jueves, 25 de agosto de 2011

LA PERSONA FEMENINA, INTIMIDAD Y PUDOR

Antonio Amado Fernández.

En la conferencia anterior ya profundizamos en la noción de persona y quedó establecido que ésta es fin en sí misma y lo único en el universo que dice razón de bien honesto. La raíz de aquella dignidad estaba en el grado de perfección en el ser propio del viviente personal del que se seguía por modo inmediato la autopresencia e interioridad. Por la habitual y ontológica presencia de sí puede el ser personal conocer intelectualmente, tener libertad, salir de sí y donarse a los demás. Sin autopresencia es imposible aquella posesión de sí mismo requerida para un acto de amor personal. Los animales, por el contrario, son incapaces de donación porque al amar buscan el objeto deseado sin tener perfecta posesión de sí mismos. Sólo el ser personal puede darse, entregarse a sí mismo, en el sentido pleno y absoluto del término.

Ahora bien entre los seres personales sólo los seres humanos tienen cuerpo[1]. El alma humana, que participa del ser con independencia de la materia, atrae, sin embargo a la materia a participar de su propio ser, “de tal manera que del alma y el cuerpo se constituye un único ser en un único compuesto”[2]. El cuerpo humano es cuerpo personal porque es constituido como tal cuerpo humano por el ser del alma que es también ser del compuesto. La persona, constituida como tal en la línea del ser, se compara como todo respecto a la misma naturaleza humana constituida por la unión substancial de cuerpo y alma. El cuerpo es tal por el alma, pero el alma al unirse substancialmente al cuerpo comunica a este aquel ser (esse) por el que el hombre no sólo tiene naturaleza humana sino que también es un ente personal.

En razón de la corporeidad se puede encontrar en la persona humana la distinción entre lo masculino y lo femenino. Esta diferencia no se reduce al cuerpo, pero no es constitutivamente posible sin el cuerpo. No toda corporeidad en el universo es masculina o femenina, pero la corporeidad de la persona humana necesariamente tiene que expresar uno de esos dos aspectos. Masculinidad y feminidad son el modo en que se expresa en el cuerpo de los seres humanos la dimensión del ser personal llamado al don de sí mismo. En la presente exposición, teniendo en cuenta las reflexiones anteriores sobre la persona, vamos a intentar comprender algunos elementos específicos de la persona femenina acercándonos a ella a partir de lo que primeramente expresa su corporeidad. Prestar atención al cuerpo de la persona puede ser un camino para llegar a la interioridad del ser personal.

Interioridad y relatividad en el cuerpo de la persona humana.

El cuerpo de la persona, a diferencia del cuerpo de los animales, manifiesta interioridad. Ontológicamente la interioridad es unidad entitativa e intimidad operativa. En la línea de lo espiritual la interioridad es autoconciencia substancial de la que se origina la capacidad para la actual reflexión sobre sí mismo ; en la línea de lo corpóreo, interioridad es elevación y recogimiento[3]. La elevación en la corporeidad se comprende en la línea de la desespecialización, es decir, en la medida de su inutilidad específica; el recogimiento apunta más bien a la unidad del cuerpo viviente considerado en la perspectiva del reposo o quietud de las partes. No es perfecta una representación del animal sin el movimiento, en tanto que con movimiento nunca se da una representación perfecta del viviente humano; en el rostro humano ya hay cierta quietud con independencia de toda adquisición, a diferencia del rostro animal, en el que nunca hay reposo sin logro.

En el cuerpo de los animales se refleja principalmente la referencia a algo exterior; es un cuerpo vuelto hacia un medio. El análisis fenomenológico de la corporeidad animal muestra que la sexualidad no se impone por sobre su referencia a un determinado medio; el cuerpo animal es principalmente funcional. La misma referencia que se encuentra en algunos animales superiores a un animal del sexo opuesto está opacada por todos los otros elementos de inclinación y determinación hacia el medio que aparecen en su corporeidad. El cuerpo animal con trompa, hocico, garras o plumas sólo parcialmente se refiere a otro animal porque constitutivamente se refiere también a un medio. El cuerpo humano, sin embargo, aun relacionándose con un medio no lo hace mediante elementos de su cuerpo que sean especificados por esa relación con el medio; las manos no son para trepar por los árboles, o cazar presas o atrapar el alimento; los ojos no vienen determinados en su agudeza por el hecho de ser animales nocturnos o diurnos, aves de presa o insectos; la postura corporal no sólo refleja aspectos apetitivos, instintivos o pasionales, sino también dimensiones racionales y espirituales. El cuerpo del animal está volcado hacia la tierra en tanto que el cuerpo humano manifiesta su jerarquía entre la tierra y el cielo.

