I. NATURALEZA, ORIGEN, PROGRESO DE LA LITURGIA
A) culto público
El deber fundamental
del hombre es, sin duda alguna, el de orientar hacia Dios su persona y su
propia vida. A El, en efecto, debemos principalmente unirnos como a
indefectible principio, a quien igualmente ha de dirigirse siempre nuestra
libre elección como a último fin, que por nuestra negligencia perdemos al
pecar, y que debemos reconquistar por la fe creyendo en El. Ahora bien; el
hombre se vuelve ordenadamente a Dios cuando reconoce su majestad suprema y su
magisterio sumo, cuando acepta con sumisión las verdades divinamente reveladas,
cuando observa religiosamente sus leyes, cuando hace converger hacia El toda su
actividad, cuando -para decirlo en breve- da, mediante la virtud de la
religión, el debido culto al único y verdadero Dios.
Este es un deber que obliga ante todo a cada uno en
particular; pero es también un deber colectivo de toda la comunidad humana,
ordenada con recíprocos vínculos sociales, ya que también ella depende de la
suprema autoridad de Dios.
Nótese, además, que éste es un deber particular de los
hombres en cuanto elevados por Dios al orden sobrenatural. Por ello, si
consideramos a Dios como autor de la antigua Ley, vemos que también proclama
preceptos rituales y determina cuidadosamente las normas que el pueblo debe
observar al tributarle el legítimo culto. Y así, estableció diversos
sacrificios y designó las ceremonias con que se debían ejecutar; determinó
claramente lo que se refería al Arca de la Alianza, al Templo y a los días
festivos; señaló la tribu sacerdotal y el sumo sacerdote; indicó y describió
las vestiduras que habían de usar los ministros sagrados y todo lo demás
relacionado con el culto divino.
Este culto, por lo demás, no era otra cosa sino la sombra
del que en el Nuevo Testamento había de tributar el Sumo Sacerdote al Padre
Celestial.
Efectivamente; apenas el Verbo se hizo carne se manifestó al
mundo dotado de la dignidad sacerdotal, haciendo un acto de sumisión al Eterno
Padre, que había de durar todo el tiempo de su vida: al entrar en el mundo,
dice... Heme aquí que vengo... para cumplir, ¡oh Dios!, tu voluntad!, acto que
llevó a efecto de modo admirable en el sacrificio cruento de la Cruz: Por esta
voluntad, pues, somos santificados por la oblación del Cuerpo de Jesucristo
hecha una vez sola. Toda su actividad entre los hombres no tiene otro fin.
Niño, es presentado en el Templo al Señor; adolescente, vuelve otra vez al
lugar sagrado; más tarde, acude allí frecuentemente para instruir al pueblo y
para orar. Antes de iniciar el ministerio público ayuna durante cuarenta días,
y con su consejo y su ejemplo exhorta a todos a orar día y noche. Como maestro
de verdad alumbra a todo hombre, para que los mortales reconozcan, como deben,
al Dios inmortal y no deserten para perderse, sino que sean fieles para salvar
su alma. En cuanto Pastor gobierna su grey, la conduce a los pastos de vida y
le da una ley que observar, a fin de que ninguno se separe de El y del camino
recto que El ha trazado, sino que todos vivan santamente bajo su influjo y su
acción. En la última Cena, con solemne rito y preparación, celebra la nueva
Pascua y provee a su continuación mediante la institución divina de la
Eucaristía; al día siguiente, elevado entre el cielo y la tierra, ofrece el
salvador Sacrificio de su vida, y de su pecho atravesado hace brotar en cierto
modo los Sacramentos que distribuyen a las almas los tesoros de la Redención.
Al hacerlo así, tiene como único fin la gloria del Padre y la santificación
cada vez mayor del hombre.
Luego, al entrar en la sede de la eterna felicidad, quiere
que el culto, instituido y tributado por El durante su vida terrena, continúe
sin interrupción ninguna. Porque no ha dejado huérfano al género humano, sino
que así como lo asiste siempre con su continuo y poderoso patrocinio,
haciéndose en el cielo nuestro abogado ante el Padre, así también lo ayuda
mediante su Iglesia, en la cual está indefectiblemente presente en el
transcurso de los siglos, Iglesia que El ha constituido columna de la verdad y
dispensadora de la gracia, y que con el sacrificio de la Cruz fundó, consagró y
confirmó eternamente.
