La crisis de la
teología de la liberación
Conferencia del
cardenal J. Ratzinger en el encuentro de
presidentes de
comisiones episcopales de América Latina
para la doctrina de la
fe, celebrado en Guadalajara (México)
En los años ochenta, la teología de la liberación en sus
formas radicales aparecía como uno de los más urgentes desafíos para la fe de
la Iglesia. Un desafío que requería respuesta y clarificación, porque proponía
una respuesta nueva, plausible y, a la vez, práctica, a la cuestión fundamental
del cristianismo: el problema de la redención. La misma palabra liberación
quería explicar de un modo distinto y más comprensible lo que en el lenguaje
tradicional de la Iglesia se había llamado redención. Efectivamente, en el
fondo se encuentra siempre la misma constatación: experimentamos un mundo que
no se corresponde con un Dios bueno. Pobreza, opresión, toda clase de
dominaciones injustas, sufrimiento de justos e inocentes, constituyen los
signos de los tiempos, de todos los tiempos. Y todos sufrimos; ninguno puede
decir fácilmente a este mundo y a su propia vida: detente para siempre, porque
eres tan bella. De esta experiencia, la teología de la liberación deducía que
esta situación, que no debe perdurar, sólo puede ser vencida mediante un cambio
radical de las estructuras de este mundo, que son estructuras de pecado,
estructuras de mal. Si el pecado ejerce su poder sobre las estructuras, y el
empobrecimiento está programado de antemano por ellas, entonces su derrocamiento
no puede producirse mediante conversiones individuales, sino mediante la lucha
contra las estructuras de la injusticia. Pero esta lucha, como se ha dicho,
debería ser una lucha política, ya que las estructuras se consolidan y se
conservan mediante la política. De este modo, la redención se convertía en un
proceso político, para el que la filosofía marxista proporcionaba las
orientaciones esenciales. Se transformaba en una tarea que los hombres mismos
podían, e incluso debían, tomar entre manos, y, al mismo tiempo, en una
esperanza totalmente práctica: la fe, de teoría, pasaba a convertirse en
praxis, en concreta acción redentora en el proceso de liberación.
El hundimiento de los sistemas de gobierno de inspiración
marxista en el Este europeo resultó ser, para esa teología de la praxis
política redentora, una especie de ocaso de los dioses: precisamente allí donde
la ideología liberadora marxista había sido aplicada consecuentemente, se había
producido la radical falta de libertad, cuyo horror aparecía ahora a las claras
ante los ojos de la opinión pública mundial. Y es que cuando la política quiere
ser redención, promete demasiado. Cuando pretende hacer la obra de Dios, pasa a
ser, no divina, sino demoníaca. Por eso, los acontecimientos políticos de 1989
han cambiado también el escenario teológico. Hasta entonces, el marxismo había
sido el último intento de proporcionar una fórmula universalmente válida para
la recta configuración de la acción histórica. El marxismo creía conocer la
estructura de la historia mundial, y, desde ahí, intentaba demostrar cómo esta
historia puede ser conducida definitivamente por el camino correcto. El hecho
de que esta pretensión se apoyara sobre un método en apariencia estrictamente
científico, sustituyendo totalmente la fe por la ciencia, y haciendo, a la vez,
de la ciencia praxis, le confería un formidable atractivo. Todas las promesas
incumplidas de las religiones parecían alcanzables a través de una praxis
política científicamente fundamentada.
La caída de esta esperanza trajo consigo una gran
desilusión, que aún está lejos de haber sido asimilada. Por eso, me parece
probable que en el futuro se hagan presentes nuevas formas de la concepción
marxista del mundo. De momento, quedó la perplejidad: el fracaso del único sistema
de solución de los problemas humanos científicamente fundado sólo podía
justificar el nihilismo o, en todo caso, el relativismo total.
Relativismo: la filosofía dominante
El relativismo se ha convertido así en el problema central
de la fe en la hora actual. Sin duda, ya no se presenta tan sólo con su vestido
de resignación ante la inmensidad de la verdad, sino también como una posición
definida positivamente por los conceptos de tolerancia, conocimiento dialógico
y libertad, conceptos que quedarían limitados si se afirmara la existencia de
una verdad válida para todos. A su vez, el relativismo aparece como
fundamentación filosófica de la democracia. Ésta, en efecto, se edificaría
sobre la base de que nadie puede tener la pretensión de conocer la vía verdadera,
y se nutriría del hecho de que todos los caminos se reconocen mutuamente como
fragmentos del esfuerzo hacia lo mejor; por eso, buscan en diálogo algo común y
compiten también sobre conocimientos que no pueden hacerse compatibles en una
forma común. Un sistema de libertad debería ser, en esencia, un sistema de
posiciones que se relacionan entre sí como relativas, dependientes, además, de
situaciones históricas abiertas a nuevos desarrollos. Una sociedad liberal
sería, pues, una sociedad relativista; sólo con esta condición podría
permanecer libre y abierta al futuro.