Ahora bien, en la medida que el cuerpo humano está replegado y no es un cuerpo especializado, especificado y determinado por un ambiente o medio; en la medida que manifiesta interioridad y recogimiento y carece de ulteriores determinaciones biológicas o tendenciales, el cuerpo humano expresa en su lenguaje la destinación o relación a un cuerpo complementario. En la misma medida que hay jerarquía, interioridad o dominio sobre la tierra, en esa misma medida se manifiesta en el lenguaje del cuerpo humano relación a otro cuerpo personal; en tanto se perfecciona la línea de la subjetividad y singularidad –raíz de la elevación- se constituye la línea de tendencia y complementariedad con el cuerpo de otra persona. Nuestro cuerpo, liberado de la tierra, desespecializado, puede encontrarse con los cuerpos de otras personas. La interioridad no es consiguientemente aislamiento, sino la raíz misma de la relación entre las corporeidades de los seres personales. Un cuerpo especificado y determinado por la tierra nunca se encontrará totalmente ante otro cuerpo; la dependencia del lobo al cordero imposibilita la total presencia de la corporeidad del lobo ante la loba. Lo especificante en la corporeidad animal sustrae y rebaja las posibilidades efectivas de encuentro con otras corporeidades.

El rostro, los ojos, la boca, la postura erguida, las manos, etc., en el lenguaje de la persona manifiestan la constitutiva referencia a los demás. Además nadie puede por un acto directo ver su propio rostro aunque nos preocupa cómo nos ven los demás y si nos miran o no. Por otra parte la postura corporal en el seno de una determinada cultura es siempre muy significativa para posibilitar o dificultar el encuentro entre los hombres; el cuerpo habla de nuestra voluntad de abrirnos a otros o de rechazarlos; las manos que pueden abrazar pueden también amenazar y golpear.

Reciprocidad varón y mujer

Sin embargo mediante la distinción sexual se expresa de un modo muy manifiesto y singular el carácter esponsal del cuerpo. En efecto, todo aquello que en nuestra corporeidad se encuentra elevado y ordenado al encuentro con otros, se halla también en el otro de idéntica manera; la sexualidad, sin embargo, refiere a otro en aquel modo que precisamente no se encuentra en él. Tanto el varón como la mujer gozan de igual dignidad o perfección en tanto son seres personales y es imposible encontrar diferencias objetivas en aquellos elementos que son determinantes en lo específico de la naturaleza humana. Pero cuanto más afirmemos que son iguales en la línea de la perfección entitativa más tenemos que insistir también sobre su distinción en cuanto varón y mujer. Ser persona es esencial a ambos y es constitutivo de su dignidad específica; ser varón o mujer se sitúa en la línea modal y de concreción de aquella especificidad, y siendo una dimensión del bien de ambos es distinto en cada uno de ellos[4].

Muchas de las corrientes que han buscado la liberación de la mujer, aun tomando su punto de partida en las numerosas ofensas que la mujer ha podido sufrir en algunos momentos de la historia, se mueven en una notable confusión entre la especie y el modo; se identifica en consecuencia el bien del modo del varón con el bien de la persona en sí misma, y por la fuerza misma del derecho exigido, se entiende la liberación de la mujer como una negación de su misma dimensión femenina. Es necesario, por consiguiente, evitando espejismos dialécticos, pensar la dimensión propia de lo femenino para redescubrir la peculiar bondad que se encuentra en su modo y conseguir que el lugar de la mujer en el mundo refleje el “genio femenino” y no la dimensión puramente objetiva de “ser capaz”de imitar las obras del varón.

