de Jesús lo divino ilimitado. Esta
afirmación del Autor sería comprensible solamente en el contexto de la
cristología del homo assumptus en la que no resulta clara la unidad de la
persona de Jesús: es evidente que no se podrían predicar de una persona humana
los atributos divinos. Pero esta cristología no es en absoluto compatible con
la enseñanza de los Concilios de Éfeso y Calcedonia sobre la unidad de la
persona en dos naturalezas. La comprensión de la communicatio idiomatum que el
Autor presenta revela por tanto una concepción errónea del misterio de la
encarnación y de la unidad de la persona de Jesucristo.
IV. Jesucristo y el Reino de Dios
7. El P. Sobrino desarrolla una visión peculiar acerca de la
relación entre Jesús y el Reino de Dios. Se trata de un punto de especial
interés en sus obras. Según el Autor, la persona de Jesús, como mediador, no se
puede absolutizar, sino que se ha de contemplar en su relacionalidad hacia el
Reino de Dios, que es evidentemente considerado algo distinto de Jesús mismo:
“Esta relacionalidad histórica la analizaremos después en detalle, pero digamos
ahora que este recordatorio es importante […] cuando se absolutiza al mediador
Cristo y se ignora su relacionalidad constitutiva hacia la mediación, el reino
de Dios” (Jesucristo, 32). “Ante todo, hay que distinguir entre mediador y
mediación de Dios. El reino de Dios, formalmente hablando, no es otra cosa que
la realización de la voluntad de Dios para este mundo, a lo cual llamamos
mediación. A esa mediación […] está asociada una persona (o grupo) que la
anuncia e inicia, y a ello llamamos mediador. En este sentido puede y debe
decirse que, según la fe, ya ha aparecido el mediador definitivo, último y
escatológico del reino de Dios, Jesús […]. Desde esta perspectiva pueden
entenderse también las bellas palabras de Orígenes al llamar a Cristo la
autobasileia de Dios, el reino de Dios en persona, palabras importantes que
describen bien la ultimidad del mediador personal del reino, pero peligrosas si
adecúan a Cristo con la realidad del reino” (Jesucristo, 147). “Mediador y mediación
se relacionan, pues, esencialmente, pero no son lo mismo. Siempre hay un Moisés
y una tierra prometida, un Monseñor Romero y una justicia anhelada. Ambas
cosas, juntas, expresan la totalidad de la voluntad de Dios, pero no son lo
mismo” (Jesucristo, 147). Por otra parte la condición de mediador de Jesús le
viene sólo de su humanidad: “La posibilidad de ser mediador no le viene, pues,
a Cristo de una realidad añadida a lo humano sino que le viene del ejercicio de
lo humano” (La fe, 253).
El Autor afirma ciertamente la existencia de una relación
especial entre Jesucristo (mediador) y el Reino de Dios (mediación), en cuanto
Jesús es el mediador definitivo, último y escatológico del Reino. Pero en los
pasajes citados, Jesús y el Reino se distinguen de tal manera que el vínculo
entre ambos resulta privado de su contenido peculiar y de su singularidad. No
se explica correctamente el nexo esencial existente entre el mediador y la
mediación, por usar sus mismas palabras. Además, al afirmarse que la posibilidad
de ser mediador le viene a Cristo del ejercicio de lo humano se excluye que su
condición de Hijo de Dios tenga relevancia para su misión mediadora.
No es suficiente hablar de una conexión íntima o de una
relación constitutiva entre Jesús y el Reino o de una “ultimidad del mediador”,
si éste nos remite a algo que es distinto de él mismo. Jesucristo y el Reino en
un cierto sentido se identifican: en la persona de Jesús el Reino ya se ha
hecho presente. Esta identidad ha sido puesta de relieve desde la época
patrística[12]. El Papa Juan Pablo II afirma en la encíclica Redemptoris
Missio: “La predicación de la Iglesia primitiva se ha centrado en el anuncio de
Jesucristo, con el que se identifica el Reino de Dios”[13]. “Cristo no
solamente ha anunciado el Reino, sino que en él el Reino mismo se ha hecho
presente y se ha cumplido”[14]. “El Reino de Dios no es un concepto, una
doctrina, un programa […], sino que es ante todo una persona que tiene el
rostro y el nombre de Jesús de Nazaret, imagen del Dios invisible. Si se separa
el Reino de Jesús ya no se tiene el Reino de Dios revelado por él”[15].