La Iglesia, por
consiguiente, tiene de común con el Verbo Encarnado el fin, la obligación y la
función de enseñar a todos la verdad, regir y gobernar a los hombres, ofrecer a
Dios el Sacrificio aceptable y grato, y restablecer así entre el Creador y la
criatura aquella unión y armonía que el Apóstol de las Gentes indica claramente
con estas palabras: Así que ya no sois extraños ni advenedizos; sino
conciudadanos de los Santos y domésticos de Dios: pues estáis edificados sobre
el fundamento de los Apóstoles y Profetas, y unidos en Jesucristo, el cual es
la principal piedra angular de la nueva Jerusalén: sobre quien, trabado todo el
edificio, se alza para ser un templo santo del Señor; por él entráis también vosotros
a ser parte de la estructura de este edificio, para llegar a ser morada de
Dios, por medio del Espíritu Santo. Por eso la sociedad fundada por el Divino
Redentor no tiene otro fin, ni con su doctrina y su gobierno, ni con el
Sacrificio y los Sacramentos instituidos por El, ni finalmente con el
ministerio que le ha confiado, con sus oraciones y su sangre, sino crecer y
dilatarse cada vez más; y esto sucede cuando Cristo está como edificado y
dilatado en las almas de los mortales, y cuando, a su vez, las almas de los
mortales están como edificadas y dilatadas en Cristo, de manera que en este
destierro terrenal se amplíe el templo donde la Divina Majestad recibe el culto
grato y legítimo. Por lo tanto, en toda acción litúrgica, juntamente con la
Iglesia, está presente su Divino Fundador: Jesucristo está presente en el
augusto Sacrificio del altar, ya en la persona de su ministro, ya,
principalmente, bajo las especies eucarísticas; está presente en los
Sacramentos con la virtud que transfunde en ellos, para que sean instrumentos
eficaces de santidad; está presente, finalmente, en las alabanzas y en las
súplicas dirigidas a Dios, como está escrito: Donde dos o tres se hallan
congregados en mi nombre, allí me hallo yo en medio de ellos. La Sagrada
Liturgia es, por consiguiente, el culto público que nuestro Redentor tributa al
Padre como Cabeza de la Iglesia, y el que la sociedad de los fieles tributa a
su Fundador y, por medio de El, al Eterno Padre: es, diciéndolo brevemente, el
completo culto público del Cuerpo Místico de Jesucristo, es decir, de la Cabeza
y de sus miembros.
La acción litúrgica
tiene principio con la misma fundación de la Iglesia. En efecto, los primeros
cristianos perseveraban todos en oír las instrucciones de los Apóstoles y en la
comunicación de la fracción del pan y en la oración. Dondequiera que los
Pastores pueden reunir un núcleo de fieles, erigen un altar, sobre el que
ofrecen el Sacrificio; y en torno a él se disponen otros ritos acomodados a la
santificación de los hombres y a la glorificación de Dios. Entre estos ritos
están, en primer lugar, los Sacramentos, o sea, las siete principales fuentes
de salvación; después, la celebración de las alabanzas divinas, con las que los
fieles, reunidos también, obedecen a las exhortaciones del Apóstol: Con toda
sabiduría enseñándoos y animándoos unos a otros con salmos, con himnos y
cánticos espirituales, cantando de corazón, bajo la gracia, a Dios; después, la
lectura de la Ley, de los Profetas, del Evangelio y de las Cartas Apostólicas,
y finalmente la homilía, con la cual el Presidente de la Asamblea recuerda y
comenta útilmente los preceptos del Divino Maestro, los acontecimientos
principales de su vida, y amonesta a todos los presentes con oportunas
exhortaciones y ejemplo.
El culto se organiza y se desarrolla según las
circunstancias y las necesidades de los cristianos, se enriquece con nuevos
ritos, ceremonias y fórmulas, siempre con la misma intención: o sea, para que
por estos signos nos estimulemos..., conozcamos el progreso por nosotros
realizado y nos sintamos impulsados a aumentarlo con mayor vigor, ya que el
efecto es más digno si es más ardiente el afecto que lo precede. Así el alma se
eleva más y mejor hacia Dios; así el sacerdocio de Jesucristo se mantiene
siempre activo en la sucesión de los tiempos, ya que la Liturgia no es sino el
ejercicio de este sacerdocio. Lo mismo que su Cabeza divina, también la Iglesia
asiste continuamente a sus hijos, los ayuda y los exhorta a la santidad, para
que, adornados con esta dignidad sobrenatural, puedan un día volver al Padre
que está en los cielos. Ella regenera dando vida celestial a los nacidos a la
vida terrenal, los fortifica con el Espíritu Santo para la lucha contra el
enemigo implacable; llama a los cristianos en torno a los altares, y con
insistentes invitaciones les anima a celebrar y tomar parte en el Sacrificio
Eucarístico, y los nutre con el pan de los Angeles, para que estén cada vez más
fuertes; purifica y consuela a los que el pecado hirió y manchó; consagra con
rito legítimo a los que por divina vocación son llamados al ministerio
sacerdotal; da nuevo vigor al casto matrimonio de los destinados a fundar y
constituir la familia cristiana; y, después de haberlos confortado y restaurado
con el Viático Eucarístico y la Sagrada Unción en sus últimas horas de vida
terrenal, acompaña al sepulcro con suma piedad los despojos de sus hijos, los
sepulta religiosamente, los protege al amparo de la Cruz, para que puedan un
día resurgir triunfantes de la muerte; bendice con particular solemnidad a
cuantos dedican su vida al servicio divino, para lograr la perfección
religiosa; y extiende su mano en socorro de las almas que en las llamas del
purgatorio imploran oraciones y sufragios, para conducirlas finalmente a la
eterna y feliz bienaventuranza.