En el campo de la política, esta concepción es exacta en
cierta medida. No existe una opinión política correcta única. Lo relativo - la
construcción de la convivencia entre los hombres, ordenada liberalmente - no
puede ser algo absoluto. Pensar así era precisamente el error del marxismo y de
las teologías políticas. Pero, con el relativismo total, tampoco se puede
conseguir todo en el terreno político: hay injusticias que nunca se convertirán
en cosas justas (como, por ejemplo, matar a un inocente, negar a un individuo o
a un grupo el derecho a su dignidad o a la vida correspondiente a esa
dignidad); y al contrario, hay cosas justas que nunca pueden ser injustas. Por
eso, aunque no se ha de negar cierto derecho al relativismo en el campo
socio-político, el problema se plantea a la hora de establecer sus límites.
Este método ha querido aplicarse, de un modo totalmente consciente, también al
campo de la religión y de la ética. Trataré de esbozar brevemente los
desarrollos que en este punto definen hoy el diálogo teológico.
La llamada teología pluralista de las religiones se había
desarrollado progresivamente ya desde los años cincuenta; sin embargo, sólo
ahora se ha situado en el centro de la conciencia cristiana (1). De algún modo,
esta conquista ocupa hoy - por lo que respecta a la fuerza de su problemática y
a su presencia en los diversos campos de la cultura - el lugar que en el
decenio precedente correspondía a la teología de la liberación. Además, se une
de muchas maneras con ella, e intenta darle una forma nueva y actual. Sus
modalidades son muy variadas; por eso, no es posible resumirla en una fórmula
corta ni presentar brevemente sus características esenciales. Es, por una
parte, un típico vástago del mundo occidental y de sus formas de pensamiento
filosófico; por otra, conecta con las intuiciones filosóficas y religiosas de
Asia, especialmente y de forma asombrosa con las del subcontinente indio. El
contacto entre esos dos mundos le otorga, en el momento histórico presente, un
particular empuje.
Relativismo en teología: la retractación de la cristología
Esta realidad se muestra claramente en uno de sus fundadores
y eminentes representantes, el presbiteriano americano J. Hick, cuyo punto de
partida filosófico se encuentra en la distinción kantiana entre fenómeno y
noúmeno: nosotros nunca podemos captar la verdad última en sí misma, sino sólo
su apariencia en nuestro modo de percibir a través de diferentes lentes. Lo que
nosotros captamos no es propiamente la realidad en sí misma, sino un reflejo a
nuestra medida. En un primer momento, Hick intentó formular este concepto en un
contexto cristocéntrico; después de permanecer un año en la India, lo
transformó - tras lo que él mismo llama un giro copernicano de pensamiento - en
una nueva forma de teocentrismo. La identificación de una forma histórica
única, Jesús de Nazaret, con lo «real» mismo, el Dios vivo, es relegada ahora
como una recaída en el mito. Jesús es conscientemente relativizado como un
genio religioso entre otros. Lo Absoluto o el Absoluto mismo no puede darse en
la historia, sino sólo modelos, formas ideales que nos recuerdan lo que en la
historia nunca se puede captar como tal. De este modo, conceptos como Iglesia,
dogma, sacramentos, deben perder su carácter incondicionado. Hacer un absoluto
de tales mediaciones limitadas, o, más aún, considerarlos encuentros reales con
la verdad universalmente válida del Dios que se revela sería lo mismo que
elevar lo propio a la categoría de absoluto; de este modo, se perdería la
infinitud del Dios totalmente otro.
Desde este punto de vista, que domina más el pensamiento que
la teoría de Hick, afirmar que en la figura de Jesucristo y en la fe de la
Iglesia hay una verdad vinculante y válida en la historia misma es calificado
como fundamentalismo. Este fundamentalismo, que constituye el verdadero ataque
al espíritu de la modernidad, se presenta de diversas maneras como la amenaza
fundamental emergente contra los bienes supremos de la modernidad, es decir, la
tolerancia y la libertad. Por otra parte, la noción de diálogo - que en la
tradición platónica y cristiana ha mantenido una posición de significativa
importancia - cambia de significado, convirtiéndose así en la quintaesencia del
credo relativista y en la antítesis de la conversión y de la misión. En su
acepción relativista, dialogar significa colocar la actitud propia, es decir,
la propia fe, al mismo nivel que las convicciones de los otros, sin reconocerle
por principio más verdad que la que se atribuye a la opinión de los demás. Sólo
si supongo por principio que el otro puede tener tanta o más razón que yo, se
realiza de verdad un diálogo auténtico. Según esta concepción, el diálogo ha de
ser un intercambio entre actitudes que tienen fundamentalmente el mismo rango,
y, por tanto, son mutuamente relativas; sólo así se podrá obtener el máximo de
cooperación e integración entre las diferentes formas religiosas (2). La
disolución relativista de la cristología y, más aún, de la eclesiología, se convierte,
pues, en un mandamiento central de la religión. Para volver al pensamiento de
Hick: la fe en la divinidad de una persona concreta - nos dice - conduce al
fanatismo y al particularismo, a la disociación de fe y amor; y esto es
precisamente lo que hay que superar (3).