Por otra parte la singularidad y unicidad de la mediación de
Cristo ha sido siempre afirmada en la Iglesia. Gracias a su condición de “Hijo
unigénito de Dios”, es la “autorevelación definitiva de Dios”[16]. Por ello su
mediación es única, singular, universal e insuperable: “…se puede y se debe
decir que Jesucristo tiene, para el género humano y su historia, un significado
y un valor singular y único, sólo de él propio, exclusivo, universal y
absoluto. Jesús es, en efecto, el Verbo de Dios hecho hombre para la salvación
de todos”[17].
V. La autoconciencia de Jesucristo.
8. El P. Sobrino afirma, citando a L. Boff, que “Jesús fue
un extraordinario creyente y tuvo fe. La fe fue el modo de existir de Jesús”
(Jesucristo, 203). Y por su cuenta añade: “Esta fe describe la totalidad de la
vida de Jesús” (Jesucristo, 206). El Autor justifica su posición aduciendo al
texto de Heb 12,2: “En forma lapidaria la carta [a los Hebreos] dice con una
claridad que no tiene paralelo en el Nuevo Testamento que Jesús se relacionó
con el misterio de Dios en la fe. Jesús es el que ha vivido originariamente y
en plenitud la fe (12,2)” (La fe, 256). Añade todavía: “Por lo que toca a la
fe, Jesús es presentado, en vida, como un creyente como nosotros, hermano en lo
teologal, pues no se le ahorró el tener que pasar por ella. Pero es presentado
también como hermano mayor, porque vivió la fe originariamente y en plenitud
(12,2). Y es el modelo, aquel en quien debemos tener los ojos fijos para vivir
nuestra propia fe” (La fe, 258).
La relación filial de Jesús con el Padre, en su singularidad
irrepetible no aparece con claridad en los pasajes citados; más aún, estas
afirmaciones llevan más bien a excluirla. Considerando el conjunto del Nuevo
Testamento no se puede sostener que Jesús sea “un creyente como nosotros”. En
el evangelio de Juan se habla de la “visión” del Padre por parte de Jesús:
“Aquel que ha venido de Dios, éste ha visto al Padre”[18]. Igualmente la
intimidad única y singular de Jesús con el Padre se encuentra atestiguada en
los evangelios sinópticos[19].
La conciencia filial y mesiánica de Jesús es la consecuencia
directa de su ontología de Hijo de Dios hecho hombre. Si Jesús fuera un
creyente como nosotros, aunque de manera ejemplar, no podría ser el revelador
verdadero que nos muestra el rostro del Padre. Son evidentes las conexiones de
este punto con cuanto se ha dicho en el n. IV sobre la relación de Jesús con el
Reino, y se dirá a continuación en el n. VI sobre el valor salvífico que Jesús
atribuyó a su muerte. En la reflexión del Autor desaparece de hecho el carácter
único de la mediación y de la revelación de Jesús, que de esta manera queda
reducido a la condición de revelador que podemos atribuir a los profetas o a
los místicos.
Jesús, el Hijo de Dios hecho carne, goza de un conocimiento
íntimo e inmediato de su Padre, de una “visión”, que ciertamente va más allá de
la fe. La unión hipostática y su misión de revelación y redención requieren la
visión del Padre y el conocimiento de su plan de salvación. Es lo que indican
los textos evangélicos ya citados.
Esta doctrina ha sido expresada en diversos textos
magisteriales de los últimos tiempos: “Aquel amorosísimo conocimiento que desde
el primer momento de su encarnación tuvo de nosotros el Redentor divino, está
por encima de todo el alcance escrutador de la mente humana; toda vez que, en virtud
de aquella visión beatífica de que gozó apenas acogido en el seno de la madre
de Dios”[20].
Con una terminología algo diversa insiste también en la
visión del Padre el Papa Juan Pablo II: “Fija [Jesús] sus ojos en el Padre.
Precisamente por el conocimiento y la experiencia que sólo él tiene de Dios,
incluso en este momento de oscuridad ve límpidamente la gravedad del pecado y
sufre por esto. Sólo él, que ve al Padre y lo goza plenamente, valora
profundamente qué significa resistir con el pecado a su amor”[21].