B) culto interno y externo
Todo el conjunto del culto que la Iglesia tributa a Dios
debe ser interno y externo. Es externo porque lo pide la naturaleza del hombre
compuesto de alma y de cuerpo; porque Dios ha dispuesto que conociéndole por
medio de las cosas visibles, seamos llevados al amor de las cosas invisibles;
porque todo lo que sale del alma se expresa naturalmente por los sentidos;
además, porque el culto divino pertenece, no sólo al individuo, sino también a
la colectividad humana, y, por consiguiente, es necesario que sea social, lo
cual es imposible, en el ámbito religioso, sin vínculos y manifestaciones
exteriores; y, finalmente, porque es un medio que pone particularmente de
relieve la unidad del Cuerpo Místico, acrecienta sus santos entusiasmos,
consolida sus fuerzas e intensifica su acción; aunque, en efecto, las
ceremonias no contengan en sí ninguna perfección y santidad, sin embargo, son
actos externos de religión que, como signos, estimulan el alma a la veneración
de las cosas sagradas, elevan la mente a las realidades sobrenaturales, nutren
la piedad, fomentan la caridad, acrecientan la fe, robustecen la devoción,
instruyen a los sencillos, adornan el culto de Dios, conservan la religión y
distinguen a los verdaderos cristianos de los falsos y de los heterodoxos.
Pero el elemento esencial del culto tiene que ser el
interno; efectivamente, es necesario vivir en Cristo, consagrarse completamente
a El, para que en El, con El y por El se de gloria al Padre. La Sagrada
Liturgia requiere que estos dos elementos estén íntimamente unidos; y no se
cansa de repetirlo, cada vez que prescribe un acto de culto externo. Así, por
ejemplo, a propósito del ayuno nos exhorta: Para que nuestra abstinencia obre
en lo interior lo que exteriormente profesa. De otra suerte, la religión se
convierte en un formalismo sin fundamento y sin contenido. Vosotros sabéis,
Venerables Hermanos, que el Divino Maestro estima indignos del sagrado templo y
arroja de él a quienes creen honrar a Dios sólo con el sonido de frases bien
hechas y con posturas teatrales, y están persuadidos de poder muy bien mirar
por su salvación eterna sin desarraigar del alma los vicios inveterados. La
Iglesia, por consiguiente, quiere que todos los fieles se postren a los pies
del Redentor para profesarle su amor y su veneración; quiere que las
muchedumbres, como los niños que salieron, con alegres aclamaciones, al
encuentro de Jesucristo cuando entraba en Jerusalén, ensalcen y acompañen al
Rey de los Reyes y al Sumo Autor de todo bien con el canto de gloria y de
gratitud; quiere que en sus labios haya plegarias, unas veces suplicantes,
otras de alegría y gratitud, con las cuales, como los Apóstoles junto al lago
de Tiberíades, puedan experimentar la ayuda de su misericordia y de su poder; o
como Pedro en el monte Tabor, se entreguen a sí mismos y en todas sus cosas a
Dios, en las místicas luces e inspiraciones de una feliz contemplación.
No tienen, pues,
noción exacta de la Sagrada Liturgia los que la consideran como una parte sólo
externa y sensible del culto divino o un ceremonial decorativo; ni se equivocan
menos los que la consideran como un mero conjunto de leyes y de preceptos con
que la Jerarquía Eclesiástica ordena el cumplimiento de los ritos. Quede, por
consiguiente, bien claro para todos que no se puede honrar dignamente a Dios si
el alma no se eleva a conseguir la perfección en la vida, y que el culto
tributado a Dios por la Iglesia, unida a su Cabeza divina, tiene la máxima
eficacia de santificación.
Esta eficacia, cuando se trata del Sacrificio Eucarístico y
de los Sacramentos, proviene ante todo del valor de la acción en sí misma (ex
opere operato). Pero, si se considera la actividad propia de la Esposa
inmaculada de Jesucristo, con la que ésta adorna con plegarias y sagradas
ceremonias el Sacrificio Eucarístico y los Sacramentos, o cuando se trata de
los Sacramentales y de otros ritos instituidos por la Jerarquía Eclesiástica,
entonces la eficacia se deriva más bien de la acción de la Iglesia (ex opere
operantis Ecclesiae), en cuanto es santa y obra siempre en íntima unión con su
Cabeza.
A este propósito, Venerables Hermanos, deseamos que dirijáis
vuestra atención a las nuevas teorías sobre la piedad objetiva, las cuales, con
el empeño de poner en evidencia el misterio del Cuerpo Místico, la realidad
efectiva de la gracia santificante y la acción divina de los Sacramentos y del
Sacrificio Eucarístico, tratan de menospreciar la piedad subjetiva o personal,
y aun prescindir completamente de ella.
En las celebraciones litúrgicas, y particularmente en el
augusto Sacrificio del altar, se continúa sin duda la obra de nuestra Redención
y se aplican sus frutos. Cristo obra nuestra salvación cada día en los
Sacramentos y en su Sacrificio y, por su medio, continuamente purifica y
consagra a Dios el género humano. Tienen éstos, por consiguiente, una virtud
objetiva, con la cual, de hecho, hacen partícipes a nuestras almas de la vida
divina de Jesucristo. Ellos tienen, pues, por divina virtud y no por la
nuestra, la eficacia de unir la piedad de los miembros con la piedad de la
Cabeza, y de hacerla, en cierto modo, una acción de toda la comunidad. De estos
profundos argumentos concluyen algunos que toda la piedad cristiana debe
concentrarse en el misterio del Cuerpo Místico de Cristo, sin ninguna
consideración personal y subjetiva; y creen, por esto, que se deben descuidar
las otras prácticas religiosas no estrictamente litúrgicas o ejecutadas fuera
del culto público.