El recurso a las religiones de Asia
En el pensamiento de Hick, que consideramos aquí como un
representante eminente del relativismo religioso, se aproximan extrañamente la
filosofía postmetafísica de Europa y la teología negativa de Asia, para la cual
lo divino no puede nunca entrar por sí mismo y desveladamente en el mundo de
apariencia en que vivimos, sino que se muestra siempre en reflejos relativos y
queda más allá de toda palabra y de toda noción, en una transcendencia absoluta
(4). Ambas filosofías se diferencian fundamentalmente tanto por su punto de
partida como por la orientación que imprimen a la existencia humana, pero
parecen confirmarse mutuamente en su relativismo metafísico y religioso. El
relativismo arreligioso y pragmático de Europa y América puede conseguir de la
India una especie de consagración religiosa, que parece dar a su renuncia al
dogma la dignidad de un mayor respeto ante el misterio de Dios y del hombre. A
su vez, el hacer referencia del pensamiento europeo y americano a la visión
filosófica y teológica de la India refuerza la relativización de todas las
figuras religiosas propias de la cultura hindú. De este modo, también a la
teología cristiana en la India se le presenta como imperativo apartar la imagen
de Cristo de su posición exclusiva - juzgada típicamente occidental - para
colocarla al mismo nivel que los mitos salvíficos indios: el Jesús histórico -
así se piensa ahora - no es más Logos absoluto que cualquier otra figura
salvífica de la historia (5).
Bajo el signo del encuentro de las culturas, el relativismo
parece presentarse aquí como la verdadera filosofía de la humanidad; este hecho
le otorga visiblemente - en Oriente y en Occidente, como se ha señalado antes -
una fuerza ante la que parece que ya no cabe resistencia alguna. Quien se
resiste, se opone no sólo a la democracia y a la tolerancia - es decir, a los
imperativos básicos de la comunidad humana -, sino que además persiste
obstinadamente en la prioridad de la propia cultura occidental, y se niega al
encuentro de las culturas, que es notoriamente el imperativo del momento
presente. Quien desea permanecer en la fe de la Biblia y de la Iglesia, se ve
empujado, de entrada, a una tierra de nadie en el plano cultural; debe, como
primera medida, redescubrir la «locura de Dios» para reconocer en ella la
verdadera sabiduría.
Ortodoxia y ortopraxis
Para ayudarnos en este intento de penetrar en la sabiduría
encerrada en la locura de la fe, nos conviene tratar de conocer mejor la teoría
relativista de la religión de Hick, y descubrir por qué caminos conduce al
hombre. A fin de cuentas, la religión significa para Hick que el hombre pasa de
la «self-centredness» como existencia del viejo Adán a la «reality-centredness»
como existencia del hombre nuevo, y de este modo se extiende desde el propio yo
hacia el tú del prójimo (6). Suena hermoso, pero, considerado con profundidad,
resulta tan hueco y vacío como la llamada a la autenticidad de Bultmann, que, a
su vez, había tomado ese concepto de Heidegger. Para esto no hace falta
religión.
Consciente de estos límites, el antes sacerdote católico P.
Knitter ha intentado superar el vacío de una teoría de la religión reducida al
imperativo categórico, mediante una nueva síntesis entre Asia y Europa, más
concreta e internamente enriquecida (7). Su propuesta tiende a dar a la
religión una nueva concreción mediante la unión de la teología de la religión
pluralista con las teologías de la liberación. El diálogo interreligioso debe
simplificarse radicalmente y hacerse efectivo prácticamente, fundándolo sobre
un único principio: «el primado de la ortopraxis respecto a la ortodoxia» (8).
Este poner la praxis por encima del conocer es también herencia claramente
marxista. Pero mientras el marxismo concreta sólo lo que proviene lógicamente
de la renuncia a la metafísica - cuando el conocer es imposible, sólo queda la
acción -, Knitter afirma: no se puede conocer lo absoluto, pero sí hacerlo. La
cuestión, sin embargo, es: ¿es verdadera esta afirmación? ¿Dónde encuentro la
acción justa, si no puedo conocer en absoluto lo justo? El fracaso de los
regímenes comunistas se debe precisamente a que han tratado de cambiar el mundo
sin saber qué es bueno y qué no es bueno para el mundo, sin saber en qué
dirección debe modificarse el mundo para hacerlo mejor. La mera praxis no es
luz.
Éste es el punto crucial para un examen crítico de la noción
de ortopraxis. La anterior historia de la religión había comprobado que las
religiones de la India no conocían en general una ortodoxia, sino más bien una
ortopraxis; de ahí ha entrado probablemente la noción en la teología moderna.
Pero en la descripción de las religiones de la India esto tenía un significado
muy preciso: se quería decir que estas religiones no tenían un catecismo
general obligatorio y que la pertenencia a ellas, por tanto, no estaba definida
por la aceptación de un credo particular. Más bien estas religiones tienen un
sistema de acciones rituales que consideran necesario para la salvación, y que
distingue al «creyente» del no creyente. En ellas, el creyente no se reconoce
por determinados conocimientos, sino por la observancia escrupulosa de un
ritual que abarca toda la vida. El significado de ortopraxis, es decir, el
recto obrar, está determinado con gran precisión: se trata de un código de
ritos. Por otra parte, la palabra ortodoxia tenía originariamente, en la
Iglesia primitiva y en las Iglesias orientales, casi la misma significación.
Porque en el sufijo «doxia», por supuesto, doxa no se entendía en el sentido de
«opinión» (opinión verdadera): las opiniones, desde el punto de vista griego,
son siempre relativas, doxa era más bien entendido en su sentido de «gloria,
glorificación». Ser ortodoxo significaba, por tanto, conocer y practicar el
modo justo con el que Dios quiere ser glorificado. Se refiere al culto, y, a
partir del culto, a la vida. En este sentido, habría aquí un punto sólido para
un diálogo fructuoso entre el Este y el Oeste.
