EXHORTACIÓN
APOSTÓLICA
GAUDETE IN DOMINO
DE SU SANTIDAD
PABLO VI
SOBRE LA ALEGRÍA
CRISTIANA
Venerables hermanos y amados hijos:
Salud y bendición apostólica
1. Alegraos siempre en el Señor, porque El está cerca de
cuantos lo invocan de veras (cf. Flp 4,4; Sal 145,18).
2. En diversas ocasiones a lo largo de este Año Santo, hemos
exhortado al Pueblo de Dios a corresponder con gozosa solicitud a la gracia del
Jubileo. Nuestra invitación es esencialmente, como bien sabéis, una llamada a
la renovación interior y a la reconciliación en Cristo. Se trata de la
salvación de los hombres y de su felicidad en todo su pleno sentido. En el
momento en que los cristianos se disponen a celebrar, en el mundo entero, la
venida del Espíritu Santo, os invitamos a pedirle el don de la alegría.
3. Ciertamente el ministerio de la reconciliación se ejerce,
incluso para Nos mismo, en medio de frecuentes contradicciones y
dificultades[1], pero él está alimentado y va acompañado por la alegría del
Espíritu Santo. De la misma manera podemos justamente apropiarnos, aplicándola
a toda la Iglesia, la confidencia hecha por el apóstol san Pablo a su comunidad
de Corinto: «ya antes os he dicho cuán dentro de nuestro corazón estáis para
vida y para muerte. Tengo mucha confianza en vosotros... estoy lleno de
consuelo, reboso de gozo en todas nuestras tribulaciones» (2Cor 7,3-4). Sí,
constituye también para Nos una exigencia de amor invitaros a participar en
esta alegría sobreabundante que es un don del Espíritu Santo (cf. Gál 5,22).
4. Nos hemos sentido una apremiante y feliz necesidad
interior de dirigiros durante este Año de gracia, y más concretamente con
ocasión de la solemnidad de Pentecostés, una Exhortación apostólica cuyo tema
fuera precisamente la alegría cristiana, la alegría en el Espíritu Santo. Es
una especie de himno a la alegría divina el que Nos querríamos entonar, para
que encuentre eco en el mundo entero y ante todo en la Iglesia: que la alegría
se difunda en los corazones juntamente con el amor del que ella brota, por
medio del Espíritu Santo que se nos ha dado (cf. Rom 5,5). Deseamos asimismo
que vuestra voz se una a la nuestra para consuelo espiritual de la Iglesia de
Dios y de todos los hombres que quieran prestar atención, en lo íntimo de sus
corazones, a esta celebración.
I. NECESIDAD DE LA ALEGRÍA EN TODOS LOS HOMBRES
5. No se podría exaltar de manera conveniente la alegría
cristiana permaneciendo insensible al testimonio exterior e interior que Dios
Creador da de sí mismo en el seno de la creación: «Y Dios vio que era bueno»
(Gén 1,10.12.18.21.25.31). Poniendo al hombre en medio del universo, que es
obra de su poder, de su sabiduría, de su amor, Dios dispone la inteligencia y
el corazón de su criatura —aun antes de manifestarse personalmente mediante la
revelación— al encuentro de la alegría y a la vez de la verdad. Hay que estar,
pues, atento a la llamada que brota del corazón humano, desde la infancia hasta
la ancianidad, como un presentimiento del misterio divino.
6. Al dirigir la mirada sobre el mundo ¿no experimenta el
hombre un deseo natural de comprenderlo y dominarlo con su inteligencia, a la
vez que aspira a lograr su realización y felicidad? Como es sabido, existen
diversos grados en esta «felicidad». Su expresión más noble es la alegría o
«felicidad» en sentido estricto, cuando el hombre, a nivel de sus facultades
superiores, encuentra su satisfacción en la posesión de un bien conocido y
amado[2]. De esta manera el hombre experimenta la alegría cuando se halla en
armonía con la naturaleza y sobre todo la experimenta en el encuentro, la
participación y la comunión con los demás. Con mayor razón conoce la alegría y
felicidad espirituales cuando su espíritu entra en posesión de Dios, conocido y
amado como bien supremo e inmutable[3]. Poetas, artistas, pensadores, hombres y
mujeres simplemente disponibles a una cierta luz interior, pudieron, antes de
la venida de Cristo, y pueden en nuestros días, experimentar de alguna manera
la alegría de Dios.
7. Pero ¿cómo no ver a la vez que la alegría es siempre
imperfecta, frágil, quebradiza? Por una extraña paradoja, la misma conciencia
de lo que constituye, más allá de todos los placeres transitorios, la verdadera
felicidad, incluye también la certeza de que no hay dicha perfecta. La
experiencia de la finitud, que cada generación vive por su cuenta, obliga a
constatar y a sondear la distancia inmensa que separa la realidad del deseo de
infinito.
8. Esta paradoja y esta dificultad de alcanzar la alegría
parecen a Nos especialmente agudas en nuestros días. Y ésta es la razón de
nuestro mensaje. La sociedad tecnológica ha logrado multiplicar las ocasiones
de placer, pero encuentra muy difícil engendrar la alegría. Porque la alegría
tienen otro origen. Es espiritual. El dinero, el confort, la higiene, la
seguridad material no faltan con frecuencia; sin embargo, el tedio, la
aflicción, la tristeza forman parte, por desgracia, de la vida de muchos. Esto
llega a veces hasta la angustia y la desesperación que ni la aparente
despreocupación ni el frenesí del gozo presente o los paraísos artificiales logran
evitar. ¿Será que nos sentimos impotentes para dominar el progreso industrial y
planificar la sociedad de una manera humana? ¿Será que el porvenir aparece
demasiado incierto y la vida humana demasiado amenazada? ¿O no se trata más
bien de soledad, de sed de amor y de compañía no satisfecha, de un vacío mal
definido?. Por el contrario, en muchas regiones, y a veces bien cerca de
nosotros, el cúmulo de sufrimientos físicos y morales se hace oprimente:
¡tantos hambrientos, tantas víctimas de combates estériles, tantos desplazados!
Estas miserias no son quizá más graves que las del pasado, pero toman una
dimensión planetaria; son mejor conocidas, al ser difundidas por los medios de
comunicación social, al menos tanto cuanto las experiencias de felicidad; ellas
abruman las conciencias, sin que con frecuencia pueda verse una solución humana
adecuada.
9. Sin embargo, esta situación no debería impedirnos hablar
de la alegría, esperar la alegría. Es precisamente en medio de sus dificultades
cuando nuestros contemporáneos tienen necesidad de conocer la alegría, de
escuchar su canto. Nos compartimos profundamente la pena de aquellos sobre
quienes la miseria y los sufrimientos de toda clase arrojan un velo de
tristeza. Nos pensamos de modo especial en aquellos que se encuentran sin
recursos, sin ayuda, sin amistad, que ven sus esperanzas humanas desvanecidas.
Ellos están presentes más que nunca en nuestras oraciones y en nuestro afecto.
10. Nos no queremos abrumar a nadie. Antes al contrario,
buscamos los remedios que sean capaces de aportar luz. A nuestro parecer tales
remedios son de tres clases.
11. Los hombres evidentemente deberán unir sus esfuerzos
para procurar al menos un mínimo de alivio, de bienestar, de seguridad, de
justicia, necesarios para la felicidad de las numerosas poblaciones que carecen
de ella. Tal acción solidaria es ya obra de Dios; y corresponde al mandamiento
de Cristo. Ella procura la paz, restituye la esperanza, fortalece la comunión,
dispone a la alegría para quien da y para quien recibe, porque hay más gozo en
dar que en recibir (cf Hech 20,35). ¡Cuántas veces os hemos invitado, hermanos
e hijos amadísimos, a preparar con ardor una tierra más habitable y más
fraternal; a realizar sin tardanza la justicia y la caridad para un desarrollo integral
de todos! La Constitución conciliar Gaudium et spes, y otros numerosos
documentos pontificios han insistido con razón sobre este punto. Aun cuando no
es éste el tema que Nos abordamos en el presente documento, no puede olvidarse
el deber primordial de amar al prójimo, sin el cual sería poco oportuno hablar
de alegría.
