(Del libro: Ilustrísimos Señores)
Dulcísimo santo:
He vuelto a leer un libro sobre ti: San Francisco de Sales y
nuestro corazón de carne. Lo escribió, en su tiempo, Henry Bordeaux, de la
Academia de Francia.
Pero, ya antes, tú mismo habías escrito que tenías un
«corazón de carne», que se enternecía, comprendía, que tenía en cuenta la
realidad y sabía que los hombres no son espíritus puros, sino seres de carne y
hueso. Con ese corazón humano amaste los libros y el arte, escribiste con
finísima sensibilidad, animando incluso a tu amigo, el obispo Camus, a escribir
novelas. Te inclinaste hacia todos para dar a todos algo.
Ya cuando eras estudiante universitario en Padua, te habías
propuesto no evitar ni abreviar jamás ninguna conversación con nadie por
antipático y aburrido que fuera. Te habías propuesto, asimismo, «es modesto sin
insolencia, libre sin hosquedad, dulce sin afectación, complaciente sin
debilidad».
Sacerdote, misionero y obispo, entregaste tu tiempo a los
demás: niños, pobres, enfermos, pecadores, herejes, burgueses, nobles,
prelados, príncipes.Mantuviste la palabra. A tu padre, que te había elegido
como esposa a una rica y graciosa heredera, le respondiste amablemente: «Papá,
he visto a mademoiselle, pero creo que merece algo mejor que yo».
Encontraste, como todos, incomprensiones y contradicciones:
«El corazón de carne» sufría, pero seguía amando a sus contradictores. «Si una
persona me sacase por odio el ojo izquierdo—escribiste—, creo que la seguiría
mirando amablemente con el derecho. Si me sacara también éste, todavía me
quedaría el corazón para amarla».
Para muchos, esto es la cima de la perfección. Pero, para
ti, la cima es otra, pues, como escribiste, «el hombre es la perfección del
universo; el espíritu es la perfección del hombre; el amor es la perfección del
espíritu; el amor de Dios es la perfección del amor». Por eso, para ti, la
cima, la perfección y la excelencia del universo es amar a Dios.
Estás, pues, a favor del primado del amor divino. ¿Se trata
de hacer buena a la gente? Que comiencen por amar a Dios. Una vez que este amor
se haya encendido y afirmado en el corazón, todo lo demás vendrá por añadidura.
La medicina moderna dice: no se puede curar una enfermedad
local si no se intenta recuperar la salud de todo el cuerpo mediante una
higiene general y fuertes reconstituyentes, tales como la transfusión de
sangre. En esta misma línea escribiste: «El león es un animal poderoso, lleno
de recursos. Por lo mismo, puede dormir sin temor tanto en una guarida
escondida como al borde de una senda transitada por otros animales». Y
concluiste: «Sed, pues, leones espirituales. Llenaos de fuerza, de amor de
Dios, y no tendréis que temer a esos animales que son los defectos».
Este es, según tú, el método de Santa Isabel de Hungría.
Esta princesa tuvo que frecuentar, por deber de Estado, bailes y diversiones
cortesanas, pero sacó de ellas ventajas espirituales en vez de daños. ¿Por qué?
Porque «tal viento (de las tentaciones), los grandes fuegos (del amor divino)
se extienden, mientras que los pequeños se apagan».
Los novios de este mundo dicen: «contigo pan y cebolla». Más
tarde ven que el pan y la cebolla, ¡ay!, no bastan y que ya no quieren vivir
juntos, porque el corazón se ha enfriado.
Escribiste también: «En cuanto la reina de las abejas sale
al campo, todo su pequeño pueblo la rodea. Así, el amor de Dios no entra en un
corazón sin que todo el cortejo de las demás virtudes se aposente en él». Para
ti, prescribir las virtudes a un alma carente del amor de Dios es como recetar
de repente el atletismo a un organismo débil. Reforzar el organismo con el amor
de Dios significa, en cambio, preparar al campeón y lanzarlo con garantías
hacia las cotas más altas de la santidad.
Pero ¿qué amor de Dios? Hay uno hecho de suspiros, de píos
gemidos, de lánguidas miradas al cielo. Hay otro viril, franco, hermano gemelo
del que poseía Cristo cuando decía en el huerto: «Hágase tu voluntad y no la
mía». Este es el único amor de Dios que tú recomiendas.
En tu opinión, quien ama a Dios debe embarcarse en su nave,
resuelto a seguir la ruta señalada por sus mandamientos, por las directrices de
quien lo representa y por las situaciones y circunstancias de la vida que El
permite.
Una vez imaginaste que entrevistabas a Margarita cuando
estaba para embarcarse hacia el Oriente con su marido San Luis IX, rey de
Francia:
—¿A dónde va, señora?
—Adonde vaya el rey.
—Pero ¿sabe exactamente a dónde va el rey?
—Me lo ha dicho de un modo vago. Sin embargo, no me preocupa
saber a dónde va; lo único que me apremia es ir con él.
—Pero, entonces, señora, ¿no sabe de qué viaje se trata?
—No; sólo sé que voy en compañía de mi querido señor y
marido.
—Su marido va a Egipto, se detendrá en Damieta, en Acre y en
otros muchos lugares. ¿No tiene también usted, señora, la intención de ir allí?
—Realmente, no. No tengo otra intención que la de estar
junto a mi rey. Los lugares adonde vaya me tienen sin cuidado. Lo único que me
importa es que él estará allí. Más que ir a ningún sitio, yo le sigo. No quiero
el viaje, sino que me basta la presencia del rey.