Pero volvamos a la recepción del término ortopraxis en la
teología moderna. En este caso nadie piensa ya en el seguimiento de un ritual.
La palabra ha cobrado un significado nuevo, que nada tiene que ver con el
auténtico concepto indio. A decir verdad, algo queda de él: si la exigencia de
ortopraxis tiene un sentido, y no quiere ser la tapadera de la carencia de
obligatoriedad, entonces se debe dar también una praxis común, reconocible por
todos, que supere la general palabrería del «centramiento en el yo» y la
«referencia al tú». Si se excluye el sentido ritual que se le daba en Asia,
entonces la praxis sólo puede ser comprendida como ética o como política. La
ortopraxis supondría, en el primer caso, un «ethos» claramente definido en
cuanto a su contenido. Esto viene, sin duda, excluido en la discusión ética
relativista: ahora ya no hay nada bueno o malo en sí mismo. Pero si se entiende
la ortopraxis en un sentido socio-político, vuelve a plantearse la pregunta por
la naturaleza de la correcta acción política. Las teologías de la liberación,
animadas por la convicción de que el marxismo nos señala claramente cuál es la
buena praxis política, podían emplear la noción de ortopraxis en su sentido propio.
No se trataba en este caso de no-obligatoriedad, sino de una forma establecida
para todos de la praxis correcta - o sea, ortopraxis -, que reunía a la
comunidad y distinguía de ella a los que rechazaban el obrar correcto. En esta
medida las teologías de la liberación marxistas eran, a su modo, lógicas y
consecuentes.
Como se ve, esta ortopraxis reposa, sin embargo, sobre una
cierta ortodoxia - en el sentido moderno -: un armazón de teorías obligatorias
acerca del camino hacia la libertad. Knitter se encuentra en las proximidades
de este principio cuando afirma que el criterio para diferenciar la ortopraxis
de la pseudo-praxis es la libertad (9). Pero todavía tiene que explicarnos de
una manera convincente y práctica qué es la libertad, y qué sirve a la verdadera
liberación del hombre: la ortopraxis marxista seguro que no, como hemos visto.
Una cosa sin embargo es clara: las teorías relativistas desembocan en el
arbitrio y se vuelven por ello superfluas, o bien pretenden una normatividad
absoluta, que ahora se sitúa en la praxis, erigiendo en ella un absolutismo que
no tiene lugar. A decir verdad, es un hecho que también en Asia se proponen hoy
concepciones de la teología de la liberación como formas de cristianismo
presuntamente más adecuadas al espíritu asiático, y que sitúan el núcleo de la
acción religiosa en el ámbito político. Donde el misterio ya no cuenta, la
política debe convertirse en religión. Y, sin duda, esto es profundamente
opuesto a la visión religiosa asiática original.
New Age
El relativismo de Hick, Knitter y teorías afines se basa, a
fin de cuentas, en un racionalismo que declara a la razón - en el sentido
kantiano - incapaz del conocimiento metafísico (10); la nueva fundamentación de
la religión tiene lugar por un camino pragmático con tonos más éticos o más
políticos. Pero hay también una respuesta conscientemente antirracionalista a
la experiencia del lema «todo es relativo» que se reúne bajo la pluriforme
denominación de «New Age» (11).
Para los partidarios del New Age, el remedio del problema
del relativismo no hay que buscarlo en un nuevo encuentro del yo con el tú o
con el nosotros, sino en la superación del sujeto, en el retorno extático a la
danza cósmica. Al igual que la gnosis antigua, esta solución se considera en
sintonía con todo lo que enseña la ciencia y pretende, además, valorar los
conocimientos científicos de cualquier género (biología, psicología,
sociología, física). Al mismo tiempo, sin embargo, partiendo de estas premisas,
quiere ofrecer un modelo totalmente antirracionalista de religión, una moderna
«mística» en la que lo absoluto no se puede creer, sino experimentar. Dios no
es una persona que está frente al mundo, sino la energía espiritual que invade
el Todo. Religión significa la inserción de mi yo en la totalidad cósmica, la
superación de toda división. K.H. Menke describe muy bien el giro espiritual
que de ello deriva, cuando afirma: «El sujeto, que pretendía someter a sí todo,
se transfunde ahora en el ´Todo´» (12). La razón objetivante nos cierra el
camino hacia el misterio de la realidad; la yoidad nos aísla de la abundancia
de la realidad cósmica, destruye la armonía del todo, y es la verdadera causa
de nuestra irredención. La redención está en el desenfreno del yo, en la
inmersión en la exuberancia de lo vital, en el retorno al Todo. Se busca el
éxtasis, la embriaguez de lo infinito, que puede acaecer en la música
embriagadora, en el ritmo, en la danza, en el frenesí de luces y sombras, en la
masa humana. De este modo, no sólo se vuelca el camino de la época moderna
hacia el dominio absoluto del sujeto; aun más, el hombre mismo, para ser
liberado, debe deshacerse en el «Todo». Los dioses retornan. Ellos aparecen más
creíbles que Dios. Hay que renovar los ritos primitivos en los que el yo se
inicia en el misterio del Todo y se libera de sí mismo.