12. Sería también necesario un esfuerzo paciente para
aprender a gustar simplemente las múltiples alegrías humanas que el Creador
pone en nuestro camino: la alegría exultante de la existencia y de la vida; la
alegría del amor honesto y santificado; la alegría tranquilizadora de la
naturaleza y del silencio; la alegría a veces austera del trabajo esmerado; la
alegría y satisfacción del deber cumplido; la alegría transparente de la pureza,
del servicio, del saber compartir; la alegría exigente del sacrificio. El
cristiano podrá purificarlas, completarlas, sublimarlas: no puede
despreciarlas. La alegría cristiana supone un hombre capaz de alegrías
naturales. Frecuentemente, ha sido a partir de éstas como Cristo ha anunciado
el Reino de los cielos.
13. Pero el tema de la presente Exhortación se sitúa más
allá. Porque el problema nos parece de orden espiritual sobre todo. Es el
hombre, en su alma, el que se encuentra sin recursos para asumir los
sufrimientos y las miserias de nuestro tiempo. Estas le abruman; tanto más
cuanto que a veces no acierta a comprender el sentido de la vida; que no está
seguro de sí mismo, de su vocación y destino trascendentes. El ha desacralizado
el universo y, ahora, la humanidad; ha cortado a veces el lazo vital que lo
unía a Dios. El valor de las cosas, la esperanza, no están suficientemente
asegurados. Dios le parece abstracto, inútil: sin que lo sepa expresar, le pesa
el silencio de Dios. Sí, el frío y las tinieblas están en primer lugar en el
corazón del hombre que siente la tristeza.
14. Se puede hablar aquí de la tristeza de los no creyentes,
cuando el espíritu humano, creado a imagen y semejanza de Dios, y por tanto
orientado instintivamente hacia él como hacia su Bien supremo y único, queda
sin conocerlo claramente, sin amarlo, y por tanto sin experimentar la alegría
que aporta el conocimiento, aunque sea imperfecto, de Dios y sin la certeza de
tener con El un vínculo que ni la misma muerte puede romper. ¿Quién no recuerda
las palabras de san Agustín: «Nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón
está inquieto hasta que repose en Ti?»?[4]
15. El hombre puede verdaderamente entrar en la alegría
acercándose a Dios y apartándose del pecado. Sin duda alguna «la carne y la
sangre» son incapaces de conseguirlo (cf Mt 16, 17). Pero la Revelación puede
abrir esta perspectiva y la gracia puede operar esta conversión. Nuestra
intención es precisamente invitaros a las fuentes de la alegría cristiana.
¿Cómo podríamos hacerlo sin ponernos nosotros mismos frente al designio de Dios
y a la escucha de la Buena Nueva de su Amor?.
II. ANUNCIO DE LA ALEGRÍA CRISTIANA EN EL ANTIGUO TESTAMENTO
16. La alegría cristiana es por esencia una participación
espiritual de la alegría insondable, a la vez divina y humana, del Corazón de
Jesucristo glorificado. Tan pronto como Dios Padre empieza a manifestar en la
historia el designio amoroso que El había formado en Jesucristo, para
realizarlo en la plenitud de los tiempos (cf. Ef 1,9-10), esta alegría se
anuncia misteriosamente en medio al Pueblo de Dios, aunque su identidad no es
todavía desvelada.
17 Así Abrahán, nuestro Padres, elegido con miras al cumplimiento
futuro de la Promesa, y esperando contra toda esperanza, recibe, en el
nacimiento de su hijo Isaac, las primicias proféticas de esta alegría (cf. Gén
21,1-7); Rom 4,18). Tal alegría se encuentra como transfigurada a través de una
prueba de muerte, cuando su hijo único le es devuelto vivo, prefiguración de la
resurrección de Aquel que ha de venir: el Hijo único de Dios, prometido para un
sacrificio redentor. Abrahán exultó ante el pensamiento de ver el Día de
Cristo, el Día de la salvación: él «lo vio y se alegró» (Jn 8,56).
18. La alegría de la salvación se amplía y se comunica luego
a lo largo de la historia profética del antiguo Israel. Ella se mantiene y
renace indefectiblemente a través de pruebas trágicas debidas a las
infidelidades culpables del pueblo elegido y a las persecuciones exteriores que
buscaban separarlo de su Dios. Esta alegría siempre amenazada y renaciente, es
propia del pueblo nacido de Abrahán.
Se trata siempre de un experiencia exultante de liberación y
restauración —al menos anunciadas— que tienen su origen en el amor
misericordioso de Dios para con su pueblo elegido, en cuyo favor El cumple, por
pura gracia y poder milagrosos, las promesas de la Alianza. Tal es la alegría
de la Promesa mosaica, la cual es como figura de la liberación escatológica que
sería realizada por Jesucristo en el contexto pascual de la nueva y eterna
Alianza. Se trata también de la alegría actual, cantada tantas veces en los
salmos: la de vivir con Dios y para Dios. Se trata finalmente y sobre todo, de
la alegría gloriosa y sobrenatural, profetizada en favor de la nueva Jerusalén,
rescatada del destierro y amada místicamente por Dios.
20. El sentido último de este desbordamiento inusitado del
amor redentor no aparecerá sino en la hora de la nueva Pascua y del nuevo
éxodo. Entonces el Pueblo de Dios será conducido, por medio de la muerte y
resurrección de su Siervo doliente, de este mundo al Padre; de la Jerusalén
figurativa de aquí abajo a la Jerusalén de lo alto: «Cuando tú estés
abandonada, dolida y descuidada, yo te haré objeto de orgullo perennemente y
motivo de alegría de edad en edad... Como un joven toma por esposa a una
virgen, así tu autor te desposará, y como un marido se alegra de su esposa, tu
Dios se alegrará de ti» (Is 60,15; 62,5; cf. Gál 3,27; Ap 21,1-4)).
III. LA ALEGRÍA EN EL NUEVO TESTAMENTO
21. Estas maravillosas promesas han sostenido, a lo largo de
los siglos y en medio de las más terribles pruebas, la esperanza mística del
antiguo Israel. Este a su vez las ha transmitido a la Iglesia de Cristo; de
manera que le somos deudores de algunos de los más puros acentos de nuestro
canto de alegría. Y sin embargo, a la luz de la fe y de la experiencia
cristiana del Espíritu, esta paz que es un don de Dios y que va en constante
aumento como un torrente arrollador, hasta tanto que llega el tiempo de la
«consolación» (cf. Is 40,1; 66,13), está vinculada a la venida y a la presencia
de Cristo.
22. Nadie queda excluido de la alegría reportada por el
Señor. El gran gozo anunciado por el ángel, la noche de Navidad, lo será de
verdad para todo el pueblo (cf. Lc 8,10), tanto para el de Israel que esperaba
con ansia un Salvador, como para el pueblo innumerable de todos aquellos que,
en el correr de los tiempos, acogerán su mensaje y se esforzarán por vivirlo.
Fue la Virgen María la primera en recibir el anuncio del ángel Gabriel y su
Magnificat era ya el himno de exultación de todos los humildes. Los misterios
gozosos nos sitúan así, cada vez que recitamos el Rosario, ante el
acontecimiento inefable, centro y culmen de la historia: la venida a la tierra
del Emmanuel, Dios con nosotros. Juan Bautista, cuya misión es la de mostrarlo
a Israel, había saltado de gozo en su presencia, cuando aún estaba en el seno
de su madre (cf. Lc 1,44). Cuando Jesús da comienzo a su ministerio, Juan «se
llena de alegría por la voz del Esposo» (Jn 3,29).