La prueba más elemental de la distinción entre el hombre y la mujer la constituye la experiencia universal del enamoramiento o sencillamente la atracción hacia la persona de otro sexo. Esta atracción supone un cierto preconocimiento de la corporeidad del otro. El hombre se enamora de la mujer y la mujer del varón. El análisis fenomenológico de aquello que cotidianamente entendemos cuando se manifiesta este amor refleja ya la distinción peculiar entre lo masculino y lo femenino. La inclinación en cada uno de los sexos hacia el otro se da según la totalidad de su ser, de manera que no se busca al sexo opuesto sino a la persona del sexo opuesto. Si en los distintos ámbitos de la vida la relación con los demás también tiene elementos de complementariedad y reciprocidad (como cuando se necesita del médico o fontanero), en el enamoramiento es la persona mediante su cuerpo la que se encuentra totalmente referida a otro, y en esa total destinación manifiesta también una radical diferencia. Si el enamoramiento involucra a la totalidad de la persona, tiene que haber una dimensión de mi ser completamente distinta de la otra persona; y sin embargo no habría verdadero amor sin una unidad que haga posible la donación (bondad esencial idénticas)[5]. Hombre y mujer no se enamoran en relación a aquello que pueden tener sin el otro, sino desde aquello que sólo en el otro pueden tener y que da razón precisamente del enamoramiento.

Ahora bien, la complementariedad del hombre y la mujer no se reduce a la dimensión del enamoramiento ni se descubre meramente en la dimensión del amor conyugal o sexual entre la mujer y el varón, sino que abarca todos los aspectos de la vida humana: el trabajo, las relaciones sociales, la educación, el mundo de la cultura, la ciencia y el arte, etc. En todos estos ámbitos, y desde una consideración objetiva, el hombre y la mujer pueden hacer las mismas cosas, pero desde el punto de vista del modo, el varón no las puede hacer como la mujer ni la mujer como el varón. El hombre puede amar como la mujer y la mujer como el varón en la línea esencial de la donación de personas, pero en la línea del modo o dimensión subjetiva lo propio del varón es imposible para la mujer y viceversa. La mujer puede escribir una poesía o realizar una intervención quirúrgica, así como el hombre puede hacer de enfermero o educador, y ambos pueden intentar y alcanzar lo esencial en cada uno de esos oficios o dimensiones de la actividad humana, pero el modo en que lo puede hacer la mujer no lo puede hacer el varón.

Lo masculino y lo femenino en los símbolos de la cultura

Una cultura respetuosa de la dignidad de la mujer y del varón debe manifestar en sus símbolos tanto la igual dignidad de ambos como los elementos peculiares de cada uno de ellos. Hay formas culturales que podrían significar el carácter secundario de la mujer (como puede suceder en algunas culturas orientales) negando su igual dignidad con el hombre; también puede haber culturas en que la distinción modal entre lo femenino y lo masculino apenas se manifiesten o estén intencionalmente rechazadas.

¿Es necesaria en una cultura una elaboración simbólica que manifieste los modos propios de lo masculino y lo femenino? Parece no sólo necesaria sino fruto maduro del genio propio del varón y la mujer; no es tanto una tarea a emprender cuanto un logro de la mutua relación. Hoy, sin embargo, asistimos a una negación de aquellos símbolos que parece responder a la confusión entre la especie y el modo antes señalada. Se podría reconocer una cierta arbitrariedad en los vestidos que una determinada cultura señala como propios del varón o de la mujer, así como en los colores, gestos, actividades, etc. que atribuye a uno u otro. Lo que no parece en modo alguno arbitrario es que se elaboren elementos simbólicos que permitan identificar a uno u otro sexo. Sin esa elaboración sería imposible educar a una persona según aquello que le pertenece como varón o mujer.

Un ejemplo puede ayudar a lo que intentamos comunicar. La educación a nivel social supone a nivel esencial la capacidad para saber comportarse delante de otras personas sin ofender su dignidad ni atentar contra su intimidad. Una cultura determinada puede haber concebido unos modos determinados para expresar lo que es “ser persona educada”. Ceder el paso o el lugar a una mujer, usar los cubiertos de una determinada manera en la mesa, saludar en una u otra forma, etc. son concreciones de aquel primer principio esencial que nos hace estar bien delante de otros. Ninguna de aquellas concreciones tiene carácter absoluto, y cualquiera estaría dispuesto a dejarlas si nos hiciera parecer no educados en otra cultura, así como estaríamos dispuestos a disculpar a aquel que se comporta de otro modo por haber sido educado en otras costumbres. Sin embargo, es imposible, en el seno de nuestra cultura, saber si estamos con alguien educado sin unos ciertos elementos simbólicos[6] mínimos, así como sería imposible enseñar a una persona a convivir con otros sin significarle ciertas normas generadas a lo largo de una tradición.