También el Catecismo de la Iglesia Católica habla del
conocimiento inmediato que Jesús tiene del Padre: “Es ante todo el caso del
conocimiento íntimo e inmediato que el Hijo de Dios hecho hombre tiene de su
Padre”[22]. “El conocimiento humano de Cristo, por su unión con la Sabiduría
divina en la persona del Verbo encarnado gozaba de la plenitud de la ciencia de
los designios eternos que había venido a revelar”[23].
La relación de Jesús con Dios no se expresa correctamente
diciendo que era un creyente como nosotros. Al contrario, es precisamente la
intimidad y el conocimiento directo e inmediato que él tiene del Padre lo que
le permite revelar a los hombres el misterio del amor divino. Sólo así nos
puede introducir en él.
VI. El valor salvífico de la muerte de Jesús.
9. Algunas afirmaciones del P. Sobrino hacen pensar que,
según él, Jesús no ha atribuido a su muerte un valor salvífico: “Digamos desde
el principio que el Jesús histórico no interpretó su muerte de manera
salvífica, según los modelos soteriólogicos que, después, elaboró el Nuevo
Testamento: sacrificio expiatorio, satisfacción vicaria […]. En otras palabras,
no hay datos para pensar que Jesús otorgara un sentido absoluto trascendente a
su propia muerte, como hizo después el Nuevo Testamento” (Jesucristo, 261). “En
los textos evangélicos no se puede encontrar inequívocamente el significado que
Jesús otorgó a su propia muerte” (ibidem). “…puede decirse que Jesús va a la
muerte con confianza y la ve como último acto de servicio, más bien a la manera
de ejemplo eficaz y motivante para otros que a la manera de mecanismo de
salvación para otros. Ser fiel hasta el final, eso es ser humano” (Jesucristo,
263).
En un primer momento la afirmación del Autor parece
limitada, en el sentido de que Jesús no habría atribuido un valor salvífico a
su muerte con las categorías que después usó el Nuevo Testamento. Pero después
se afirma que no hay datos para pensar que Jesús otorgara un sentido absoluto
trascendente a su propia muerte. Se dice sólo que va a la muerte con confianza
y le atribuye un valor de ejemplo motivante para otros. De esta manera los
numerosos pasajes del Nuevo Testamento que hablan del valor salvífico de la
muerte de Cristo[24] resultan privados de toda conexión con la conciencia de Cristo
durante su vida mortal. No se toman debidamente en consideración los pasajes
evangélicos en los que Jesús atribuye a su muerte un significado en orden a la
salvación; en particular Mc 10,45[25]: “el Hijo del hombre no ha venido a ser
servido sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos”; y las palabras
de la institución de la eucaristía: “Ésta es mi sangre de la alianza, que va a
ser derramada por muchos”[26]. De nuevo aparece aquí la dificultad a la que
antes se ha hecho mención en cuanto al uso que el P. Sobrino hace del Nuevo
Testamento. Los datos neotestamentarios ceden el paso a una hipotética
reconstrucción histórica, que es errónea.
10. Pero el problema no se reduce a la conciencia con la que
Jesús habría afrontado su muerte y al significado que él le habría dado. El P.
Sobrino expone también su punto de vista respecto al significado soteriológico
que se debe atribuir a la muerte de Cristo: “Lo salvífico consiste en que ha
aparecido sobre la tierra lo que Dios quiere que sea el ser humano […]. El
Jesús fiel hasta la cruz es salvación, entonces, al menos en este sentido: es
revelación del homo verus, es decir, de un ser humano en el que resultaría que
se cumplen tácticamente las características de una verdadera naturaleza humana
[…]. El hecho mismo de que se haya revelado lo humano verdadero contra toda
expectativa, es ya buena noticia, y por ello, es ya en sí mismo salvación […].
Según esto, la cruz de Jesús como culminación de toda su vida puede ser
comprendida salvíficamente. Esta eficacia salvífica se muestra más bien a la
manera de la causa ejemplar que de la causa eficiente. Pero no quita esto que
no sea eficaz […]. No se trata pues de causalidad eficiente, sino de causalidad
ejemplar” (Jesucristo, 293-294).