23. Hagamos ahora un alto para contemplar la persona de
Jesús, en el curso de su vida terrena. El ha experimentado en su humanidad
todas nuestras alegrías. El, palpablemente, ha conocido, apreciado, ensalzado
toda una gama de alegrías humanas, de esas alegrías sencillas y cotidianas que
están al alcance de todos. La profundidad de su vida interior no ha desvirtuado
la claridad de su mirada, ni su sensibilidad. Admira los pajarillos del cielo y
los lirios del campo. Su mirada abarca en un instante cuanto se ofrecía a la
mirada de Dios sobre la creación en el alba de la historia. El exalta de buena
gana la alegría del sembrador y del segador; la del hombre que halla un tesoro
escondido; la del pastor que encuentra la oveja perdida o de la mujer que halla
la dracma; la alegría de los invitados al banquete, la alegría de las bodas; la
alegría del padre cuando recibe a su hijo, al retorno de una vida de pródigo;
la de la mujer que acaba de dar a luz un niño. Estas alegrías humanas tienen
para Jesús tanta mayor consistencia en cuanto son para él signos de las
alegrías espirituales del Reino de Dios: alegría de los hombres que entran en
este Reino, vuelven a él o trabajan en él, alegría del Padre que los recibe.
Por su parte, el mismo Jesús manifiesta su satisfacción y su ternura, cuando se
encuentra con los niños deseosos de acercarse a él, con el joven rico, fiel y
con ganas de ser perfecto; con amigos que le abren las puertas de su casa como
Marta, María y Lázaro.
Su felicidad mayor es ver la acogida que se da a la Palabra,
la liberación de los posesos, la conversión de una mujer pecadora y de un
publicano como Zaqueo, la generosidad de la viuda. El mismo se siente inundado
por una gran alegría cuando comprueba que los más pequeños tienen acceso a la
revelación del Reino, cosa que queda escondida a los sabios y prudentes (Lc
10,21). Sí, «habiendo Cristo compartido en todo nuestra condición humana, menos
en el pecado» [5], él ha aceptado y gustado las alegrías afectivas y
espirituales, como un don de Dios. Y no se concedió tregua alguna hasta que no
«hubo anunciado la salvación a los pobres, a los afligidos el consuelo» (cf. Lc
14,18). El evangelio de Lucas abunda de manera particular en esta semilla de
alegría. Los milagros de Jesús, las palabras del perdón son otras tantas
muestras de la bondad divina: la gente se alegraba por tantos portentos como
hacía (cf. Lc 13,17) y daba gloria a Dios. Para el cristiano, como para Jesús,
se trata de vivir las alegrías humanas, que el Creador le regala, en acción de
gracias al Padre.
24. Aquí nos interesa destacar el secreto de la insondable
alegría que Jesús lleva dentro de sí y que le es propia. Es sobre todo el
evangelio de san Juan el que nos descorre el velo, descubriéndonos las palabras
íntimas del Hijo de Dios hecho hombre. Si Jesús irradia esa paz, esa seguridad,
esa alegría, esa disponibilidad, se debe al amor inefable con que se sabe amado
por su Padre. Después de su bautismo a orillas del Jordán, este amor, presente
desde el primer instante de su Encarnación, se hace manifiesto: «Tu eres mi
hijo amado, mi predilecto» (Lc 3,22). Esta certeza es inseparable de la
conciencia de Jesús. Es una presencia que nunca lo abandona (cf. Jn 16,32). Es
un conocimiento íntimo el que lo colma: «El Padre me conoce y yo conozco al
Padre» (Jn 10,15). Es un intercambio incesante y total: «Todo lo que es mío es
tuyo, y todo lo que es tuyo es mío» (Jn 17,19). El Padre ha dado al Hijo el
poder de juzgar y de disponer de la vida. Entre ellos se da una inhabitación
recíproca: «Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí» (Jn 14,10). En
correspondencia, el Hijo tiene para con el Padre un amor sin medida: «Yo amo al
Padre y procedo conforme al mandato del Padre» (Jn 14,31). Hace siempre lo que
place al Padre, es ésta su «comida» (cf. Jn 8,29; 4,34). Su disponibilidad
llega hasta la donación de su vida humana, su confianza hasta la certeza de
recobrarla: «Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida, para recobrarla
de nuevo» (Jn 10,17). En este sentido, él se alegra de ir al padre. No se
trata, para Jesús, de una toma de conciencia efímera: es la resonancia, en su
conciencia de hombre, del amor que él conoce desde siempre, en cuanto Dios, en
el seno de Padre: «Tú me has amado antes de la creación del mundo» (Jn 17,24).
Existe una relación incomunicable de amor, que se confunde con su existencia de
Hijo y que constituye el secreto de la vida trinitaria: el Padre aparece en
ella como el que se da al Hijo, sin reservas y sin intermitencias, en un
palpitar de generosidad gozosa, y el Hijo, como el que se da de la misma manera
al Padre con un impulso de gozosa gratitud, en el Espíritu Santo.
25. De ahí que los discípulos y todos cuantos creen en
Cristo, estén llamados a participar de esta alegría. Jesús quiere que sientan
dentro de sí su misma alegría en plenitud: «Yo les he revelado tu nombre, para
que el amor con que tú me has amado esté en ellos y también yo esté en ellos»
(Jn 17,26).
26. Esta alegría de estar dentro del amor de Dios comienza
ya aquí abajo. Es la alegría del Reino de Dios. Pero es una alegría concedida a
lo largo de un camino escarpado, que requiere una confianza total en el Padre y
en el Hijo, y dar una preferencia a las cosas del Reino. El mensaje de Jesús
promete ante todo la alegría, esa alegría exigente; ¿no se abre con las
bienaventuranzas? «Dichosos vosotros los pobres, porque el Reino de los cielos
es vuestro. Dichosos vosotros lo que ahora pasáis hambre, porque quedaréis
saciados. Dichosos vosotros, los que ahora lloráis, porque reiréis» (Lc
6,20-21).
27. Misteriosamente, Cristo mismo, para desarraigar del
corazón del hombre el pecado de suficiencia y manifestar al Padre una
obediencia filial y completa, acepta morir a manos de los impíos (cf. Hech
2,23), morir sobre una cruz. Pero el Padre no permitió que la muerte lo
retuviese en su poder. La resurrección de Jesús es el sello puesto por el Padre
sobre el valor del sacrificio de su Hijo; es la prueba de la fidelidad del
Padre, según el deseo formulado por Jesús antes de entrar en su pasión: «Padre,
glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique» (Jn 17,1). Desde entonces
Jesús vive para siempre en la Gloria del Padre, y por esto mismo los discípulos
se sintieron arrebatados por una alegría imperecedera al ver al Señor, el día
de Pascua.
28. Sucede que, aquí abajo, la alegría del Reino hecha
realidad, no puede brotar más que de la celebración conjunta de la muerte y
resurrección del Señor. Es la paradoja de la condición cristiana que esclarece
singularmente la de la condición humana: ni las pruebas, ni los sufrimientos
quedan eliminados de este mundo, sino que adquieren un nuevo sentido, ante la
certeza de compartir la redención llevada a cabo por el Señor y de participar
en su gloria. Por eso el cristiano, sometido a las dificultades de la existencia
común, no queda sin embargo reducido a buscar su camino a tientas, ni a ver la
muerte el fin de sus esperanzas. En efecto, como yo lo anunciaba el profeta:
«El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierra de
sombras y una luz les brilló. Acreciste la alegría, aumentaste el gozo» (Is
9,1-2). El Exsultet del pregón pascual canta un misterio realizado por encima
de las esperanzas proféticas: en el anuncio gozoso de la resurrección, la pena
misma del hombre se halla transfigurada, mientras que la plenitud de la alegría
surge de la victoria del Crucificado, de su Corazón traspasado, de su Cuerpo
glorificado, y esclarece las tinieblas de las almas": «Et nox illuminatio
mea in deliciis meis» [6].
29. La alegría pascual no es solamente la de una
transfiguración posible: es la de una nueva presencia de Cristo resucitado,
dispensando a los suyos el Espíritu, para que habite en ellos. Así el Espíritu
Paráclito es dado a la Iglesia como principio inagotable de su alegría de
esposa de Cristo glorificado. El lo envía de nuevo para recordar, mediante el
ministerio de gracia y de verdad ejercido por los sucesores de los Apóstoles,
la enseñanza misma del Señor. El suscitó en la Iglesia la vida divina y el
apostolado. Y el cristiano sabe que este Espíritu no se extinguirá jamás en el
curso de la historia. La fuente de esperanza manifestada en Pentecostés no se
agotará.