La reedición de religiones y cultos precristianos, que hoy
se intenta con frecuencia, tiene muchas explicaciones. Si no existe la verdad
común, vigente precisamente porque es verdadera, el cristianismo es sólo algo
importado de fuera, un imperialismo espiritual que se debe sacudir con no menos
fuerza que el político. Si en los sacramentos no tiene lugar el contacto con el
Dios vivo de todos los hombres, entonces son rituales vacíos que no nos dicen
nada ni nos dan nada; que, a lo sumo, nos permiten percibir lo numinoso, que
reina en todas las religiones. Aún entonces, parece más sensato buscar lo
originalmente propio, en lugar de dejarse imponer algo ajeno y anticuado. Pero,
ante todo, si la «sobria ebriedad» del misterio cristiano no puede embriagarnos
de Dios, entonces hay que invocar la embriaguez real de éxtasis eficaces, cuya
pasión arrebata y nos convierte - al menos por un instante - en dioses, y nos
deja percibir por un momento el placer de lo infinito y olvidar la miseria de
lo finito. Cuanto más manifiesta sea la inutilidad de los absolutismos
políticos, tanto más fuerte será la atracción del irracionalismo, la renuncia a
la realidad de lo cotidiano (13).
El pragmatismo en la vida cotidiana de la Iglesia
Junto a estas soluciones radicales, y junto al gran
pragmatismo de las teologías de la liberación, está también el pragmatismo gris
de la vida cotidiana de la Iglesia, en el que aparentemente todo continúa con
normalidad, pero en realidad la fe se consume y decae en lo mezquino. Pienso en
dos fenómenos, que considero con preocupación. En primer lugar, existe en
diversos grados de intensidad el intento de extender a la fe y a las costumbres
el principio de la mayoría, para así «democratizar», por fin, decididamente la
Iglesia. Lo que no parece evidente a la mayoría no puede ser obligatorio; eso
parece. Pero propiamente, ¿a qué mayoría? ¿Habrá mañana una mayoría como la de
hoy? Una fe que nosotros mismos podemos determinar no es en absoluto una fe. Y
ninguna minoría tiene por qué dejarse imponer la fe por una mayoría. La fe,
junto con su praxis, o nos llega del Señor a través de su Iglesia y la vida
sacramental, o no existe en absoluto. El abandono de la fe por parte de muchos
se basa en el hecho de que les parece que la fe podría ser decidida por alguna
instancia burocrática, que sería como una especie de programa de partido: quien
tiene poder dispone qué debe ser de fe, y por eso importa en la Iglesia misma
llegar al poder o, de lo contrario - más lógico y más aceptable -, no creer.
El otro punto, sobre el que quería llamar la atención, se
refiere a la liturgia. Las diversas fases de la reforma litúrgica han dejado
que se introduzca la opinión de que la liturgia puede cambiarse
arbitrariamente. De haber algo invariable, en todo caso se trataría de las
palabras de la consagración; todo lo demás se podría cambiar. El siguiente
pensamiento es lógico: si una autoridad central puede hacer esto, ¿por qué no
también una instancia local? Y si lo pueden hacer las instancias locales, ¿por
qué no en realidad la comunidad misma? Ésta se debería poder expresar y
encontrar en la liturgia. Tras la tendencia racionalista y puritana de los años
setenta e incluso de los ochenta, hoy se siente el cansancio de la pura
liturgia hablada y se desea una liturgia vivencial que no tarda en acercarse a
las tendencias del New Age: se busca lo embriagador y extático, y no la «logikè
latreia», la «rationabilis oblatio» de que habla Pablo y con él la liturgia
romana (Rom 12,1).
Admito que exagero; lo que digo no describe la situación
normal de nuestras comunidades. Pero las tendencias están ahí. Y por eso se nos
ha pedido estar en vela, para que no se nos introduzca subrepticiamente un
Evangelio distinto del que nos ha entregado el Señor - la piedra en lugar del
pan.
Tareas de la teología
Nos encontramos, en resumidas cuentas, en una situación
singular: la teología de la liberación había intentado dar al cristianismo,
cansado de los dogmas, una nueva praxis mediante la cual finalmente tendría
lugar la redención. Pero esa praxis ha dejado tras de sí ruina en lugar de
libertad. Queda el relativismo y el intento de conformarnos con él. Pero lo que
así se nos ofrece es tan vacío que las teorías relativistas buscan ayuda en la
teología de la liberación, para, desde ella, poder ser llevadas a la práctica.
El New Age dice finalmente: dejemos el fracasado experimento del cristianismo;
volvamos mejor de nuevo a los dioses, que así se vive mejor. Se presentan
muchas preguntas. Tomemos la más práctica: ¿por qué se ha mostrado tan
indefensa la teología clásica ante estos acontecimientos? ¿Dónde se encuentran
los puntos débiles que la han vuelto ineficaz?