Educar a un varón y a una mujer en lo específicamente masculino y femenino tampoco será posible sin ciertos elementos simbólicos elaborados por una cultura y reconocidos en ella. Sin embargo asistimos hoy no sólo a un cambio de los elementos simbólicos (por ejemplo se usan indistintamente los colores en las prendas de vestir, los varones usan aros, etc.), sino que desaparece todo símbolo manifestativo de lo propio de cada uno de los sexos. En este contexto será muy difícil la educación de la masculinidad y la feminidad, pues un niño no podrá identificar los elementos propios del varón y la mujer. El joven que vaya madurando su conciencia de “ser varón” nunca podrá objetivar su percepción más que ante sí mismo, con el consiguiente descalabro en su constitución emotiva y psicológica[7]. Digámoslo más claramente: la igualdad esencial entre el hombre y la mujer no se reconoce en una cultura sin signos y actividades que son distintas para cada uno de los sexos, elaboradas desde la propia fecundidad de esa cultura, y que en su carácter simbólico, aunque intercambiables, sirven para manifestar lo peculiar del varón y la mujer. Si en la cultura esos elementos se encuentran en algunos momentos confundidos o indiferenciados (señal inequívoca de crisis en la cultura), los padres, en la educación de sus hijos, los terminarán constituyendo (formas de machismo o feminismo) para ejercer la educación propia de cada uno de ellos en tanto padres.

Ahora bien, si las variadas culturas elaboran distintos símbolos (no es lo mismo un pueblo cazador que la vida en las primeras ciudades del medioevo) podría parecer que lo importante es tener sólo distinción simbólica y que ésta no expresaría conexión esencial con lo masculino o femenino. Sin embargo no es así, pues en todas las culturas los signos de lo femenino y lo masculino significan no sólo lo distinto, sino también el modo peculiar de cada uno de ellos. Para comprender más detenidamente esta afirmación debemos entrar en una reflexión ontológica que permita caracterizar la dimensión de bondad presente en lo masculino y lo femenino.

Los caracteres específicos de la corporeidad femenina

Esencialmente entre el cuerpo del varón y de la mujer hay relatividad y complementariedad; son cuerpos referidos que no pueden entenderse sino en su recíproca relación. El cuerpo masculino es tal sólo si hay un cuerpo femenino y viceversa. Sin embargo, cuando atendemos al modo de relación por parte de cada uno de los extremos nos encontramos con aspectos diferentes. El cuerpo del varón en relación con el cuerpo de la mujer tiene una mayor exterioridad, manifiesta su modo masculino en relación a la mujer “saliendo”. Esta exterioridad es un modo que se hace presente primeramente en relación al cuerpo femenino, y secundariamente en relación al mundo. El cuerpo femenino manifiesta su modo en relación con el cuerpo masculino en una mayor interioridad, “recibiendo”. La interioridad femenina se manifiesta en un primer momento en relación con el varón y secundariamente, y por el varón, en relación con su propia posibilidad de llevar vida en sí misma. El lenguaje del cuerpo en el varón y la mujer refiere esencialmente la verdad de un dar y un darse, pero en sus modos propios el varón da realizando fuera de sí, la mujer da acogiendo en sí misma. Si intentáramos exigir en el hombre el “recibir” y en la mujer el “salir” olvidando los modos, volveríamos a colocarnos en el plano esencial y la petición sería razonable, pero cada uno de ellos lo haría a su modo: el varón aceptaría como realizando, la mujer entregaría como quien acoge más intensamente[8].

A partir de esta primera caracterización podemos, invitados por el mismo lenguaje del cuerpo, detallar otras dimensiones del modo femenino. Si la dignidad esencial constitutiva de la persona se afirma en la mujer, la consideración de aquella dimensión del “dar recibiendo” manifiesta la necesidad de que la mujer se “perciba a sí misma como mujer” más que el “varón como varón”. La mujer experimenta su feminidad más que el varón su virilidad; es decir, la presencia de lo femenino es más intensa y constante para la mujer que la de lo masculino para el varón[9]. La interioridad femenina no es meramente un rasgo de su corporeidad sino expresión de su modo de ser más íntimo. En esta dimensión femenina se fundan todas aquellas actitudes que podemos considerar como peculiares en la mujer[10]; la mujer “acoge”, es decir, asume más desde sí misma y envuelve con el velo de su intimidad; la mujer “aguarda”, es decir, la presencia de sí misma posibilita la espera; la mujer “conserva”, es decir, halla que desde sí misma todo tiene valor. El varón, por el contrario, al percibir su propia corporeidad se reconoce como ordenado, volcado a algo desde sí mismo y atrapado por ese algo; la tensión al objeto determina un modo de autopresencia en el que no prevalece su totalidad, sino sus capacidades para el logro y la realización de determinadas metas. El varón conquista, vence, resuelve, etc; prevalece en él lo operativo frente a lo subjetivo[11].