Pero todos pueden observar que estas conclusiones sobre las
dos especies de piedad, aunque los principios arriba mencionados sean
magníficos, son completamente falsas, insidiosas y dañosísimas.
Es verdad que los Sacramentos y el Sacrificio del altar
gozan de una virtud intrínseca en cuanto son acciones del mismo Cristo que
comunica y difunde la gracia de la Cabeza divina en los miembros del Cuerpo
Místico; mas, para tener la debida eficacia, exigen las buenas disposiciones de
nuestra alma. Por eso, a propósito de la Eucaristía, amonesta San Pablo: Por
tanto examínese a sí mismo el hombre: y de esta suerte coma de aquel pan y beba
de aquel cáliz. Por eso la Iglesia, breve y claramente, llama a todos los
ejercicios con que nuestra alma se purifica, especialmente durante la Cuaresma,
defensas de la milicia cristiana; son, efectivamente, la acción de los miembros
que, con auxilio de la gracia, quieren adherirse a su Cabeza, para que se nos
manifieste -repetimos las palabras de San Agustín- en nuestra Cabeza la fuente
misma de la gracia. Pero conviene notar que estos miembros son vivos, dotados
de razón y voluntad propia; por eso es necesario que ellos mismos, acercando
sus labios a la fuente, tomen y asimilen el alimento vital y eliminen todo lo
que pueda impedir su eficacia. Ha de afirmarse, pues, que la obra de la
Redención, independiente por sí misma de nuestra voluntad, requiere el íntimo
esfuerzo de nuestra alma para que podamos conseguir la eterna salvación.
Si la piedad privada e interna de los individuos descuidase
el augusto Sacrificio del altar y los Sacramentos, y se sustrajese al influjo
salvador que emana de la Cabeza a los miembros, sería, sin duda alguna, cosa
reprobable y estéril; pero, cuando todos los métodos y ejercicios de piedad, no
estrictamente litúrgicos, fijan la mirada del alma en los actos humanos
únicamente para enderezarlos al Padre que está en los cielos, para estimular
saludablemente a los hombres a la penitencia y al temor de Dios, y,
arrancándolos de los atractivos del mundo y de los vicios, conducirlos
felizmente por el arduo camino a la cumbre de la santidad, entonces son no sólo
sumamente loables, sino hasta necesarios, porque descubren los peligros de la
vida espiritual, nos incitan a la adquisición de las virtudes y aumentan el
fervor con que debemos dedicarnos todos al servicio de Jesucristo. La genuina
piedad, que el Angélico llama devoción y que es el acto principal de la virtud
de la religión -con el cual los hombres se ordenan rectamente y se dirigen
convenientemente hacia Dios, y gustosa y espontáneamente se consagran a cuanto
se refiere al culto divino-, tiene necesidad de la meditación de las realidades
sobrenaturales y de las prácticas de piedad, para alimentarse, estimularse y
vigorizarse, y para animarnos a la perfección. Porque la religión cristiana,
debidamente practicada, requiere sobre todo que la voluntad se consagre a Dios
e influya en las otras facultades del alma. Pero todo acto de la voluntad
presupone el ejercicio de la inteligencia; y, antes de que se conciba el deseo
y el propósito de darse a Dios por medio del sacrificio, es absolutamente
indispensable el conocimiento de los argumentos y de los motivos que hacen
necesaria la religión: como, por ejemplo, el fin último del hombre y la
grandeza de la divina Majestad, el deber de la sujeción al Creador, los tesoros
inagotables del amor con que El quiso enriquecernos, la necesidad de la gracia
para llegar a la meta señalada, y el camino particular que la divina
Providencia nos ha preparado, uniéndonos a todos, como miembros de un Cuerpo,
con Jesucristo Cabeza. Y puesto que no siempre los motivos del amor hacen mella
en el alma agitada por las pasiones, es muy oportuno que nos impresione también
la saludable consideración de la divina justicia para reducirnos a la humildad
cristiana, a la penitencia y a la enmienda.
Todas estas consideraciones no tienen que ser una vacía y
abstracta reminiscencia, sino que deben tender efectivamente a someter nuestros
sentidos y sus facultades a la razón iluminada por la fe, a purificar el alma
que se une cada día más íntimamente a Cristo, y cada vez más se conforma a El,
y por El obtiene la inspiración y la fuerza divina de que ha menester; y a fin
de que sirvan a los hombres de estímulo, cada vez más eficaz, para el bien, la
fidelidad al propio deber, la práctica de la religión y el ferviente ejercicio
de la virtud, es necesario tener presente esta enseñanza: Vosotros sois de
Cristo, y Cristo es de Dios. Sea, pues, todo orgánico y, por decirlo así,
teocéntrico, si queremos de verdad que todo se enderece a la gloria de Dios por
la vida y la virtud que nos viene de nuestra Cabeza divina: Esto supuesto,
hermanos, teniendo la firme esperanza de entrar en el santuario [del cielo] por
la sangra de Cristo, con la cual nos abrió camino nuevo y de vida para entrar a
través del velo, esto es, por su carne, teniendo asimismo al gran sacerdote Jesucristo
constituido sobre la casa de Dios, lleguémonos con sincero corazón, con plena
fe, purificados los corazones de las inmundicias de la mala conciencia, lavados
en el cuerpo con el agua limpia del bautismo, mantengamos inconcusa la
esperanza que hemos confesado... y animémonos mutuamente para excitarnos a la
caridad y a las buenas obras.