30. El Espíritu que procede del Padre y del Hijo, de quienes
es el amor mutuo viviente, es, pues, comunicado al Pueblo de la nueva Alianza y
a cada alma que se muestre disponible a su acción íntima. El hace de nosotros
su morada, dulce huésped del alma [7]. Con él habitan en el corazón del hombre
el Padre y el Hijo (cf. Jn 14,23). El Espíritu Santo suscita en el hombre una
oración filial, que brota de lo más profundo del alma, y que se expresa en
alabanza, acción de gracias, expiación y súplica. Entonces podemos gustar la
alegría propiamente espiritual, que es fruto del Espíritu Santo (cf. Rom 14,17;
Gál 5,22): consiste esta alegría en que el espíritu humano halla reposo y una
satisfacción íntima en la posesión de Dios trino, conocido por la fe y amado
con la caridad que proviene de él. Esta alegría caracteriza por tanto todas las
virtudes cristianas. Las pequeñas alegrías humanas que constituyen en nuestra
vida como la semilla de una realidad más alta, quedan transfiguradas. Esta
alegría espiritual, aquí abajo, incluirá siempre en alguna medida la dolorosa
prueba de la mujer en trance de dar a luz, y un cierto abandono aparente,
parecido al del huérfano: lágrimas y gemidos, mientras que el mundo hará alarde
de satisfacción, falsa en realidad. Pero la tristeza de los discípulos, que es
según Dios y no según el mundo, se trocará pronto en una alegría espiritual que
nadie podrá arrebatarles (cf. Jn 16,20-22; 2Cor 1,4; 7,4-6).
31. He ahí el estatuto de la existencia cristiana y muy en
particular de la vida apostólica. Ésta, al estar animada por un amor apremiante
del Señor y de los hermanos, se desenvuelve necesariamente bajo el signo del
sacrificio pascual, yendo por amor a la muerte y por la muerte a la vida y al
amor. De ahí la condición del cristiano, y en primer lugar del apóstol que debe
convertirse en el «modelo del rebaño» (1Pe 5,3) y asociarse libremente a la
pasión del Redentor. Ella corresponde de este modo a lo que había sido definido
en el evangelio como la ley de la bienaventuranza cristiana en continuidad con
el destino de los profetas: «Dichosos vosotros si os insultan, os persiguen y
os calumnian de cualquier modo por causa mía. Estad alegres y contentos, porque
vuestra recompensa será grande en los cielos: fue así como persiguieron a los
profetas que os han precedido» (Mt 5,11-12).
32. Desafortunadamente no nos faltan ocasiones para
comprobar, en nuestro siglo tan amenazado por la ilusión del falso bienestar,
la incapacidad «psíquica» del hombre para acoger «lo que es del Espíritu de
Dios: es una locura y no lo puede conocer, porque es con el espíritu como hay
que juzgarla» (1Cor 2, 14). El mundo —que es incapaz de recibir el Espíritu de
Verdad, que no le ve ni le conoce— no percibe más que una cara de las cosas.
Considera solamente la aflicción y la pobreza del espíritu, mientras éste en lo
más profundo de sí mismo siente siempre alegría porque está en comunión con el
Padre y con su Hijo Jesucristo.
IV. LA ALEGRÍA EN EL CORAZÓN DE LOS SANTOS
33. Esta es, amadísimos hermanos e hijos, la gozosa
esperanza que brota de la fuente misma de la Palabra de Dios. Desde hace veinte
siglos esta fuente de alegría no ha cesado de manar en la Iglesia y
especialmente en el corazón de los santos. Vamos a sugerir ahora algunos ecos
de esta experiencia espiritual, que ilustra, según los carismas peculiares y
las vocaciones diversas, el misterio de la alegría cristiana.
34. El primer puesto corresponde a la Virgen María, llena de
gracia, la Madre del Salvador. Acogiendo el anuncio de lo alto, sierva del
Señor, esposa del Espíritu Santo, madre del Hijo eterno, ella deja desbordar su
alegría ante su prima Isabel que alaba su fe: «Mi alma engrandece al Señor y
exulta de júbilo mi espíritu en Dios, mi Salvador... Por eso, todas las
generaciones me llamarán bienaventurada» (Lc 1, 46-48). Ella mejor que ninguna
otra criatura, ha comprendido que Dios hace maravillas: su Nombre es santo,
muestra su misericordia, ensalza a los humildes, es fiel a sus promesas. Sin
que el discurrir aparente de su vida salga del curso ordinario, medita hasta
los más pequeños signos de Dios, guardándolos dentro de su corazón; y no es que
haya sido eximida de los sufrimientos: ella está presente al pie de la cruz,
asociada de manera eminente al sacrificio del Siervo inocente, como madre de
dolores. Pero ella está a la vez abierta sin reserva a la alegría de la
Resurrección; también ha sido elevada, en cuerpo y alma, a la gloria del cielo.
Primera redimida, inmaculada desde el momento de su concepción, morada
incomparable del Espíritu, habitáculo purísimo del Redentor de los hombres,
ella es el mismo tiempo la Hija amadísima de Dios y, en Cristo, la Madre
universal. Ella es el tipo perfecto de la Iglesia terrestre y glorificada. Qué
maravillosas resonancias adquieren en su singular existencia de Virgen de
Israel las palabras proféticas relativas a la nueva Jerusalén: «Altamente me
gozaré en el Señor y mi alma saltará de júbilo en mi Dios, porque me vistió de
vestiduras de salvación y me envolvió en manto de justicia, como esposo que se
ciñe la frente con diadema, y como esposa que se adorna con sus joyas» (Is
61,10). Junto con Cristo, ella recapitula todas las alegrías, vive la perfecta
alegría prometida a la Iglesia: «Mater plena sanctae laetitiae» y, con toda
razón, sus hijos de la tierra, volviendo los ojos hacia la madre de la
esperanza y madre de la gracia, la invocan como causa de su alegría: «Causa
nostrae laetitiae».
35. Después de María, la expresión de la alegría más pura y
ardiente la encontramos allá donde la Cruz de Jesús es abrazada con el más fiel
amor, en los mártires, a quienes el Espíritu Santo inspira, en el momento
crucial de la prueba, una espera apasionada de la venida del Esposo. San
Esteban, que muere viendo los cielos abiertos, no es sino el primero de los
innumerables testigos de Cristo. También en nuestros días y en numerosos
países, cuántos son los que, arriesgando todo por Cristo, podrían afirmar como
el mártir san Ignacio de Antioquía: «Con gran alegría os escribo, deseando
morir. Mis deseos terrestres han sido crucificados y ya no existe en mí una
llama para amar la materia, sino que hay en mí un agua viva que murmura y dice
dentro de mí: "Ven hacia el Padre"» [8].
36. Asimismo, la fuerza de la Iglesia, la certeza de su
victoria, su alegría al celebrar el combate de los mártires, brota al
contemplar en ellos la gloriosa fecundidad de la cruz. Por eso nuestro
predecesor san León Magno, exaltando desde esta Sede romana el martirio de los
Santos Apóstoles Pedro y Pablo exclama: «Preciosa es a los ojos del Señor la
muerte de sus santos y ninguna clase de crueldad puede destruir una religión
fundada sobre el misterio de la Cruz de Cristo. La Iglesia no es empequeñecida
sino engrandecida por las persecuciones; y los campos del Señor se revisten sin
cesar con más ricas mieses cuando los granos, caídos uno a uno, brotan de nuevo
multiplicados» [9].
37. Pero existen muchas moradas en la casa del Padre y, para
quienes el Espíritu Santo abrasa el corazón, muchas maneras de morir a sí
mismos y de alcanzar la santa alegría de la resurrección. La efusión de sangre
no es el único camino. Sin embargo, el combate por el Reino incluye
necesariamente la experiencia de una pasión de amor, de la que han sabido
hablar maravillosamente los maestros espirituales. Y en este campo sus
experiencias interiores se encuentran, a través de la diversidad misma de
tradiciones místicas, tanto en Oriente como en Occidente. Todas presentan el mismo
recorrido del alma, «per crucem ad lucem», y de este mundo al Padre, en el
soplo vivificador del Espíritu.