Por una razón semejante en el varón prevalece la sensualidad y en la mujer la afectividad. La sensualidad es objetiva; la afectividad idealiza y transforma el objeto deseado. La sensualidad se determina por alguna cualidad reconocida primariamente en el objeto; la afectividad reviste al objeto de las propias condiciones subjetivas[12]. El movimiento de atracción del varón se moverá primeramente, desde el deseo, hacia los valores sexuales que objetivamente reconocerá en la mujer. Por el contrario, la afectividad femenina tomará principalmente la corporeidad del varón en su conjunto y no parcialmente. La sensualidad, por otra parte, es más inmediata y menos constante; la afectividad tarda en consolidarse y se prolonga en el tiempo. Estas pequeñas consideraciones permiten también comprender la distinta dirección en que se moverá el pudor masculino y femenino.

La consideración de la actitud frente al dolor puede servir también para manifestar los modos propios del varón y la mujer. El varón se relaciona primeramente con el sufrimiento en la perspectiva de la victoria o la resistencia; es algo a eliminar o en lo que cabe reafirmarse a sí mismo, pero que siempre quiere dejar fuera de sí. La mujer, por el contrario, sufre llevando el sufrimiento consigo, y por consiguiente transformándolo interiormente. No hay duda, en ese sentido, de la mayor capacidad de la mujer para el sufrimiento, y de su peculiar función pedagógica en este ámbito[13].

Análisis de algunos aspectos particulares:

El regalo, el trabajo y el juego y la educación de los hijos

Algunos aspectos más concretos pueden ayudar en nuestro estudio de lo propiamente femenino. Aunque todas las dimensiones de la vida humana podrían ser analizadas para manifestar lo propio del varón y la mujer, vamos a considerar algunas que quizás están más profundizadas.

a) El regalo: Si consideramos un determinado regalo que puede recibir un varón o una mujer, descubriremos aspectos propios de cada uno de ellos. En la mujer prevalece la atención sobre el hecho de haber recibido un regalo, en tanto que en el varón la atención se dirige principalmente al objeto regalado. La dimensión objetiva del regalo tiene para el varón más valor que la vinculación que pudiera tener con su subjetividad. El regalo en la mujer es para ella, está especialmente vinculado a su subjetividad, y tiene más significaciones que aquellas que el objeto expresa en su especificidad. Una prueba de lo que venimos manifestando aparece en el modo que cada uno de ellos se comporta al recibir el regalo. Para el varón la importancia prioritaria del objeto aparece en su necesidad de saber acerca de él, de tal manera que todo lo demás es obstáculo; el papel en que está envuelto el regalo, por ejemplo, no forma parte del regalo mismo. En la mujer, por el contrario, el papel del regalo es parte del regalo mismo; hay que conservarlo y guardarlo.

b) El trabajo: También el trabajo en la mujer se mueve en otra dirección que el trabajo del varón. En el trabajo del hombre prevalece la necesidad de realizar una obra y agota todas sus energías en el logro de la misma; el hombre se agota en su obra y con el trabajo su subjetividad queda medida. El trabajo del varón le marca su límite y por eso contempla reiteradamente la obra realizada. Podemos decir que el trabajo ocupa toda la subjetividad del varón que reconoce en la obra de sus manos la medida de su propio ser. Consiguientemente el hombre se cansa de un modo específico cuando trabaja[14]. Para la mujer el trabajo no involucra toda su subjetividad en cuanto a lo que debe lograrse, pero la atrapa por completo en cuanto al modo; puede, consiguientemente tener dividida su atención en la realización de una determinada actividad. Tampoco necesita contemplar la obra realizada pues no queda medida por ella. Varón y mujer son complementarios en el trabajo de una manera muy singular; el varón vuelca su energía en la objetividad de la obra; la mujer le da su dimensión humana y de belleza cordial.