De esto se deriva el armonioso equilibrio de los miembros
del Cuerpo Místico de Jesucristo. Con la enseñanza de la fe católica, con la
exhortación a la observancia de los preceptos cristianos, la Iglesia prepara el
camino a su acción propiamente sacerdotal y santificadora; nos dispone a una
más íntima contemplación de la vida del Divino Redentor y nos conduce a un
conocimiento más profundo de los misterios de la fe, para recabar de ellos el
alimento sobrenatural y la fuerza para un seguro progreso en la vida perfecta,
por medio de Jesucristo. No sólo por obra de sus ministros, sino también por la
de cada uno de los fieles imbuidos de este modo en el espíritu de Jesucristo,
la Iglesia se esfuerza por compenetrar con este mismo espíritu la vida y la
actividad privada, conyugal, social y aun económica y política de los hombres,
para que todos los que se llaman hijos de Dios puedan conseguir más fácilmente
su fin.
De esta suerte la
acción privada y el esfuerzo ascético dirigido a la purificación del alma
estimulan la energía de los fieles y los disponen a participar con mejores
disposiciones en el augusto Sacrificio del altar, a recibir los Sacramentos con
mayor fruto y a celebrar los sagrados ritos de manera que salgan de ellos más
animados y formados para la oración y cristiana abnegación, para corresponder
activamente a las inspiraciones y a las invitaciones de la gracia y para imitar
cada día más las virtudes del Redentor, no sólo en su propio provecho, sino
también en el de todo el cuerpo de la Iglesia, en el cual todo el bien que se
hace proviene de la virtud de la Cabeza y redunda en beneficio de los miembros.
Por eso en la vida espiritual no puede existir ninguna
oposición o repugnancia entre la acción divina, que infunde la gracia en las
almas para continuar nuestra redención, y la efectiva colaboración del hombre,
que no debe hacer vano el don de Dios; entre la eficacia del rito externo de
los Sacramentos, que proviene ex opere operato, y el mérito del que los
administra o los recibe, acto que suele llamarse opus operantis; entre las
oraciones privadas y las plegarias públicas; entre la buena conducta y la
contemplación; entre la vida ascética y la piedad litúrgica; entre el poder de
jurisdicción y de legítimo magisterio y la potestad eminentemente sacerdotal
que se ejercita en el mismo sagrado ministerio.
Por graves motivos la Iglesia prescribe a los ministros del
altar y a los religiosos que, en determinados tiempos, atiendan a la devota
meditación, al diligente examen y enmienda de la conciencia y a los demás
ejercicios espirituales, porque ellos están especialmente destinados a realizar
las funciones litúrgicas del Sacrificio y de la alabanza divina. Sin duda
alguna, la oración litúrgica, al ser oración pública de la ínclita Esposa de
Jesucristo, tiene una dignidad mayor que las oraciones privadas; pero esta
superioridad no quiere decir que entre estos dos géneros de oración haya
contraste u oposición. Los dos se funden y se armonizan, porque están animados
por un espíritu único: todo y en todos Cristo, y tienden al mismo fin: hasta
que se forme en nosotros Cristo.
C) la Liturgia, regulada
por la Jerarquía
Para mejor entender, pues, la Sagrada Liturgia, es necesario
considerar otro de sus importantes caracteres.
La Iglesia es una sociedad, y por eso exige una autoridad y
jerarquía propias. Si bien todos los miembros del Cuerpo Místico participan de
los mismos bienes y tienden a los mismos fines, no todos gozan del mismo poder
ni están capacitados para realizar las mismas acciones. De hecho, el Divino
Redentor ha establecido su reino sobre los fundamentos del Orden sagrado, que
es un reflejo de la Jerarquía celestial.
Sólo a los Apóstoles y a los que, después de ellos, han
recibido de sus sucesores la imposición de las manos, se ha conferido la
potestad sacerdotal; y en virtud de ella, así como representan ante el pueblo a
ellos confiado la persona de Jesucristo, así también representan al pueblo ante
Dios. Este sacerdocio no se transmite ni por herencia ni por descendencia
carnal, ni nace de la comunidad cristiana, ni es delegación del pueblo. Antes
de representar al pueblo ante Dios, el sacerdote tiene la representación del
Divino Redentor, y, dado que Jesucristo es la Cabeza de aquel Cuerpo del que
los cristianos son miembros, representa también a Dios ante su pueblo. Por
consiguiente, la potestad que se le ha conferido nada tiene de humano en su
naturaleza; es sobrenatural y viene de Dios: Como mi Padre me envió, así os
envío también a vosotros..., el que os escucha a vosotros, me escucha a mí...,
id por todo el mundo: predicad el evangelio a todas las criaturas; el que
creyere y se bautizare, se salvará.
Por eso el sacerdocio externo y visible de Jesucristo se
transmite en la Iglesia, no de manera universal, genérica e indeterminada, sino
que es conferido a los individuos elegidos, con la generación espiritual del
Orden, uno de los siete Sacramentos, el cual confiere, no sólo una gracia
particular, propia de este estado y oficio, sino también un carácter indeleble
que a los sagrados ministros los asemeja a Jesucristo sacerdote, haciéndolos
aptos para ejecutar aquellos legítimos actos de religión con que se santifican
los hombres y Dios es glorificado, según las exigencias de la economía
sobrenatural.