Desearía mencionar dos puntos que, a partir de Hick y
Knitter, nos salen al encuentro. Ambos se remiten, para justificar su labor
destructiva de la cristología, a la exégesis: dicen que la exégesis ha probado
que Jesús no se consideraba en absoluto hijo de Dios, Dios encarnado, sino que
él habría sido hecho tal después, de un modo gradual, por obra de sus
discípulos (14). Ambos - Hick más claramente que Knitter - se remiten, además,
a la evidencia filosófica. Hick nos asegura que Kant ha probado
irrefutablemente que lo absoluto o el Absoluto no puede ser reconocido en la
historia ni aparecer en ella como tal (15). Por la estructura de nuestro
conocimiento, no puede darse - según Kant - lo que la fe cristiana sostiene;
así, milagros, misterios o sacramentos son supersticiones, como nos aclara Kant
en su obra «La religión dentro de los límites de la mera razón» (16). Las
preguntas por la exégesis y por los límites y posibilidad de nuestra razón, es
decir, por las premisas filosóficas de la fe, me parece que indican de hecho el
punto crucial de la crisis de la teología contemporánea, por el que la fe - y,
cada vez más, también la fe de los sencillos - entra en crisis.
Querría ahora tan sólo bosquejar la tarea que se nos
presenta. En primer lugar, por lo que se refiere a la exégesis, sea dicho de
entrada que Hick y Knitter no pueden indudablemente apoyarse en la exégesis en
general, como si se tratase de un resultado indiscutible y compartido por todos
los exegetas. Esto es imposible en la investigación histórica, que no conoce
tal tipo de certeza. Y todavía más imposible respecto de una pregunta que no es
puramente histórica o literaria, sino que encierra opciones valorativas que
exceden la mera comprobación de lo pasado y la mera interpretación de textos.
Pero es cierto que un recorrido global a través de la exégesis moderna puede
dejar una impresión que se acerca a la de Hick y Knitter.
¿Qué tipo de certeza le corresponde? Supongamos - lo que se
puede dudar - que la mayoría de los exegetas piensa así; todavía permanece la
pregunta: ¿Hasta qué punto está fundada dicha opinión mayoritaria? Mi tesis es
la siguiente: el hecho de que muchos exegetas piensen como Hick y Knitter, y
reconstruyan como ellos la historia de Jesús, se debe a que comparten su misma
filosofía. No es la exégesis la que prueba la filosofía, sino la filosofía la
que engendra la exégesis (17). Si yo sé a priori (para hablar con Kant) que
Jesús no puede ser Dios, que los milagros, misterios y sacramentos son tres
formas de superstición, entonces no puedo descubrir en los libros sagrados lo
que no puede ser un hecho. Sólo puedo descubrir por qué y cómo se llegó a tales
afirmaciones, y cómo se han ido formando gradualmente.
Veámoslo con algo más de precisión. El método
histórico-crítico es un excelente instrumento para leer fuentes históricas e
interpretar textos. Pero contiene su propia filosofía que, en general - por
ejemplo, cuando intento estudiar la historia de los emperadores medievales -,
apenas tiene relevancia. Y es que, en este caso, quiero conocer el pasado, y
nada más. Tampoco esto se puede hacer de un modo neutral, y por eso también
aquí hay límites del método. Pero si se aplica a la Biblia, salen a la luz muy
claramente dos factores que de lo contrario no se notarían. En primer lugar, el
método quiere conocer lo pasado como pasado. Quiere captar con la mayor
precisión lo que sucedió en un momento pretérito, encerrado en su situación de pasado,
en el punto en que se encontraba entonces. Y, además, presupone que la historia
es, en principio, uniforme: el hombre con todas sus diferencias, el mundo con
todas sus distinciones, está determinado de tal modo por las mismas leyes y los
mismos límites, que puedo eliminar lo que es imposible. Lo que hoy no puede
ocurrir de ningún modo, no pudo tampoco suceder ayer, ni sucederá tampoco
mañana.
Si aplicamos esto a la Biblia, resulta que un texto, un
acontecimiento, una persona estará fijada estrictamente en su pasado. Se quiere
averiguar lo que el autor pasado ha dicho entonces y puede haber dicho o
pensado. Se trata de lo «histórico», de lo «pasado». Por eso la exégesis
histórico-crítica no me trae la Biblia al hoy, a mi vida actual. Esto es
imposible. Por el contrario, ella la separa de mí y la muestra estrictamente
asentada en el pasado. Éste es el punto en que Drewermann ha criticado con
razón la exégesis histórico-crítica en la medida en que pretende ser
autosuficiente. Esta exégesis, por definición, expresa la realidad, no de hoy,
ni mía, sino de ayer, de otro. Por eso nunca puede mostrar al Cristo de hoy,
mañana y siempre, sino solamente - si permanece fiel a sí misma - al Cristo de
ayer.
A esto hay que añadir la segunda suposición, la homogeneidad
del mundo y de la historia, es decir, lo que Bultmann llama la moderna imagen
del mundo. M. Waldstein ha mostrado, con un cuidadoso análisis, que la teoría
del conocimiento de Bultmann estaba totalmente influida por el neokantismo de
Marburgo (18). Gracias a él sabía lo que puede y no puede existir. En otros
exegetas, la conciencia filosófica estará menos pronunciada, pero la
fundamentación mediante la teoría del conocimiento kantiana está siempre
implícitamente presente, como acceso hermenéutico incuestionable a la crítica.
Porque esto es así, la autoridad de la Iglesia no puede imponer sin más que se
deba encontrar en la Sagrada Escritura una cristología de la filiación divina.
