Cuando San José duerme…
Queridos hermanas y hermanos:
Hace poco pude ver en casa de unos amigos una representación
de san José que me ha hecho pensar mucho. Es un relieve procedente de un
retablo portugués de la época barroca, en el que se muestra la noche de la fuga
hacia Egipto. Se ve una tienda abierta, y junto a ella un ángel en postura
vertical. Dentro, José, que está durmiendo, pero vestido con la indumentaria de
un peregrino, calzado con botas altas como se necesitan para una caminata
difícil. Si en primera impresión resulta un tanto ingenuo que el viajero
aparezca a la vez como durmiente, pensando más a fondo empezamos a comprender
lo que la imagen nos quiere sugerir.
Los silencios
Duerme José, ciertamente, pero a la vez está en disposición
de oír la voz del ángel (Mt 2,13ss). Parece desprenderse de la escena lo que el
Cantar de los Cantares había proclamado: Yo dormía, pero mi corazón estaba
vigilante (Cant 5,2). Reposan los sentidos exteriores, pero el fondo del alma
se puede franquear. En esa tienda abierta tenemos una figuración del hombre
que, desde lo profundo de sí mismo, puede oír lo que resuene en su interior o
se lo diga desde arriba; del hombre cuyo corazón está lo suficientemente
abierto como para recibir lo que el Dios vivo y su ángel le comuniquen. En esa
profundidad el alma de cualquier hombre se puede encontrar con Dios. Desde ella
Dios nos habla a cada uno y se nos muestra cercano.
Sin embargo, la mayoría de las veces nos hallamos invadidos
por cuidados, inquietudes, expectativas y deseos de todas clases; tan repletos
de imágenes y apremios producidos por el vivir de cada día, que, por mucho que
vigilemos externamente, se nos pide la interna vigilancia y, con ella, el
sonido de las voces que nos hablan desde lo más íntimo del alma. Ésta se halla
tan cargada y son tantas las murallas elevadas en su interior, que la voz suave
del Dios próximo no puede hacerse oír. Con la llegada de la Edad Moderna, los
hombres hemos ido dominando cada vez más el mundo, y disponiendo de las cosas a
la medida de nuestros deseos; pero estos adelantos en nuestro dominio sobre las
cosas, y en el conocimiento de lo que podemos hacer con ellas, ha encogido a la
vez nuestra sensibilidad de tal manera, que nuestro universo se ha tornado
unidimensional. Estamos dominados por nuestras cosas, por todos los objetos que
alcanzan nuestras manos, y que nos sirven de instrumentos para producir otros
objetos. En el fondo, no vemos otra cosa que nuestra propia imagen, y estamos
incapacitados para oír la voz profunda que, desde la Creación, nos habla
también hoy de la bondad y la belleza de Dios.
Ese José que duerme, pero que al mismo tiempo se halla
presto para oír lo que resuene por dentro y desde lo alto -porque no es otra
cosa lo que acaba de decirnos el Evangelio de este día-, es el hombre en el que
se unen el íntimo recogimiento y la prontitud. Desde la tienda abierta de su
vida, nos invita a retirarnos un poco del bullicio de los sentidos; a que
recuperemos también nosotros el recogimiento; a que sepamos dirigir la mirada
hacia el interior y hacia lo alto, para que Dios pueda tocarnos el alma y
comunicarle su palabra. La Cuaresma es un tiempo especialmente adecuado para
que nos apartemos de los apremios cotidianos, y dirijamos nuevamente nuestros
pasos por los caminos del interior.
Se levanta y acoge el plan de Dios
Pasamos al segundo punto. Ese José que vemos está pronto
para erguirse y, como dice el Evangelio, cumplir la voluntad de Dios (Mt 1,24;
2,14). Así toma contacto con el centro de la vida de María, la respuesta que
iba a dar en el momento decisivo de su existencia: He aquí la sierva del Señor
(Lc 1,38). San José reacciona así: Aquí tienes a tu siervo. Dispón de mí.