Ese rey es Dios, y Margarita somos nosotros si de veras
amamos a Dios. ¡Y cuántas veces y de cuántos modos volviste sobre esta idea!
«Sentirse con Dios como un niño en los brazos de la madre; que nos lleve en el
brazo derecho o en el brazo izquierdo da lo mismo, dejémoslo a su voluntad». ¿Y
si la Virgen confiase el Niño Jesús a una monja? Te lo preguntaste una vez y
respondiste: «La monja no querría soltarlo, pero haría mal. El viejo Simeón
recibió en brazos al Niño Jesús con mucha alegría, pero con la misma alegría lo
devolvió en seguida. Así, nosotros no debemos lamentar demasiado restituir el
cargo, el puesto, el oficio, cuando caduca el plazo y nos lo reclaman».
En el castillo de Dios tratemos de aceptar cualquier puesto:
cocineros o fregones de cocina, camareros, mozos de cuadra, panaderos. Si al
Rey le place llamarnos a su Consejo privado, allí iremos, pero sin entusiasmarnos
demasiado, sabiendo que la recompensa no depende del puesto, sino de la
fidelidad con que sirvamos.
Este es tu pensamiento. A algunos les parecerá una especie
de fatalismo oriental. Pero no lo es. «La voluntad humana—escribiste—es dueña
de sus amores, como una doncella es dueña de sus enamorados, que la piden por
esposa. Eso antes de que escoja. Pero, una vez hecha la elección y convertida
en mujer casada, la situación se invierte: de dueña que era se convierte en
súbdita y queda a la merced de quien en otro tiempo fue su presa».
«También la voluntad puede elegir el amor a su gusto, pero,
una vez que se declara por uno, queda sometida a él. Con todo, en la voluntad
existe siempre una libertad que no se da en la mujer casada, pues la voluntad
puede rechazar su amor siempre que quiere», incluso el amor de Dios, eliminando
así todo fatalismo.
¡Si te oyeran los políticos! Estos miden las acciones por su
éxito. «¿Tiene éxito? Entonces, vale». Tú, en cambio, dices: «La acción,
incluso si no tiene éxito, vale con tal que esté hecha por amor de Dios. El
mérito de llevar la cruz no está en el peso de ésta, sino en el modo de
llevarla. Puede haber más mérito en llevar una pequeña cruz de paja que una
grande de hierro. El comer, el beber> el pasear> si se hacen por amor de
Dios, pueden valer más que el ayuno y los golpes de disciplina».
Pero tú fuiste aún más allá al decir que, en cierto sentido,
el amor de Dios puede incluso cambiar las cosas, haciendo buenas las acciones
de por sí indiferentes o peligrosas. Tal es el caso del juego de azar y del
baile (el de tus tiempos, naturalmente), si se hace «por distracción y no por
afición, por poco tiempo y no hasta cansarse y aturdirse, y ocasionalmente, de
modo que no se vuelva ocupación lo que debe ser diversión».
Así, pues, hay que fijarse en la calidad de las acciones, no
en su grandeza y número. ¿Has leído lo que escribió Rabelais, casi
contemporáneo tuyo, sobre las devociones que le habían enseñado al joven
Gargantúa? «Veintiséis o treinta misas oídas al día, una serie de Kyrie
eleison, que hubiera sido suficiente para dieciséis ermitaños». Si lo leíste,
diste también tu respuesta, enseñando a tus monjas: «Está bien avanzar, pero no
multiplicando las prácticas de piedad, sino perfeccionándolas. El año pasado ayunasteis
tres veces a la semana; este año queréis ayunar el doble, y aún os quedan días
en la semana. Pero ¿qué vais a hacer el año que viene? ¿Vais a ayunar nueve
días a la semana o dos veces al día? Tened cuidado. Es una locura desear morir
mártir en las Indias y, mientras tanto, descuidar los deberes cotidianos».
En otras palabras: menos devociones y más devoción. El alma
no es tanto un pozo que hay que llenar cuanto una fuente que hay que hacer
brotar.
Y no sólo el alma de las monjas. Con estos principios, la
santidad deja de ser un privilegio de los conventos y se hace poder y deber de
todos. No se torna empresa fácil (¡es la vía de la cruz!), pero sí ordinaria:
unos pocos la llevan a cabo con acciones y deseos heroicos, al modo de las
águilas, que planean en los altos cielos; la mayoría la realiza con el
cumplimiento de los deberes comunes de cada día, pero no de una manera común,
al modo de las palomas que vuelan de tejado en tejado.
¿Por qué desear el vuelo del águila, los desiertos, los
claustros severos, si no estás llamado a ello? No hagamos como las enfermas
neuróticas, que quieren cerezas en otoño y uvas en primavera. Apliquémonos a lo
que Dios nos pide según el estado en que estemos. «Señora—escribiste—, hay que
acortar un poco las oraciones, para no comprometer los quehaceres de la casa,
listáis casada; pues sed esposa totalmente, sin excesiva verecundia. No
aburráis a los vuestros quedándoos demasiado tiempo en la iglesia. Tened una
devoción tal que incluso vuestro marido pueda llegar a amarla, pero esto sólo
sucederá si siente que sois suya».
Y, para concluir, he aquí el ideal del amor de Dios vivido
en medio del mundo: que estos hombres y mujeres tengan alas para volar hacia
Dios con la oración amorosa; que tengan también pies para caminar amablemente
con los demás hombres; y que no tengan un «ceño fruncido», sino caras
sonrientes, conscientes de que se dirigen a la alegre casa del Señor.
Noviembre 1972
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