Por supuesto, hay que conceder todo su valor a la eficacia
del ejemplo de Cristo, que el Nuevo Testamento menciona explícitamente[27]. Es
una dimensión de la soteriología que no se debe olvidar. Pero no se puede
reducir la eficacia de la muerte de Jesús al ejemplo, o, según las palabras del
Autor, a la aparición del homo verus, fiel a Dios hasta la cruz. El P. Sobrino
usa en el texto citado expresiones como “al menos” y “más bien”, que parecen
dejar abierta la puerta a otras consideraciones. Pero al final esta puerta se
cierra con una explícita negación: no se trata de causalidad eficiente, sino de
causalidad ejemplar. La redención parece reducirse a la aparición del homo
verus, manifestado en la fidelidad hasta la muerte. La muerte de Cristo es
exemplum y no sacramentum (don). La redención se reduce al moralismo. Las
dificultades cristológicas notadas ya en relación con el misterio de la
encarnación y la relación con el Reino afloran aquí de nuevo. Sólo la humanidad
entra en juego, no el Hijo de Dios hecho hombre por nosotros y por nuestra
salvación. Las afirmaciones del Nuevo Testamento y de la Tradición y el
Magisterio de la Iglesia sobre la eficacia de la redención y de la salvación
operadas por Cristo no pueden reducirse al buen ejemplo que éste nos ha dado.
El misterio de la encarnación, muerte y resurrección de Jesucristo, el Hijo de
Dios hecho hombre, es la fuente única e inagotable de la redención de la
humanidad, que se hace eficaz en la Iglesia mediante los sacramentos.
Afirma el Concilio de Trento en el Decreto sobre la
justificación: “…el Padre celestial, «Padre de la misericordia y Dios de toda
consolación» (2 Cor 1,3), cuando llegó la bienaventurada «plenitud de los
tiempos» (Ef 1,10; Gál 4,4) envió a los hombres a su Hijo Cristo Jesús […],
tanto para redimir a los judíos «que estaban bajo la ley» (Gál 4,5) como para
que «las naciones que no seguían la justicia, aprehendieran la justicia» (Rom
9,30) y todos «recibieran la adopción de hijos» (Gál 4,5). A éste «propuso Dios
como propiciador por la fe en su sangre» (Rom 3,25), «por nuestros pecados, y
no sólo por los nuestros sino por los de todo el mundo» (1jn 2,2)”[28].
Se afirma en el mismo decreto que la causa meritoria de la
justificación es Jesús, Hijo unigénito de Dios, “el cual, «cuando éramos
enemigos» (Rom 5,10), «por la excesiva caridad con que nos amó» (Ef 2,4) nos
mereció la justificación con su santísima pasión en el leño de la cruz, y
satisfizo por nosotros a Dios Padre”[29].
El Concilio Vaticano II enseña: “El Hijo de Dios, en la
naturaleza humana que unió a sí, venciendo la muerte con su muerte y
resurrección, redimió al hombre y lo transformó en una criatura nueva (cf. Gál
6,15; 2Cor 5,17). A sus hermanos, convocados de entre todas las gentes, los
constituyó místicamente como su cuerpo, comunicándoles su Espíritu. La vida de
Cristo en este cuerpo se comunica a los creyentes, que se unen misteriosa y
realmente a Cristo que ha padecido y ha sido glorificado por medio de los
sacramentos”[30].
El Catecismo de la Iglesia Católica indica a su vez: “Este
designio divino de salvación por la muerte del Siervo, el Justo, había sido
anunciado previamente en las Escrituras como misterio de Redención universal,
es decir, de rescate que libera a los hombres de la esclavitud del pecado. San
Pablo confiesa, en una profesión de fe que dice haber «recibido, que Cristo
murió por nuestros pecados según las Escrituras» (1 Cor 15,3). La muerte
redentora de Jesús cumple en particular la profecía del Siervo sufriente. Jesús
mismo ha presentado el sentido de su vida y de su muerte a la luz del Siervo
sufriente”[31].
Conclusión
11. La teología nace de la obediencia al impulso de la
verdad que tiende a comunicarse y del amor que desea conocer cada vez mejor a
aquel que ama, Dios mismo, cuya bondad hemos reconocido en el acto de fe[32].
Por eso, la reflexión teológica no puede tener otra matriz que la fe de la
Iglesia. Solamente a partir de la fe eclesial, el teólogo puede adquirir, en
comunión con el Magisterio, una inteligencia más profunda de la palabra de Dios
contenida en la Escritura y transmitida por la Tradición viva de la
Iglesia[33].