Coincide su respuesta con la de Isaías en el instante de recibir el
llamamiento: Heme aquí, Señor. Envíame (Is 6,8, en relación con 1 Sam 3,8ss).
Esa llamada informará su vida entera en adelante. Pero también hay otro texto
de la Escritura que viene aquí a propósito: el anuncio que Jesús hace a Pedro
cuando le dice: Te llevarán adonde tú no quieras ir (Jn 21,10). José, con su
presteza, lo ha hecho regla de su vida: porque se halla preparado para dejarse
conducir, aunque la dirección no sea la que él quiere. Su vida entera es una
historia de correspondencias de este tipo.
Comenzó con el mensaje del ángel sobre el secreto de la
maternidad divina de María, el Misterio de la llegada del Mesías. De improviso,
la idea que se había hecho de una vida discreta, sencilla y apacible, resulta
trastornada cuando se siente incorporado a la aventura de Dios entre los
hombres. Al igual que sucediera en el caso de Moisés ante la zarza ardiente, se
ha encontrado cara a cara con un misterio del que le toca ser testigo y
copartícipe. Muy pronto ha de saber lo que ello implica: que el nacimiento del
Mesías no podrá suceder en Nazaret. Ha de partir para Belén, que es la ciudad de
David; pero tampoco será en ella donde suceda: porque los suyos no le acogieron
(Jn 1,11). Apunta ya la hora de la Cruz: porque el Señor ha de nacer en las
afueras, en un establo. Luego viene, tras la nueva comunicación del ángel, la
salida de Egipto, donde ha de correr la suerte de los sin casa y sin patria:
refugiados, extranjeros, desarraigados que buscan un lugar donde instalarse con
los suyos.
Volverá, pero sin que hayan terminado los peligros. Más
tarde sufrirá la dolorosa experiencia de los tres días durante los que Jesús
está perdido (Lc 2,46), esos tres días que son como un presagio de los que
mediarán entre la Cruz y la Resurrección: días en los que el Señor ha
desaparecido y se siente su vacío. Y, al igual que el Resucitado no habrá de
retornar para vivir entre los suyos con la familiaridad de aquellos días que se
fueron, sino que dice: No quieras retenerme, porque he de subir al Padre, y
podrás estar conmigo cuando tú también subas (cfr Jn 20,17), así ahora, cuando
Jesús es encontrado en el Templo, reaparece en primer plano el misterio de
Jesús en lo que tiene de lejanía, de gravedad y de grandeza. José se siente, en
cierto modo, puesto en su sitio por Jesús, pero a la vez encaminado hacia lo
alto. Yo debía ocuparme de las cosas de mi Padre (Lc 2,19). Es como si le
dijera: Tú no eres padre mío, sino guardián, que, al recibir la confianza de
este oficio, has recibido el encargo de custodiar el misterio de la
Encarnación.
Y morirá por fin José sin haber visto manifestarse la misión
de Jesús. En su silencio quedarán sepultados todos sus padecimientos y
esperanzas. La vida de este hombre no ha sido la del que, pretendiendo
realizarse a sí mismo, busca en sí solamente los recursos que necesita para
hacer de su vida lo que quiere. Ha sido el hombre que se niega a sí mismo, que
se deja llevar adonde no quería. No ha hecho de su vida cosa propia, sino algo
para dar. No se ha guiado por un plan que hubiera concebido su intelecto, y
decidido su voluntad, sino que, respondiendo a los deseos de Dios, ha renunciado
a su voluntad para entregarse a la de Otro, la voluntad grandiosa del Altísimo.
Pero es exactamente en esta íntegra renuncia de sí mismo donde el hombre se
descubre.