38. Cada uno de estos maestros espirituales nos ha dejado un
mensaje sobre la alegría. En los Padres orientales abundan los testimonios de
esta alegría en el Espíritu. Orígenes, por ejemplo, ha descrito en muchas
ocasiones la alegría de aquel que alcanza el conocimiento íntimo de Jesús: su
alma es entonces inundada de alegría como la del viejo Simeón. En el templo que
es la Iglesia, estrecha a Jesús en sus brazos. Goza de la plenitud de la
salvación teniendo en Aquel en quien Dios reconcilia al mundo[10]. En la Edad
Media, entre otros muchos, un maestro espiritual del Oriente, Nicolás
Cabasilas, se esfuerza por demostrar cómo el amor de Dios de suyo procura la
alegría más grande[11] . En Occidente es suficiente citar algunos nombres entre
aquellos que han hecho escuela en el camino de la santidad y de la alegría: san
Agustín, san Bernardo, santo Domingo, san Ignacio de Loyola, san Juan de la
Cruz, santa Teresa de Ávila, san Francisco de Sales, san Juan Bosco.
39. Deseamos evocar muy especialmente tres figuras, muy
atrayentes también hoy para todo el pueblo cristiano. En primer lugar el
pobrecillo de Asís, cuyas huellas se esfuerzan en seguir muchos peregrinos del
Año Santo. Habiendo dejado todo por el Señor, él encuentra, gracias a la santa
pobreza, algo por así decir de aquella bienaventuranza con que el mundo salió
intacto de las manos del Creador. En medio de las mayores privaciones, medio
ciego, él pudo cantar el inolvidable Cántico de las Criaturas, la alabanza a
nuestro hermano Sol, a la naturaleza entera, convertida para él en un
transparente y puro espejo de la gloria divina, así como la alegría ante la
venida de «nuestra hermana la muerte corporal»: «Bienaventurados aquellos que
se hayan conformado a tu santísima voluntad...».
40. En tiempos más recientes, santa Teresa de Lisieux nos
indica el camino valeroso del abandono en las manos de Dios, a quien ella
confía su pequeñez. Sin embargo, no por eso ignora el sentimiento de la
ausencia de Dios, cuya dura experiencia ha hecho, a su manera, nuestro siglo:
«A veces le parece a este pajarito (a quien ella se compara) no creer que
exista otra cosa sino las nubes que lo envuelven... Es el momento de la alegría
perfecta para el pobre, pequeño y débil ser... Qué dicha para él permanecer
allí y fijar la mirada en la luz invisible que se oculta a su fe»[12].
41. Finalmente, ¿cómo no mencionar la imagen luminosa para
nuestra generación del ejemplo del bienaventurado Maximiliano Kolbe, discípulo
genuino de San Francisco? En medio de las más trágicas pruebas que
ensangrentaron nuestra época, él se ofrece voluntariamente a la muerte para
salvar a un hermano desconocido; y los testigos nos cuentan que su paz
interior, su serenidad y su alegría convirtieron de alguna manera aquel lugar
de sufrimiento, que era como una imagen del infierno para sus pobres compañeros
y para él mismo, en la antesala de la vida eterna.
42. En la vida de los hijos de la Iglesia, esta
participación en la alegría del Señor es inseparable de la celebración del
misterio eucarístico, en donde comen y beben su Cuerpo y su Sangre. Así
sustentados, como los caminantes, en el camino de la eternidad, reciben ya
sacramentalmente las primicias de la alegría escatológica.
43. Puesta en esta perspectiva, la alegría amplia y profunda
derramada ya en la tierra dentro del corazón de los verdaderos fieles, no puede
menos de revelarse como «diffusivum sui», lo mismo que la vida y el amor de los
que es un síntoma gozoso. La alegría es el resultado de una comunión
humano-divina cada vez más universal. De ninguna manera podría incitar a quien
la gusta a una actitud de repliegue sobre sí mismo Procura al corazón una
apertura católica hacia el mundo de los hombres, al mismo tiempo que los hiere
con la nostalgia de los bienes eternos. En los que la adoptan ahonda la
conciencia de su condición de destierro, pero los preserva de la tentación de
abandonar su puesto de combate por el advenimiento del Reino. Los hace
encaminarse con premura hacia la consumación celestial de las Bodas del
Cordero. Está serenamente tensa entre el tiempo de las fatigas terrestres y la
paz de la Morada eterna, conforme a la ley de gravitación del Espíritu: «Si
pues, por haber recibido estas arras (del espíritu filial), gritamos ya desde
ahora: "Abba, Padre", ¿qué será cuando, resucitados, los veamos cara
a cara, cuando todos los miembros en desbordante marea prorrumpirán en un himno
de júbilo, glorificando a Aquel que los ha resucitado de entre los muertos y
premiado con la vida eterna? Porque si ahora las simples arras, envolviendo
completamente en ellas al hombre, le hacen gritar: "Abba, Padre",
¿qué no hará la gracia plena del Espíritu, cuando Dios la haya dado a los
hombres? Ella nos hará semejantes a él y dará cumplimiento a la voluntad del
Padre, porque ella hará al hombre a imagen y semejanza de Dios»[13]. Ya desde
ahora, los santos nos ofrecen una pregustación de esta semejanza.
V: UNA ALEGRÍA PARA TODO EL PUEBLO
44. Al escuchar esta voz múltiple y unánime de los santos,
¿no habremos olvidado la condición presente de la sociedad humana,
aparentemente tan poco dispuesta al cultivo de los bienes sobrenaturales? ¿No
habremos estimado en demasía las aspiraciones espirituales de los cristianos de
este tiempo? ¿No habremos reservado nuestra exhortación a un pequeño número de
sabios y prudentes? No podemos olvidar que el Evangelio ha sido anunciado en
primer lugar a los pobres y a los humildes, con su esplendor tan sencillo y su
contenido plenario.
45. Si hemos evocado este panorama luminoso de la alegría
cristiana, no es que hayamos pensado en absoluto en desanimar a ninguno de
vosotros, amadísimos hermanos e hijos, que sentís vuestro corazón dividido
cuando os llega la llamada de Dios. Al contrario, Nos sentimos que nuestra
alegría, lo mismo que la vuestra, no será completa si no miramos juntos, con
plena confianza, hacia «el autor y consumador de la fe, Jesús; el cual, en vez
del gozo que se le ofrecía soportó la cruz, sin hacer caso de la ignominia, y
está sentado a la diestra del trono de Dios. Traed, pues, a vuestra
consideración al que soportó la contradicción de los pecadores contra sí mismo
para que no decaigáis de ánimo rendidos por la fatiga» (Heb 12,2-3).
46. La invitación dirigida por Dios Padre a participar
plenamente en la alegría de Abrahán, en la fiesta eterna de las Bodas del
Cordero, es una llamada universal. Cada hombre, con tal que se muestre atento y
disponible, la puede percibir en lo hondo de su corazón, muy especialmente
durante este Año Santo en que la Iglesia abre a todos, de manera más abundante,
los tesoros de la misericordia de Dios. «Pues para vosotros, hijos, es la Promesa;
como también para cuantos están ahora lejos, y serán llamados por el Señor
nuestro Dios» (Hech 2,39).
47. Nos no podemos pensar en el Pueblo de Dios de una manera
abstracta. Nuestra mirada se dirige primeramente al mundo de los niños. Sólo
cuando ellos encuentran en el amor de los que les rodean la seguridad que
necesitan, adquieren capacidad de recepción, de maravilla, de confianza, de
espontaneidad, y son aptos para la alegría evangélica. Quien quiera entrar en
el Reino, nos dice Jesús, debe primeramente hacerse como ellos (cf. Mt
10,14-15). Nos dirigimos especialmente a todos aquellos que tienen
responsabilidad familiar, profesional, social. El peso de sus cargas, en un
mundo que cambia con rapidez, les priva con frecuencia de la posibilidad de gustar
las alegrías cotidianas. Sin embargo, éstas existen. El Espíritu Santo desea
ayudarles a descubrirlas de nuevo, a purificarlas, a compartirlas.
48. Pensamos en el mundo del dolor, en todos aquellos que
están llegando al ocaso de su vida. La alegría de Dios llama a la puerta de sus
sufrimientos físicos y morales no ciertamente como por una ironía, sino para
realizar allí su casi increíble obra de transfiguración.