c) El juego: En el varón el juego interrumpe su actividad cotidiana y posibilita el descanso para seguir en la realización de alguna obra. En el varón es una excedencia y juega innovando en la naturaleza del juego mismo. Además para el hombre el juego deja de serlo en la medida que no hay realización, conquista o posibilidad de victoria ardua; el hombre no juega con aquel a quien gana fácilmente. Para la mujer el juego “le hace sentir bien”, es ocasión de otra cosa y no se mueve preferentemente en la línea de lo arduo sino de lo deleitable. Cuando juega no reflexiona sobre la naturaleza de las normas del juego ni siente presión interior para cambiarlas.

El carácter velado del cuerpo femenino

Las distintas dimensiones que hemos analizado de la mujer en contraposición al varón aparecen con nueva luz si consideramos otros aspecto de la corporeidad femenina. En la mujer la virginidad es un sello que custodia el misterio de lo femenino. Sin virginidad no se podría reconocer el carácter simbólico del velo en la mujer; la mujer está velada, oculta, no se objetiva en “lo femenino” ni permite quedar atrapada en una definición. La mujer se manifiesta en obras que se ocultan, se hace presente invitando a conocerla, se conoce en la medida que su intimidad y subjetividad no permiten ser abarcadas. Cuando lo femenino intenta una presencia sin velo deja de ser presencia de mujer.

El símbolo del velo oculta un misterio; la mujer es el misterio mismo de la humanidad que no tiene que ser profanada; la humanidad es femenina. En el velo reconocemos que lo contemplado no se agota en nuestra mirada o nuestra definición. El velo custodia a la mujer para que ella custodie a la humanidad entera. Con el velo comprendemos la dimensión cordial del modo de ser femenino. Gracias al velo la mujer humaniza el trabajo, dulcifica el sufrimiento, hace que el regalo sea verdaderamente tal, calma la pasión, consuela en la debilidad... El carácter velado del ser femenino posibilita la presencia de la mujer en la raíz misma de la cultura, en el origen de la lengua, en la cuna y en la muerte; sólo el velo hace que la presencia femenina constituya la dimensión amable y bella de todas las obras humanas. El velo es como la tierra; oculta la obra profunda y sorprendente que se realiza en su interior, la transformación de la obra del varón en obra de dimensión verdaderamente humana. Pero si la tierra quiere validarse como tierra y oculta su fruto deja de ser velo. La hermosura femenina enamora y entusiasma al varón. El pudor femenino consiste en cuidar el velo del cuerpo.

La dimensión velada del ser femenino adquiere una especial significación en la boda y la profesión religiosa. Hoy sólo nos dedicaremos a la boda. En todos los pueblos la boda es “la fiesta de la mujer”, porque en ella “el matrimonio alcanza una especial significación”. La mujer al contraer matrimonio se casa más que el varón pues es esposa por doble motivo: creatura y mujer. En su ser femenino manifiesta la condición de toda creatura ante Dios y el gozo de ser precisamente creatura. Los logros y realizaciones del hombre no deben ocultar que en la raíz de todos los progresos objetivos de la humanidad está el don recibido por una esposa. La mujer manifiesta en la boda la disponibilidad, el encanto de la entrega, las posibilidades de la fecundidad, el gozo de prolongar las generaciones humanas dando sentido a las realizaciones del varón.

La custodia de la humanidad

El ser humano está llamado a dominar el mundo. Esta tarea deben realizarla conjuntamente el hombre y la mujer; sin embargo el modo propio del varón parece más vinculado al logro y a la realización que el modo femenino. Pero el hombre está llamado también, y en primer lugar, a acoger el don de Dios; y esta dimensión parece darse particularmente en el modo femenino, en quien se manifiesta además de modo más profundo el sentido religioso. Sin la acogida del don divino el dominio del mundo es contrario al hombre y alienante de sus privilegios.