Porque tal es la verdad: que solamente si sabemos perdernos,
si nos damos, podremos encontrarnos. Cuando esto sucede, no es nuestra voluntad
quien prevalece, sino ésa del Padre a la que Jesús se sometió: No se haga mi
voluntad, sino la tuya (Lc 22,42). Y como entonces se cumple lo que decimos en
el Padrenuestro: Hágase tu Voluntad en la tierra como en el cielo, es una parte
del Cielo lo que hay en la tierra, porque en ésta se hace lo mismo que en el
Cielo. Por esto san José nos ha enseñado, con su renuncia, con su abandono que
en cierto modo adelantaba la imitación de Jesús crucificado, los caminos de la
fidelidad, de la resurrección y de la vida.
Siempre en camino
Nos queda un tercer aspecto. Mirando a ese José que está
vestido como peregrino, comprendemos que, a partir del momento del Misterio, su
existencia sería la del que está siempre en camino, en un constante peregrinar.
Fue así la suya una vida marcada por el signo de Abrahán: porque la Historia de
Dios entre los hombres, que es la historia de sus elegidos, comienza con la
orden que recibiera el padre de la estirpe: Sal de tu tierra para ser un
extranjero (Gen 12,1; Heb 9,8ss). Y por haber sido una réplica de la vida de
Abrahán, se nos descubre José como una prefiguración de la existencia del
cristiano. Podemos comprobarlo con viveza singular en la primera Carta de san
Pedro y en la de Pablo a los Hebreos. Como cristianos que somos --nos dicen los
Apóstoles-- debemos considerarnos extranjeros, peregrinos y huéspedes (1 Pet
1,17; 2,11; Heb 13,14): porque nuestra morada, o como dice san Pablo en su
Carta a los Filipenses, nuestra ciudadanía está en los Cielos (Phil 3,20).
Hoy suenan mal estas palabras sobre el Cielo: porque
tendemos a creer que, apartarnos de cumplir nuestros deberes en la tierra, nos
enajena de nuestro mundo. Tendemos a creer que nuestra vocación es solamente
hacer un Paraíso de la tierra. Pero sucede en la realidad que, al comportarnos
de ese modo, lo que estamos haciendo es justamente destrozar la Creación.
Porque en el fondo, los anhelos del hombre apuntan en dirección al infinito. De
aquí que, hoy más que nunca, comprobemos que únicamente Dios puede saciar al
hombre por completo. Estamos hechos de tal forma, que las cosas finitas nos
dejan siempre insatisfechos, porque necesitamos mucho más: necesitamos el Amor
inagotable, la Verdad y la Belleza ilimitadas.
Aunque ese anhelo sea insuprimible, podemos desplazarlo de
nuestros horizontes y buscamos lo infinito en lo que no puede darlo. Queriendo
tener el Cielo ya en la tierra, esperamos y exigimos todo de ella y de la
actual sociedad. Pero, en su intento de extraer de lo finito lo infinito, el
hombre pisotea la tierra e imposibilita una ordenada convivencia social con los
demás, porque los ve como amenaza u obstáculo. Tan sólo cuando aprendamos
nuevamente a dirigir nuestras miradas hacia el Cielo, brillará también la
tierra con todo su esplendor. Únicamente cuando vivifiquemos las grandes
esperanzas de nuestros ánimos con la idea de un eterno estar con Dios, y nos
sintamos nuevamente peregrinos hacia la Eternidad, en vez de aherrojarnos a
esta tierra, sólo entonces irradiarán nuestros anhelos hacia este mundo para
que tenga también él esperanza y paz.
Por todo ello, demos gracias a Dios en este día porque nos
ha dado ese Santo, que nos habla de recogernos en Él; que nos enseña la
prontitud, y la obediencia y la actitud de los caminantes que se dejan llevar
por Dios; y que nos dice por esto mismo la manera de servir igualmente a
nuestra tierra. Imploremos la gracia para que, mostrando también nosotros
vigilancia y prontitud, seamos un día recibidos por Dios, que es nuestro
auténtico destino de caminantes.
Homilía del Cardenal Joseph Ratzinger
En Roma, el 19 de marzo de 1992
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