49. Nuestro espíritu y nuestro corazón se dirigen igualmente
hacia todos aquellos que viven más allá de la esfera visible del Pueblo de
Dios. Al poner su vida en consonancia con las llamadas más hondas de sus
conciencias, eco de la voz de Dios, se hallan en el camino de la alegría.
50. Pero el Pueblo de Dios no puede avanzar sin guías. Estos
son los pastores, los teólogos, los maestros del espíritu, los sacerdotes y
aquellos que cooperan con ellos en la animación de las Comunidades cristianas.
Su misión es ayudar a sus hermanos a escoger los senderos de la alegría
evangélica, en medio de las realidades que constituyen su vida y de las que no
pueden escapar.
51. Sí, el amor inmenso de Dios es el que llama a convergir
hacia la Ciudad celeste a todos aquellos que llegan desde distintos puntos del
horizonte, sean quienes sean, en este tiempo del Año Santo, estén cercanos o
lejanos todavía. Y puesto que todos los indicados —en una palabra, todos
nosotros— son de algún modo pecadores, es necesario hoy día dejar de endurecer
nuestro corazón, para escuchar la voz del Señor y acoger la propuesta del gran
perdón, tal como lo anuncia Jeremías: «Los purificaré de toda iniquidad con la
que pecaron contra mí y con la que me han sido infieles. Jerusalén será para mí
gozo, honor y gloria entre todas las naciones de la tierra» (Jer 33,8-9). Y
como esta promesa de perdón, igual que otras muchas, adquieren su definitivo
sentido en el sacrificio redentor de Jesús, el Siervo doliente, es El, y
solamente El, quien puede decirnos en este momento crucial de la vida de la
humanidad: «Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15). El Señor quiere
sobre todo hacernos comprender que la conversión que se pide no es en absoluto
un paso hacia atrás, como sucede cuando se peca. Por el contrario, la
conversión es una puesta en marcha, una promoción en la verdadera libertad y en
la alegría. Es respuesta a una invitación que proviene de Él, amorosa,
respetuosa y urgente a la vez: «Venid a mí cuantos andáis fatigados y abrumados
de carga, y yo os aliviaré. Tomad y cargad mi yugo; haceos discípulos míos,
pues yo soy de benigno y humilde corazón; y hallaréis reposo para vuestras
almas» (Mt 11,28-29).
52. En efecto, ¿qué carga más abrumadora que la del pecado?
¿Qué miseria más solitaria que la del hijo pródigo, descrita por el evangelista
san Lucas? Por el contrario, ¿qué encuentro más emocionante que el del Padre,
paciente y misericordioso, y el del hijo que vuelve a la vida? «Habrá en el
cielo más gozo por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos
que no necesitan convertirse» (Lc 15,7).
Ahora bien, ¿quién está sin pecado, a excepción de Cristo y de su Madre
inmaculada? Así, con su invitación a descubrir al Padre mediante el
arrepentimiento, el Año Santo —promesa de reconciliación para todo el Pueblo—
es también una llamada a descubrir de nuevo el sentido y la práctica del
sacramento de la Reconciliación. Siguiendo los pasos de la mejor tradición
espiritual, Nos recordamos a los fieles y a sus pastores que la acusación de
las faltas graves es necesaria y que la confesión frecuente sigue siendo una
fuente privilegiada de santidad, de paz y de alegría.
VI: LA ALEGRÍA Y LA ESPERANZA EN EL CORAZÓN DE LOS JÓVENES
53. Sin quitar nada al fervor de nuestro mensaje dirigido a
todo el Pueblo de Dios, deseamos dedicar unas palabras especiales al mundo de
los jóvenes, y ello con una particular esperanza.
54. Si, en efecto, la Iglesia, regenerada por el Espíritu
Santo, constituye en cierto sentido la verdadera juventud del mundo, en cuanto
permanece fiel a su ser y a su misión ¿cómo podría ella no reconocerse
espontáneamente, y con preferencia, en la figura de aquellos que se sienten
portadores de vida y de esperanza, y comprometidos en asegurar el futuro de la
historia presente? Y, a la inversa, ¿cómo aquellos que en cada vicisitud de
esta historia perciben en sí mismos con más intensidad el impulso de la vida,
la espera de lo que va a venir, la exigencia de verdadera renovación no van a
estar secretamente en armonía con una Iglesia animada por el Espíritu de
Cristo? ¿Cómo no van a esperar de ella la comunicación de su secreto de
permanente juventud, y por tanto, la alegría de su propia juventud?.
55. Nos creemos que existe, de derecho y de hecho, dicha
correspondencia, no siempre visible, pero ciertamente profunda, a pesar de
numerosas contrariedades contingentes. Por eso, en esta Exhortación sobre la
alegría cristiana, la mente y el corazón nos invitan a volver de nuevo con
decisión hacia los jóvenes de nuestro tiempo. Lo hacemos en nombre de Cristo y
de su Iglesia, que El mismo quiere, a pesar de las debilidades humanas,
«radiante, sin mancha, ni arruga, ni nada parecido; sino santa e inmaculada»
(Ef 5,27).
56. Al hacer esto, no cedemos a un culto sentimental.
Considerada solamente desde el punto de vista de la edad, la juventud es algo
efímero. Las alabanzas que de ella se hacen se convierten rápidamente en
nostálgicas o irrisorias. Pero no sucede lo mismo en lo que concierne al
sentido espiritual de este momento de gracia que es la juventud auténticamente
vivida. Lo que llama nuestra atención es esencialmente la correspondencia,
transitoria y amenazada ciertamente, pero por eso mismo significativa y llena
de generosas promesas, entre el vuelo de un ser que se abre naturalmente a las
llamadas y exigencias de su alto destino de hombre y el dinamismo del Espíritu
Santo, de quien la Iglesia recibe inagotablemente su propia juventud, su
fidelidad sustancial a sí misma y, en el seno de esta fidelidad, su viviente
creatividad. Del encuentro entre el ser humano que tiene, durante algunos años
decisivos, la disponibilidad de la juventud, y la Iglesia en su juventud
espiritual permanente, nace necesariamente, por una y otra parte, una alegría
de alta cualidad y una promesa de fecundidad.
57. La Iglesia como Pueblo de Dios peregrinante hacia el
reino futuro, ha de poder perpetuarse y por consiguiente renovarse a través de
las generaciones humanas: esto es para ella una condición de fecundidad y hasta
simplemente de vida. Tiene, pues, su importancia el que, en cada momento de su
historia, la generación que nace escuche de algún modo la esperanza de las
generaciones precedentes, la esperanza misma de la Iglesia, que es la de
transmitir sin fin el don de Dios, Verdad y Vida. Por esto, en cada generación,
los jóvenes cristianos tienen que ratificar, con plena conciencia e
incondicionalmente, la alianza contraída por ellos en el sacramento del
bautismo, y reforzada en el sacramento de la confirmación.
58. A este respecto, esta nuestra época de profundas
mutaciones no pasa sin graves dificultades para la Iglesia. Nos tenemos viva
conciencia de ello, Nos que tenemos, junto con todo el Colegio episcopal, «el
cuidado de todas las Iglesias» (2Cor 11,28) y la preocupación de su próximo
futuro. Pero consideramos al mismo tiempo, a la luz de la fe y de «la esperanza
que no decepciona» (cf. Rom 5,5), que la gracia no faltará al Pueblo cristiano.
Ojalá no falte éste a la gracia y no renuncie, como algunos están tentados a
hacerlo hoy día, a la herencia de verdad y de santidad que ha llegado hasta
este momento decisivo de su historia secular. Y —se trata precisamente de esto—
creemos tener todas las razones para dar confianza a la juventud cristiana: ésta
no dejará defraudada a la Iglesia si dentro de ella encuentra suficientes
personas maduras, capaces de comprenderla, amarla, guiarla y abrirle un futuro,
transmitiéndole con toda fidelidad la Verdad que no pasa. Entonces ocurrirá que
nuevos obreros, resueltos y fervientes, entrarán a su vez a trabajar espiritual
y apostólicamente en los campos en sazón para la siega. Entonces sembrador y
segador compartirán la misma alegría del Reino (cf. Jn 4,35-36).