En efecto, así como el Bautismo distingue a los cristianos y
los separa de los que no han sido purificados en las aguas regeneradoras ni son
miembros de Jesucristo, así también el Sacramento del Orden distingue a los
sacerdotes de todos los demás cristianos no dotados de este carisma, porque
sólo ellos, por vocación sobrenatural, han sido introducidos en el augusto
ministerio que los destina a los sagrados altares y los constituye en
instrumentos divinos, por medio de los cuales se participa de la vida
sobrenatural con el Cuerpo Místico de Jesucristo. Además, como ya hemos dicho,
sólo ellos son los señalados con el carácter indeleble que los asemeja al sacerdocio
de Cristo, y sólo sus manos son las consagradas para que sea bendito todo lo
que ellas bendigan, y todo lo que ellas consagren sea consagrado y santificado
en nombre de Nuestro Señor Jesucristo. A los sacerdotes, pues, ha de recurrir
todo el que quiera vivir en Cristo, para de ellos recibir el consuelo y el
alimento de la vida espiritual, la medicina saludable que lo cure y lo
vigorice, y para resurgir felizmente de la perdición y de la ruina de los
vicios; de ellos finalmente, recibirá la bendición que consagra la familia, y
por ellos también el último aliento de la vida mortal será dirigido al ingreso
en la eterna bienaventuranza.
Dado, pues, que la Sagrada Liturgia es ejercida sobre todo
por los sacerdotes en nombre de la Iglesia, su organización, su reglamentación
y su forma no pueden depender sino de la Autoridad Eclesiástica. Esto no sólo
es una consecuencia de la naturaleza misma del culto cristiano, sino que está
confirmado por el testimonio de la historia.
Este inconcuso derecho de la Jerarquía Eclesiástica se
prueba también por el hecho de que la Sagrada Liturgia está íntimamente unida
con aquellos principios doctrinales que la Iglesia propone como parte
integrante de verdades certísimas, y, por consiguiente, tiene que conformarse a
los dictámenes de la fe católica, proclamados por la autoridad del Magisterio
supremo, para tutelar la integridad de la religión por Dios revelada.
A este propósito, Venerables Hermanos, juzgamos necesario
precisar bien algo que creemos no os sea desconocido: Nos referimos al error y
engaño de los que han pretendido que la Liturgia era como una comprobación del
dogma, de tal manera que si una de estas verdades hubiera producido, a través
de los ritos de la Sagrada Liturgia, frutos de piedad y de santidad, la Iglesia
hubiese tenido que aprobarla, y en el caso contrario, reprobarla. De ahí aquel
principio: La ley de la oración es ley de la fe (Lex orandi, lex credendi).
No es, sin embargo, esto lo que enseña o manda la Iglesia.
El culto que tributa a Dios es, como breve y claramente dice San Agustín, una
continua profesión de fe católica y un ejercicio de la esperanza y de la
caridad: Dios debe ser honrado con la fe, la esperanza y la caridad. En la
Sagrada Liturgia hacemos explícita y manifiesta profesión de fe católica, no
sólo con la celebración de los misterios divinos, con la consumación del
Sacrificio y la administración de los Sacramentos; sino también con el rezo y
canto del Símbolo de la fe, que es como la insignia y distintivo de los
cristianos, con la lectura de otros documentos y de las Sagradas Escrituras,
escritas por inspiración del Espíritu Santo. Luego toda la Liturgia tiene un
contenido de fe católica, en cuanto que testimonia públicamente la fe de la
Iglesia.
Por este motivo, cuando se ha tratado de definir un dogma,
los Sumos Pontífices y los Concilios, recurriendo a las llamadas Fuentes
teológicas, muchas veces han deducido también argumentos de esta sagrada
disciplina; como lo hizo, por ejemplo, Nuestro Predecesor, de i. m., Pío IX,
cuando definió la Inmaculada Concepción de la Virgen María. De la misma manera
también la Iglesia y los Santos Padres, cuando se discutía sobre una verdad
controvertida o puesta en duda, nunca dejaron de pedir luz a los ritos
venerables transmitidos por la antigüedad. De ahí el conocido y venerable
adagio: "La ley de la oración determine la ley de la fe" (Legem
credendi lex statuat supplicandi). La Liturgia, por consiguiente, no determina
ni constituye, en sentido absoluto y por virtud propia, la fe católica; sino
más bien, siendo como es una profesión de las verdades divinas, profesión
sujeta al Supremo Magisterio de la Iglesia, puede proporcionar argumentos y
testimonios de no escaso valor para aclarar un punto determinado de la doctrina
cristiana. Por lo tanto, si queremos distinguir y determinar de manera general
y absoluta las relaciones que existen entre fe y Liturgia, se puede con razón
afirmar que la ley de la fe debe establecer la ley de la oración. Lo mismo hay
que decir también cuando se trata de las otras virtudes teologales: En la...
fe, en la esperanza y en la caridad oramos siempre con deseo continuo.
D) progreso y desarrollo
La Jerarquía Eclesiástica ha ejercitado siempre este su
derecho en materia litúrgica, instruyendo y ordenando el culto divino y
enriqueciéndolo con esplendor y decoro cada vez mayor para gloria de Dios y
bien de los hombres. Tampoco ha vacilado, por otra parte -dejando a salvo la
substancia del Sacrificio Eucarístico y de los Sacramentos- en cambiar lo que
no estaba en consonancia y añadir lo que parecía contribuir más al honor de
Jesucristo y de la augusta Trinidad y a la instrucción y saludable estímulo del
pueblo cristiano.