Pero sí que puede y debe invitar a examinar críticamente la filosofía del propio
método. En definitiva, se trata de que, en la revelación de Dios, Él, el
Viviente y Verdadero, irrumpe en nuestro mundo y abre también la cárcel de
nuestras teorías, con cuyas rejas nos queremos proteger contra esa venida de
Dios a nuestras vidas. Gracias a Dios, en medio de la actual crisis de la
filosofía y de la teología, se ha puesto hoy en marcha, en la misma exégesis,
una nueva reflexión sobre los principios fundamentales, elaborada también
gracias a los conocimientos conseguidos mediante un cuidadoso análisis
histórico de los textos (19). Éstos ayudan a romper la prisión de previas
decisiones filosóficas, que paraliza la interpretación: la amplitud de la
palabra se abre de nuevo.
El problema de la exégesis se encuentra ligado, como vimos,
al problema de la filosofía. La indigencia de la filosofía, la indigencia a la
que la paralizada razón positivista se ha conducido a sí misma, se ha
convertido en indigencia de nuestra fe. La fe no puede liberarse, si la razón
misma no se abre de nuevo. Si la puerta del conocimiento metafísico permanece
cerrada, si los límites del conocimiento humano fijados por Kant son
infranqueables, la fe está llamada a atrofiarse: sencillamente le falta el aire
para respirar. Cuando una razón estrictamente autónoma, que nada quiere saber
de la fe, intenta salir del pantano de la incerteza «tirándose de los cabellos»
- por expresarlo de algún modo -, difícilmente ese intento tendrá éxito. Porque
la razón humana no es en absoluto autónoma. Se encuentra siempre en un contexto
histórico. El contexto histórico desfigura su visión (como vemos); por eso
necesita también una ayuda histórica que le ayude a traspasar sus barreras
históricas (20). Soy de la opinión de que ha naufragado ese racionalismo
neo-escolástico que, con una razón totalmente independiente de la fe, intentaba
reconstruir con una pura certeza racional los «praeambula fidei»; no pueden
acabar de otro modo las tentativas que pretenden lo mismo. Sí: tenía razón Karl
Barth al rechazar la filosofía como fundamentación de la fe independiente de la
fe; de ser así, nuestra fe se fundaría, al fin y al cabo, sobre las cambiantes
teorías filosóficas. Pero Barth se equivocaba cuando, por este motivo, proponía
la fe como una pura paradoja que sólo puede existir contra la razón y como
totalmente independiente de ella. No es la menor función de la fe ofrecer la
curación a la razón como razón; no la violenta, no le es exterior, sino que la
hace volver en sí. El instrumento histórico de la fe puede liberar de nuevo a
la razón como tal, para que ella - introducida por éste en el camino - pueda de
nuevo ver por sí misma. Debemos esforzarnos hacia un nuevo diálogo de este tipo
entre fe y filosofía, porque ambas se necesitan recíprocamente. La razón no se
salvará sin la fe, pero la fe sin la razón no será humana.
Perspectiva
Si consideramos la presente situación cultural, acerca de la
cual he intentado dar algunas indicaciones, nos debe francamente parecer un
milagro que, a pesar de todo, todavía haya fe cristiana. Y no sólo en las
formas sucedáneas de Hick, Knitter y otros; sino la fe completa y serena del
Nuevo Testamento, de la Iglesia de todos los tiempos. ¿Por qué tiene la fe, en
suma, todavía una oportunidad? Yo diría lo siguiente: porque está de acuerdo
con lo que el hombre es. Y es que el hombre es algo más de lo que Kant y los
distintos filósofos postkantianos quieren ver y conceder. Kant mismo lo ha
debido reconocer de algún modo con sus postulados. En el hombre anida un anhelo
inextinguible hacia lo infinito. Ninguna de las respuestas intentadas es
suficiente; sólo el Dios que se hizo Él mismo finito para abrir nuestra finitud
y conducirnos a la amplitud de su infinitud, responde a la pregunta de nuestro
ser. Por eso, también hoy la fe cristiana encontrará al hombre. Nuestra tarea es
servirla con ánimo humilde y con todas las fuerzas de nuestro corazón y de
nuestro entendimiento.
Notas
1. Una visión panorámica sobre los exponentes de mayor
relieve de la teología pluralista se encuentra en P. Schmidt-Leukel, "Das
Pluralistische Modell in der Theologie der Religionen. Ein
Literaturbericht", en: Theologische Revue 89 (1993) 353-370. Para una
crítica: M. von Bruck-J. Werbick, Der einzige Weg zum Heil? Die Herausforderung
des christlichen Absolutheitsanspruchs durch pluralistische Religionstheologien
(QD 143, Freiburg 1993); K.-H. Menke, Die Einzigkeit Jesu Christi im Horizont
der Sinnfrage (Freiburg 1995), espec 75-176. Menke ofrece una excelente
introducción a las posiciones de dos representantes principales de esta
corriente, J Hick y P.F. Knitter, de la que me sirvo ampliamente para las
siguientes reflexiones. En el desarrollo de estos problemas Menke ofrece, en la
segunda parte de su obra, indicaciones importantes y dignas de ser tomadas en
consideración, pero suscita también algún problema. Un interesante esfuerzo por
afrontar sistemáticamente la cuestión de las religiones en una perspectiva
cristológica es el efectuado por B. Stubenrauch, Dialogisches Dogma. Der
christliche Auftrag zur interreligiösen Begegnung (QD 158, Freiburg 1995).
También se ocupa del problema de la teología pluralista de las religiones un
documento de la Comisión Teológica Internacional, que está en preparación.