59. En efecto, nos parece que la presente crisis del mundo,
caracterizada por un gran desconcierto de muchos jóvenes, denuncia por una
parte un aspecto senil, definitivamente anacrónico, de una civilización
mercantil, hedonista, materialista, que intenta aún ofrecerse como portadora
del futuro. Contra esa ilusión, la reacción instintiva de numerosos jóvenes,
reviste, dentro de sus mismos excesos, una cierta significación. Esta
generación está esperando otra cosa. Habiéndose privado, de pronto, de tutelas
tradicionales después de haber sentido la amarga decepción de la vanidad y el
vacío espiritual de falsas novedades, de ideologías ateas, de ciertos
misticismos deletéreos ¿no llegará a descubrir o encontrar la novedad segura e
inalterable del misterio divino revelado en Cristo Jesús? ¿No es verdad que
éste, utilizando la bella fórmula de san Ireneo, ha aportado toda clase de
novedad con aportarnos su propia persona?[14].
60. Es ésta la razón por la que sentimos el placer de
dedicarnos más expresamente a vosotros, jóvenes cristianos de este tiempo y
promesa de la Iglesia del mañana, esta celebración de la alegría espiritual. Os
invitamos cordialmente a haceros más atentos a las llamadas interiores que
surgen en vosotros. Os invitamos con insistencia a levantar vuestros ojos,
vuestro corazón, vuestras energías nuevas hacia lo alto, a aceptar el esfuerzo
de las ascensiones del alma y queremos aseguraros esta certeza: puede ser tan
deprimente y debilitante el prejuicio, hoy no poco difundido, de la impotencia
de la mente humana para encontrar la Verdad permanente y vivificante como, por
el contrario, es profunda y liberadora la alegría de la Verdad divina
reconocida finalmente en la Iglesia: gaudium de Veritate[15]. Esta alegría os
es propuesta a vosotros. Ella se ofrece a quien la ama lo suficiente como para
buscarla con obstinación. Disponiéndoos a aceptarla y a comunicarla, aseguráis
al mismo tiempo vuestro propio perfeccionamiento según Cristo, y la próxima
etapa histórica del Pueblo de Dios.
VII. LA ALEGRÍA DEL PEREGRINO EN ESTE AÑO SANTO
61. En este caminar de todo el Pueblo de Dios se inscribe
naturalmente el Año Santo, con su peregrinar. La gracia del Jubileo se obtiene
en efecto al precio de una puesta en marcha y de un caminar hacia Dios, en la
fe, la esperanza y el amor. Al diversificar los medios y los momentos de este
Jubileo, Nos hemos querido facilitar a cada uno todo lo que es posible. Lo
esencial sigue siendo la decisión interior de responder a la llamada del
Espíritu, de manera personal, como discípulos de Jesús, en cuanto hijos de la
Iglesia católica y apostólica y según las intenciones de esta Iglesia. Lo demás
pertenece al orden de los signos y de los medios. Sí, la peregrinación deseada
es para el Pueblo de Dios en su conjunto y para cada persona en el seno de este
Pueblo un movimiento, una Pascua, es decir, un paso hacia el lugar interior
donde el Padre, el Hijo y el Espíritu lo acogen en su propia intimidad y unidad
divina: «Si alguien me ama, dice Jesús, mi Padre le amará y vendremos a él y
pondremos en él nuestra morada» (Jn 14,23). Lograr esta presencia supone
constantemente una profundización de la verdadera conciencia de sí mismo como
criatura y como Hijo de Dios.
62. ¿No es una renovación interior de este género la que ha
querido fundamentalmente el reciente Concilio?[16] Ahora bien, se trata allí
ciertamente de una obra del Espíritu, de un don de Pentecostés. Hay que
reconocer también una intuición profética en nuestro predecesor Juan XXIII
cuando preveía una especie de nuevo Pentecostés como fruto del Concilio[17].
Nos mismo hemos querido situarnos en la misma perspectiva y en la misma espera.
No es que los efectos de Pentecostés hayan cesado de ser
actuales a lo largo de la historia de la Iglesia, pero son tan grandes las
necesidades y los peligros de este siglo, son tan vastos los horizontes de una
humanidad conducida hacia una coexistencia mundial que luego se ve incapaz de
realizar, que esa misma humanidad no puede tener salvación sino en una nueva
efusión del don de Dios. Venga, pues, el Espíritu Creador a renovar la faz de
la tierra.
63. Durante este Año Santo, os hemos invitado a hacer de
manera real o espiritual, una peregrinación a Roma, es decir al centro de la
Iglesia católica. Pero es evidente que Roma no constituye la meta final de
nuestra peregrinación terrena. Ninguna ciudad santa constituye tal meta. Esta
se encuentra más allá de este mundo, en lo profundo del misterio de Dios,
invisible todavía para nosotros; porque caminamos en la fe, no es una visión
clara, y lo que seremos no se nos ha revelado todavía.
La nueva Jerusalén, de la que somos desde ahora ciudadanos e
hijos (cf. Gál 4,26), desciende de lo alto, de Dios. Nosotros no hemos
contemplado aún el esplendor de esa única cuidad definitiva, sino que lo
entrevemos como en un espejo, de manera confusa, manteniendo con firmeza la
palabra profética. Pero desde ahora somos ciudadanos de la misma o estamos
convidados a serlo; toda peregrinación espiritual recibe su significado
interior de este destino último.
64. Así sucede con la Jerusalén celebrada por los salmistas.
Jesús mismo y María su Madre han cantado en la tierra, mientras subían hacia
Jerusalén, los cánticos de Sión: «perfección de la hermosura, delicia de toda
la tierra» (Sal 50,2; 48,3). Pero es de Cristo de quien, desde entonces, la
Jerusalén de arriba recibe su atractivo, y hacia El se dirige nuestra marcha
interior.
65. Así sucede también con Roma, donde los santos apóstoles
Pedro y Pablo derramaron su sangre como testimonios supremo. Su vocación es de
origen apostólico y el ministerio que Nos debemos ejercer desde ella es un
servicio en favor de la Iglesia entera y de la humanidad. Pero es un servicio
insustituible porque quiso la Sabiduría divina colocar a la Roma de Pedro y
Pablo en el camino, por así decir, que conduce a la Ciudad eterna, confiando a
Pedro, que unifica en sí al Colegio Episcopal, las llaves del Reino de los
cielos.
66. Lo que aquí vive, no por voluntad humana sino por libre
y misericordiosa benevolencia del Padre, del Hijo y del Espíritu, es la solidez
de Pedro, como la evoca nuestro predecesor San León Magno, en términos
inolvidables: «San Pedro no cesa de presidir desde su Sede, y conserva una
participación incesante con el Sumo Pontífice. La firmeza que él recibe de la
Roca que es Cristo, convirtiéndose él mismo en Pedro, la transmite a su vez a
sus herederos; y dondequiera que aparece alguna firmeza, se manifiesta de
manera indudable la fuerza del Pastor (...). De ahí que esté en su pleno vigor
y vida, en el Príncipe de los Apóstoles, aquel amor de Dios y de los hombres
que no han logrado atemorizar ni la reclusión en el calabozo, ni las cadenas,
ni las presiones de la muchedumbre, ni las amenazas de los reyes; y lo mismo
sucede con su fe invencible, que no ha cedido en el combate ni se ha debilitado
en la victoria»[18].
67. Nos deseamos que en todo tiempo, pero, más todavía
durante la celebración del Año Santo, experimentéis vosotros con Nos, sea en
Roma, sea en cualquier Iglesia consciente del deber de sintonizarse con la
auténtica tradición conservada en Roma[19], «cuán bueno y hermoso es habitar
juntos los hermanos» (Sal 133,1).
68. Alegría común, verdaderamente sobrenatural, don del
Espíritu de unidad y de amor, y que no es posible de verdad sino donde la
predicación de la fe es acogida íntegramente, según la norma apostólica. Porque
esta fe, la Iglesia católica «aunque dispersa por el mundo entero, la guarda
cuidadosamente, como si habitara en una sola casa, y cree en ella unánimemente,
como si no tuviera más que un alma y un corazón; y con una concordancia
perfecta, la predica, la enseña y la trasmite, como si no tuviera sino una sola
boca»[20].