Efectivamente, la Sagrada Liturgia consta de elementos
humanos y divinos: mas éstos no pueden ser alterados por los hombres, ya que
han sido instituidos por el Divino Redentor; aquéllos, en cambio, con
aprobación de la Jerarquía Eclesiástica asistida por el Espíritu Santo, pueden
experimentar modificaciones diversas, según lo exijan los tiempos, las cosas y
las almas. De aquí procede la magnífica diversidad de los ritos orientales y
occidentales; de aquí el progresivo desarrollo de particulares costumbres
religiosas y de prácticas de piedad, de las que había tan sólo ligeros indicios
en tiempos precedentes; débese a esto el que a veces se vuelvan a emplear y
renovar usos piadosos que el tiempo había borrado. Todo esto atestigua la vida
de la inmaculada Esposa de Jesucristo durante tantos siglos; esto expresa el
sacro lenguaje empleado por ella para manifestar a su divino Esposo su fe y su
amor inagotables y los de las personas a ella confiadas; esto demuestra su
sabia pedagogía para estimular y acrecentar en los creyentes el sentido de
Cristo.
En realidad no son pocas las causas por las cuales se
desarrolla y desenvuelve el progreso de la Sagrada Liturgia durante la larga y
gloriosa historia de la Iglesia.
Así, por ejemplo, una
formulación más segura y más amplia de la doctrina católica sobre la
Encarnación del Verbo de Dios, sobre el Sacramento y el Sacrificio Eucarístico,
sobre la Virgen María Madre de Dios, ha contribuido a la adopción de nuevos
ritos por medio de los cuales aquella luz, que había brillado con más esplendor
en la declaración del Magisterio Eclesiástico, se refleja mejor y con más
claridad en las acciones litúrgicas, para llegar con mayor facilidad a la mente
y al corazón del pueblo cristiano.
El desarrollo ulterior de la disciplina eclesiástica en lo
que toca a la administración de los Sacramentos, por ejemplo, de la Penitencia;
la institución, y más tarde la desaparición del catecumenado; la Comunión
Eucarística bajo una sola especie en la Iglesia Latina, han contribuido no poco
a la modificación de los ritos antiguos y a la gradual adopción de otros nuevos
y más adecuados a las nuevas disposiciones de la disciplina.
A esta evolución y a estos cambios han contribuido
notablemente las iniciativas y las prácticas de piedad no íntimamente unidas a
la Sagrada Liturgia, nacidas en épocas sucesivas por disposición admirable del
Señor y tan difundidas entre el pueblo, como, por ejemplo, el culto más extenso
y fervoroso de la divina Eucaristía, de la pasión acerbísima de nuestro
Redentor, del Sacratísimo Corazón de Jesús, de la Virgen Madre de Dios y de su
castísimo Esposo.
Entre las circunstancias exteriores contribuyeron también
las públicas peregrinaciones de devoción a los sepulcros de los mártires, la
observancia de especiales ayunos instituidos con el mismo fin, las procesiones
estacionales de penitencia que en esta alma Ciudad se tenían, y en las cuales
intervenía no pocas veces el Sumo Pontífice.
Se comprende también fácilmente de qué manera el progreso de
las bellas artes, en especial de la arquitectura, la pintura y la música, haya
influido en la determinación y la diversa conformación de los elementos
exteriores de la Sagrada Liturgia.
La Iglesia se sirvió de su derecho para tutelar la santidad
del culto contra los abusos que temeraria e imprudentemente iban introduciendo
personas privadas e iglesias particulares. Así sucedió durante el siglo XVI, en
el que, multiplicándose tales costumbres y usanzas, y poniendo las iniciativas
privadas en peligro la integridad de la fe y de la piedad con grande ventaja de
los herejes y de sus errores, Nuestro Predecesor, de i. m., Sixto V, para
proteger los ritos legítimos de la Iglesia e impedir infiltraciones espúreas,
estableció en 1588 la Congregación de Ritos, a la que hasta hoy corresponde
ordenar y determinar con cuidado y vigilancia todo lo que atañe a la Sagrada
Liturgia.
E) no al arbitrio de cada uno
Por eso el Sumo Pontífice es el único que tiene derecho a
reconocer y establecer cualquier costumbre cuando se trata del culto, a
introducir y aprobar nuevos ritos y a cambiar los que estime deben ser
cambiados; los Obispos, por su parte, tienen el derecho y el deber de vigilar
con diligencia, a fin de que las prescripciones de los sagrados cánones
referentes al culto divino sean observadas con exactitud. No es posible dejar
al arbitrio de cada uno, aunque se trate de miembros del Clero, las cosas
santas y venerables relacionadas con la vida religiosa de la comunidad
cristiana, con el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo y el culto divino, con
el honor debido a la Trinidad Santísima, al Verbo Encarnado, a su augusta Madre
y a los demás santos, y con la salvación de los hombres; por la misma causa a
nadie se le permite regular en esta materia aquellas acciones externas,
íntimamente ligadas con la disciplina eclesiástica, con el orden, la unidad y
la concordia del Cuerpo Místico, y no pocas veces con la integridad misma de la
fe católica.