La verdad revelada por Dios mismo en Jesucristo, y
transmitida por la Iglesia, constituye, pues, el principio normativo último de
la teología[34], y ninguna otra instancia puede superarla. En su referencia a
este manantial perenne, la teología es fuente de auténtica novedad y luz para
los hombres de buena voluntad. Por este motivo la investigación teológica dará
frutos tanto más abundantes y maduros, para el bien de todo el pueblo de Dios y
de toda la humanidad, cuanto más se inserte en la corriente viva que, gracias a
la acción del Espíritu Santo, procede de los apóstoles y que ha sido
enriquecida con la reflexión creyente de las generaciones que nos han
precedido. Es el Espíritu Santo quién introduce a la Iglesia en la plenitud de
la verdad[35], y sólo en la docilidad a este “don de lo alto” la teología es
realmente eclesial y está al servicio de la verdad.
El fin de la presente Notificación es, precisamente, hacer
notar a todos los fieles la fecundidad de una reflexión teológica que no teme
desarrollarse dentro del flujo vital de la Tradición eclesial.
El Sumo Pontífice Benedicto XVI, durante la Audiencia
concedida al suscrito Cardenal Prefecto el 13 de octubre de 2006, ha aprobado
la presente Notificación, decidida en la Sesión Ordinaria del Dicasterio, y ha
ordenado que sea publicada.
Dado en Roma, en la sede de la Congregación para la Doctrina
de la Fe, el 26 de noviembre de 2006, Fiesta de N. S. Jesucristo Rey del
Universo.
William Cardenal Levada
Prefecto
Angelo Amato, S.D.B.
Arzobispo titular de Sila
Secretario
[1] Cf. p. ej. infra el n. 6.
[2] Cf. Conc. Vaticano II, Decr. Optatam Totius, 16; Juan
Pablo II, Carta Enc. Fides et Ratio, 65: AAS 91 (1999), 5-88.
[3] Cf. 1Tes 1,10; Flp 2,5-11; 1Cor 12,3; Rom 1,3-4; 10,9;
Col 2,9, etc.
[4] Cf. los Concilios de Nicea, DH 125; Constantinopla, DH
150; Éfeso, DH 250-263; Calcedonia DH 301-302.
[5]Cf. DH 252-263.
[6] Cf. DH 301.
[7] Pío XII, Carta Enc. Sempiternus Rex: AAS 43 (1951), 638;
DH 3905.
[8] Conc. de Éfeso, Anathematismi Cyrilli Alex., DH 252.
[9] Ibidem,
DH 255.
[10] 1Cor
12,3; Flp 2,11.
[11] Cf.
1Cor 8,6.
[12] Cf.
Orígenes, In Mt. Hom., 14,7; Tertuliano, Adv. Marcionem, IV 8; Hilario de
Poitiers, Com. in Mt. 12,17.
[13] Juan Pablo II, Carta Enc. Redemptoris Missio, 16: AAS
83 (1991), 249-340.
[14] Ibidem, 18.
[15] Ibidem.
[16] Ibidem, 5.
[17] Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración
Dominus Iesus, 15: AAS 92 (2000), 742-765.
[18] Jn 6,46; cf. también Jn 1,18.
[19] Cf. Mt 11,25-27; Lc 10,21-22.
[20] Pío XII, Carta Enc. Mystici Corporis, 75: AAS 35 (1943)
230; DH 3812.
[21] Juan Pablo II, Carta Apost. Novo Millennio Ineunte, 26:
AAS 93 (2001), 266-309.
[22] Catecismo de la Iglesia Católica, 473.
[23] Catecismo de la Iglesia Católica, 474.
[24] Cf. p.
ej. Rom 3,25; 2Cor 5,21; 1Jn 2,2, etc.
[25] Cf. Mt
20,28.
[26] Mc
14,24; cf. Mt 26,28; Lc 22,20.
[27] Cf. Jn
13,15; 1Pe 2,21.
[28] Conc. Di Trento, Decr. De juistificatione, DH 1522.
[29]
Ibidem, DH 1529, cf. DH 1560.
[30] Conc.
Vaticano II, Const. Dogm. Lumen Gentium, 7
[31] Catecismo de la Iglesia Católica, 601.
[32] Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum
veritatis, 7: AAS 82 (1990), 1550-1570.
[33] Cf. ibidem, 6.
[34] Cf. ibidem, 10.
[35] Cf. Jn 16,13.
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