69. Esta «sola casa», este «corazón» y esta «alma» únicos,
esta «sola boca», son indispensables a la Iglesia y a la humanidad en su
conjunto, para que pueda elevarse permanentemente aquí abajo, en armonía con la
Jerusalén de arriba, el cántico nuevo, el himno de la alegría divina. Y es la
razón por la que Nos mismo debemos ser fiel, de manera humilde, paciente y
obstinada, aunque sea en medio de la incomprensión de muchos, al encargo
recibido del Señor de guiar su rebaño y de confirmar a los hermanos (cf. Lc
22,32). Pero, a la vez, de cuántas maneras nos sentimos confortado por nuestros
hermanos y por el recuerdo de todos vosotros, para cumplir nuestra misión
apostólica de servicio a la Iglesia universal, para gloria de Dios Padre.
CONCLUSIÓN
70. En el curso de este Año Santo, hemos creído ser fiel a
las inspiraciones del Espíritu Santo, pidiendo a los cristianos que vuelvan de
este modo a las fuentes de la alegría.
71. Hermanos e hijos amadísimos: ¿No es normal que tengamos
alegría dentro de nosotros, cuando nuestros corazones contemplan o descubren de
nuevo, por la fe, sus motivos fundamentales? Estos son además sencillos: Tanto
amó Dios al mundo que le dio su único Hijo; por su Espíritu, su presencia no
cesa de envolvernos con su ternura y de penetrarnos con su vida; vamos hacia la
transfiguración feliz de nuestras existencias, siguiendo las huellas de la
resurrección de Jesús. Sí, sería muy extraño que esta Buena Nueva, que suscita
el aleluya de la Iglesia no nos diese un aspecto de salvados.
72. La alegría de ser cristiano, vinculado a la Iglesia «en
Cristo», en estado de gracia con Dios, es verdaderamente capaz de colmar el
corazón humano. ¿No es esta exultación profunda la que da un acento tan
conmovedor al escrito de Blas Pascal: «Alegría, alegría, alegría, lágrimas de
alegría»? Y cuántos escritores muy recientes —pensamos por ejemplo en Georges
Bernanos— saben expresar en una nueva forma esta alegría evangélica de los
humildes, que brilla por todas partes en un mundo que habla del silencio de Dios.
73. La alegría nace siempre de una cierta visión acerca del
hombre y de Dios. «Si tu ojo está sano todo tu cuerpo será luminoso» (Lc
11,34). Tocamos aquí la dimensión original e inalienable de la persona humana:
su vocación a la felicidad pasa siempre por los senderos del conocimiento y del
amor, de la contemplación y de la acción. ¡Ojalá logréis alcanzar lo que hay de
mejor en el alma de vuestro hermano y esa Presencia divina, tan próxima al
corazón humano!.
74. ¡Que nuestros hijos inquietos de ciertos grupos rechacen
pues los excesos de la crítica sistemática y aniquiladora! Sin necesidad de
salirse de una visión realista, que las comunidades cristianas se conviertan en
lugares de confianza recta y serena, donde todos sus miembros se entrenen resueltamente
en el discernimiento de los aspectos positivos de las personas y de los
acontecimientos. «La caridad no se goza de la injusticia, sino que se alegra
con la verdad. Lo excusa todo. Cree siempre. Espera siempre. Lo soporta todo»
(1Cor 13,6-7).
75. La educación para
una tal visión no es sólo cuestión de psicología. Es también un fruto del
Espíritu Santo. Este Espíritu que habita en plenitud la persona de Jesús, lo
hace durante su vida terrestre tan atento a las alegrías de la vida cotidiana,
tan delicado y persuasivo para enderezar a los pecadores por el camino de una
nueva juventud de corazón y de espíritu. Es el mismo Espíritu que animaba a la
Virgen María y a cada uno de los santos. Es este mismo Espíritu el que sigue
dando aún a tantos cristianos la alegría de vivir cada día su vocación
particular en la paz y la esperanza que sobrepasa los fracasos y los
sufrimientos.
76. Este es el Espíritu de Pentecostés que impulsa hoy a
numerosos discípulos de Cristo por los caminos de la oración, de la súplica, en
la alegría de una alabanza filial, hacia
el servicio humilde y gozoso de los desheredados y de los marginados de nuestra
sociedad. Porque la alegría no puede separarse de la participación. En el mismo
Dios, todo es alegría porque todo es un don.
77. Esta mirada bondadosa sobre los seres y sobre las cosas,
fruto de un espíritu humano iluminado y fruto del Espíritu Santo, halla en los
cristianos un lugar privilegiado de renovación: la celebración del misterio
pascual de Jesús. En su Pasión, en su Muerte y en su Resurrección, Cristo
recapitula la historia de todo hombre y de todos los hombres, con su carga de
sufrimientos y de pecados, con sus posibilidades de perfección y de santidad.
Por eso nuestra última palabra en esta Exhortación es una llamada urgente a
todos los responsables y animadores de las comunidades cristianas: que no teman
insistir a tiempo y a destiempo sobre la fidelidad de los bautizados a la
celebración gozosa de la Eucaristía dominical. ¿Cómo podrían abandonar este
encuentro, este banquete que Cristo nos prepara con su amor? ¡Que la
participación sea muy digna y festiva a la vez! Cristo, crucificado y
glorificado viene en medio de sus discípulos para conducirlos juntos a la
renovación de su Resurrección. Es la cumbre, aquí abajo, de la Alianza de amor
entre Dios y su pueblo: signo y fuente de alegría cristiana, preparación para
la Fiesta eterna.
Que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo os conduzcan a
ella. Nos os bendecimos de todo corazón.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 9 de mayo del año 1975,
duodécimo de nuestro Pontificado.
PAULUS PP. VI
Notas
[1] Cf. Exhortación apostólica Paterna cum benevolentia: ASS
67 (1975), p. 5-23.
[2] Cf. Santo Tomás, Suma teológica, I-II, q.31, a.3.
[3] Santo Tomás, ibíd., II-II, q.28, a.1 y 4.
[4] S. Agustín, Confesiones, I, c.l: PL 32,661.
[5] Plegaria eucarística n. IV; cf. Heb 4, 15)
[6] Pregón pascual
[7] Secuencia de la solemnidad de Pentecostés
[8] Carta a los Romanos VII, 2: Patris Apostolici, ed. Funk, I, Tubingae 19012, p. 261; cf.
Jn 4, 10; 7, 38; 14,12)
[9] Sermón 82, en el aniversario de los Apóstoles Pedro y
Pablo, 6: PL 54, 426; cf. Jn 12,24.
[10] Cf. In
Lucam 15: PG 13,1838-1839; cf. Dictionnaire de Spiritualité, t. VIII, c. 1245 (Beauchesne
1974).
[11] Cf. De vita in Christo, VII: PG 150,703-715.
[12] Carta 175, Manuscrits autobiographiques (Lisieux 1956),
B 5r
[13] S. Ireneo, Adversus haereses, V, 8, 1: PG 7, 1142.
[14] S. Ireneo, Adversus haereses, IV, 34, 1: PG 7, 1083.
[15] S. Agustín, Confesiones, libro X, c.23: CSEL, 33, p.
252.
[16] C. Pablo VI, Discurso en la apertura de la segunda
sesión del Concilio, 1ª parte: 29 de septiembre de 1963: AAS 55 (1963),
p.845ss; Encíclica Ecclesiam Suam: AAS 56 (1964), p. 612, 614-618.
[17] Juan XXIII, Alocución en la clausura de la primera
sesión del Concilio, 3ª parte: 8 de diciembre de 1963: AAS 55 (1963), p.38ss.
[18] Sermón 96 (5º sermón pronunciado en el día del
aniversario de su elección al pontificado: PL 54, 155-156.
[19] S. Ireneo, Adversus haereses, III, 3,2: PG 7, 848-849.
[20] S. Ireneo, Adversus haereses, I, 10,2: PG 7,551.
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