La Iglesia, en realidad, es un organismo vivo, y por eso
crece, se desarrolla y evoluciona también en lo que toca a la Sagrada Liturgia,
adaptándose a las circunstancias y a las exigencias que se presentan en el
transcurso del tiempo y acomodándose a ellas; pero, a pesar de ello, hay que
reprobar severamente la temeraria osadía de quienes introducen
intencionadamente nuevas costumbres litúrgicas o hacen renacer ritos ya
desusados y que no están de acuerdo con las leyes y rúbricas vigentes. No sin
gran dolor venimos a saber, Venerables Hermanos, que así sucede en cosas, no
sólo de poca, sino también de gravísima importancia; efectivamente, no falta
quien use la lengua vulgar en la celebración del Sacrificio Eucarístico, quien
traslade fiestas -fijadas ya por estimables razones- a una fecha diversa, quien
excluya de los libros aprobados para las oraciones públicas las Sagradas
Escrituras del Antiguo Testamento, teniéndolas por poco apropiadas y oportunas
para nuestros días.
El empleo de la lengua latina, vigente en una gran parte de
la Iglesia, es un claro y hermoso signo de la unidad y un antídoto eficaz
contra toda corrupción de la pura doctrina. Esto no impide que el empleo de la
lengua vulgar, en muchos ritos, efectivamente, pueda ser muy útil para el
pueblo; pero la Sede Apostólica es la única que tiene facultad para
autorizarlo, y por eso nada se puede hacer en este punto sin contar con su
juicio y aprobación, porque, como dejamos dicho, es de su exclusiva competencia
la ordenación de la Sagrada Liturgia.
Con la misma medida deben ser juzgados los conatos de
algunos que tratan de resucitar ciertos antiguos ritos y ceremonias. La
Liturgia de los tiempos pasados merece ser venerada sin duda ninguna; pero una
costumbre antigua no es ya solamente por su antigüedad lo mejor, tanto en sí
misma cuando en relación con los tiempos sucesivos y las condiciones nuevas.
También son dignos de estima y respeto los ritos litúrgicos más recientes,
porque han surgido bajo el influjo del Espíritu Santo que está con la Iglesia
siempre, hasta la consumación de los siglos, y son medios de los que la ínclita
Esposa de Jesucristo se sirve para estimular y procurar la santidad de los
hombres.
Es, en verdad, cosa prudente y digna de toda loa el volver
de nuevo con la inteligencia y el espíritu a las fuentes de la Sagrada
Liturgia, porque su estudio, remontándose a los orígenes, contribuye mucho a
comprender el significado de las fiestas y a penetrar con mayor profundidad y
exactitud en el sentido de las ceremonias; pero, ciertamente, no es prudente y
loable el reducirlo todo, y ello sea como sea, a lo antiguo. Así, por ejemplo,
se sale del recto camino quien desea devolver al altar su forma antigua de
mesa; quien desea excluir de los ornamentos litúrgicos el color negro; quien
quiere eliminar de los templos las imágenes y estatuas sagradas; quien quiere
hacer desaparecer en las imágenes del Redentor Crucificado los dolores
acerbísimos que El ha sufrido; quien repudia y reprueba el canto polifónico,
aunque esté conforme con las normas promulgadas por la Santa Sede.
Así como ningún católico sensato puede rechazar las fórmulas
de la doctrina cristiana compuestas y decretadas con grande utilidad por la
Iglesia, inspirada y asistida por el Espíritu Santo, en épocas recientes, para
volver a las fórmulas de los antiguos concilios, ni puede repudiar las leyes
vigentes para retornar a las prescripciones de las antiguas fuentes del Derecho
Canónico; así, cuando se trata de la Sagrada Liturgia, no resultaría animado de
un celo recto e inteligente quien deseara volver a los antiguos ritos y usos,
repudiando las nuevas normas introducidas por disposición de la divina
Providencia y por la modificación de las circunstancias. Tal manera de pensar y
de obrar hace revivir, efectivamente, el excesivo e insano arqueologismo
despertado por el ilegítimo concilio de Pistoya, y se esfuerza por resucitar
los múltiples errores que un día provocaron aquel conciliábulo, y los que de él
se siguieron, con gran daño de las almas, y que la Iglesia, guardiana vigilante
del depósito de la fe que le ha sido confiado por su Divino Fundador,
justamente condenó. En efecto; deplorables propósitos e iniciativas tienden a
paralizar la acción santificadora con la cual la Sagrada Liturgia dirige al
Padre saludablemente sus hijos de adopción.
Por eso, hágase todo dentro de la necesaria unión con la
Jerarquía Eclesiástica. No se arrogue ninguno el derecho a ser ley para sí y a
imponerla a los otros por su voluntad. Tan sólo el Sumo Pontífice, como sucesor
de Pedro, a quien el Divino Redentor confió su rebaño universal, y los Obispos,
a quienes bajo la obediencia a la Sede Apostólica el Espíritu Santo... ha
instituido... para apacentar la Iglesia de Dios, tienen el derecho y el deber
de gobernar al pueblo cristiano. Por eso, Venerables Hermanos, siempre que
defendéis vuestra autoridad -a veces con severidad saludable- no sólo cumplís
con vuestro deber, sino que cumplís la voluntad del mismo Fundador de la
Iglesia.
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