2. Cf. al respecto el instructivo editorial de la revista
Civiltà Cattolica, cuaderno 1, 1996, pp. 107-120: "Il cristianesimo e le
altre religioni". Ahí se establece una estrecha confrontación sobre todo
con Hick, Knitter y P. Panikkar.
3. Cf. por
ejemplo J. Hick, An Interpretation of Religion. Human Responses to Transcendent
(London 1989); Menke, loc. cit., 90.
4. Cf. E.
Frauwallner, Geschichte der indischen Philosophie, 2 vol. (Salzburg 1953 y
1956); H. v. Glasenapp, Die Philosophie der Inder (Stuttgart 1985, 4a. ed.);
S.N. Dasgupta, History of Indian Philosophy, 5 vol. (Cambridge 1922-1955); K.B.
Ramakrishna Rao, Ontology of Advaita with special reference to Maya (Mulki
19ó4).
5. Se mueve
decididamente en esta dirección F. Wilfred, Beyond settled foundations. The
Journey of Indian Theology (Madras 1993); Id., "Some tentative reflections
on the language of Christian uniqueness: An Indian Perspective", en Pont.
Cons. pro Dialogo inter Religiones. Pro Dialogo. Bulletin 85-86 (1994/1) 40-57.
6. J. Hick,
Evil and the God of Love (Norfolk 1975, 4a. ed.) 240s; An Interpretation of
Religion, 236-240; cf. Menke, loc. cit., 81s.
7. La obra principal de J. Knitter: No Other Name! A Critical Survey of Christian
Attitudes towards the World Religions (New York 1985) ha sido traducida en
muchas lenguas. Cf. al respecto Menke, loc. cit., 94-110. A. Kolping
presenta también una cuidadosa valoración crítica en su recensión en:
Theologische Revue 87 (1991) 234-240.
8. Cf.
Menke, loc. cit., 95.
9. Cf. ib.,
109.
10. Knitter y Hick, al rechazar el absoluto en la historia,
hacen referencia a la filosofía de Kant; cf. Menke 78 y 108.
11. El concepto de New Age, o era del Acuario, fue acuñado
hacia la mitad de nuestro siglo por Raul Le Cour (1937) y Alice Bailey (quien
afirmó haber recibido en 1945 mensajes relativos a un nuevo orden universal y
una nueva religión universal). Entre el 1960 y el 1970 surgió también en
California el Instituto Esalen. Actualmente la exponente más famosa del New Age
es Marilyn Ferguson. Michael Fuss ("New Age: Supermarkt alternativer
Spiritualität", en Communio 20, 1991, pp. 148-157) ve en el New Age una
combinación de elementos judeo-cristianos con el proceso de secularización, en
donde confluyen también corrientes gnósticas y elementos de las religiones
orientales. Una útil orientación sobre esta temática se encuentra en la carta
pastoral del Card. G. Danneels, traducida en diversas lenguas, Le Christ ou le
Verseau (1990). Cf. también
Menke, loc. cit., 31-36; J. Le Bar (dirigida por), Cults Sects and the New Age
(Huntington, Indiana, s.a.).
12. Loc. cit., 33.
13. Es necesario destacar que se van configurando cada vez
más claramente dos diversas corrientes del New Age: una gnóstico religiosa, que
busca el ser trascendente y transpersonal y en él el yo auténtico; otra
ecológico monista, que se dirige a la materia, a la Madre Tierra y en el eco
feminismo se enlaza con el feminismo.
14. Las pruebas están expuestas en Menke, loc. cit., 90 y
97.
15. Cf. nota 10.
16. B 302.
17. Esto se puede constatar muy claramente en el encuentro
entre A. Schlatter y A. von Harnack al final del siglo pasado, como ha sido
descrito cuidadosamente en base a las fuentes en W. Neuer, Adolf Schlatter. Ein
Leben für Theologie und Kirche (Stuttgart 1996) 301ss. He buscado exponer mi
opinión acerca de este problema en la "Questio disputata" dirigida
por mí: Schriftauslegung im Widerstreit (Freiburg 1989) 15-44. Cf. también la
obra colectiva: I. de la Potterie - R. Guardini - J. Ratzinger - G. Colombo -
E. Bíanchi, L´esegesi cristiana oggi (Casale Monferrato 1991).
18. M.
Waldstein, "The foundations of Bultmann´s work", en Communio am.
1987, pp. 115-145.
19. Cf. por
ejemplo el volumen colectivo, dirigido por C.E. Braaten y R.W. Jensson:
Reclaiming the Bible for the Church (Cambridge, USA 1995), y en particular la
aportación de B.S. Childs, "On Reclaiming the Bible for Christian
Theology", ib., pp.1-17.
20. El haber descuidado esto y el haber querido
buscar un fundamento racional de la fe que fuera presuntamente del todo independiente
de la fe (una posición que no convence por su pura racionalidad abstracta) es,
en mi opinión, el error esencial, en el plano filosófico, del intento efectuado
por H.J. Verweyen, Gottes letztes Wort (Düsseldorf 1991), del cual habla Menke,
loc. cit., 111-176, aun cuando lo que él dice contenga muchos elementos
importantes y válidos. Considero, en cambio, histórica y objetivamente más
fundada la posición de J. Pieper (véase la nueva edición de sus libros:
Schriften zum Philosophiebegriff, Hamburg Meiner 1995).
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