La mujer está llamada a la custodia del varón, al cuidado de toda obra humana, a volver a enraizar en el don divino el sentido de todas las realizaciones de los hombres. Una última reflexión parece, sin embargo, necesaria. La persona es lo más valioso en el universo, lo más amable y digno de ser contemplado; el ser personal no se constituye, sin embargo en la línea de lo esencial universal, sino en la línea de lo singular e individual. Comprender a la persona no es posible bajo razones universales o comunes a todos los hombres, sino que sólo es realizable desde la connatural asimilación de su singularidad. La mujer, desde su subjetividad puede abrirse así a lo más noble y bello del universo, a cada persona en lo que es más propio de cada una de ellas. Todas las artes y ciencias, aun las más elevadas en verdad y objetividad, así como todas las realizaciones y logros de los seres humanos no tienen lugar sin ordenarse a la persona. La mujer, en su ser femenino está orientada a la persona en su singularidad. Custodiando a la persona se da sentido a las obras de los hombres. Y por ello tiene un velo y es esposa y guarda y protege el misterio de su corporeidad.



[1] En la primera exposición ya se señaló la posibilidad de vivientes personales incorpóreos pues en la razón de persona no se encontraba el tener cuerpo. La persona humana tiene cuerpo en tanto ocupa el último grado en la escala analógica de los vivientes personales; sin embargo, el tener cuerpo forma parte constitutiva de la perfección y dignidad de la persona humana.

[2] Santo Tomás.

[3] En la medida que el cuerpo participa de la perfección de la forma se da, en el cuerpo mayor unidad. Si la escala analógica de la unidad exige el ascenso en la simplicidad, el cuerpo es más simple en la medida que su organización permite una mayor integración de operaciones, consiguiente a la cual se da la elevación orgánica y la desespecialización con respecto al medio.

[4] San Agustín señaló que en todo bien finito podemos encontrar tres dimensiones de bondad, “tres bienes que se encuentran en todo bien”: el modo, la especie y el orden. La bondad esencial o específica de un determinado ente puede encontrarse concretada y modalizada de muy distintas maneras en razón de principios eficientes y materiales. Una amistad, una relación social, una virtud, etc. tienen una dimensión esencial y específica (propiamente conceptualizable) sobre la que se constituye su definición; pero tienen también una dimensión de bondad en razón del modo, siendo posibles muchas relaciones diversas de amistad, de relación social o de ejercicio de una virtud. Todos los pueblos tienen leyes, costumbres, tradiciones, fiestas, etc. y todos estos elementos podemos considerarlos como esenciales a la vida de los hombres en comunidad. Sin embargo la riqueza y singularidad de los pueblos, su aspecto subjetivo, aparece en la singularidad y peculiaridad de sus tradiciones, leyendas, cantos o lengua.

[5] El tema de la homosexualidad está fuera de la presente exposición, no sólo en cuanto al objeto tratado, sino también en cuanto a la posibilidad efectiva de una complementación sin modalización distintiva en los cuerpos.

[6] Elementos que además pueden ir cambiando.

[7] Removida toda historia, cuento, actividad, juego o conversación como propia de varones o mujeres, la educación de lo masculino y femenino se hace imposible, y nunca se podrá objetivar la percepción de sí mismo en cuanto varón o mujer. No es accidental que esta indiferenciación vaya unida al descenso de la natalidad en todas las culturas, pues desde el punto de vista meramente específico no se puede ser padre o madre. Un ejemplo de actualidad puede ser muy significativo. Se ha hecho habitual que las mujeres jueguen fútbol. Si uno se atreve a afirmar que no le gusta que las mujeres jueguen fútbol será fácilmente tildado de machista por querer coartar el ámbito de realización de lo femenino. Sin manifestar mi parecer con respecto al fútbol femenino (en todo caso no parece responder en el modo como lo juegan los hombres a la corporeidad femenina), creo que hay sin embargo un error de apreciación. Es muy propio de una cultura que existan actividades y juegos sólo de hombres o sólo de mujeres, y que en ello se manifieste no la limitación de cada uno de ellos con respecto a lo otro, sino la identificación con respecto a algo. No tiene sentido impedir el fútbol femenino a un grupo de mujeres que quieren dedicarse a este deporte, pero tampoco es una aberración que una sociedad conciba un deporte como “propio de varones”. En este caso la confusión entre el orden esencial y el modo opera siempre en la misma dirección: imitar al varón.

[8] De ahí que también el varón con respecto a Dios es esposa, y que la mujer pueda tener espíritu varonil.

[9] El cuidado del propio aspecto y la minuciosidad en los arreglos corporales, la percepción real o imaginaria de defecto en el cuerpo, la dilación en la decisión sobre lo que se quiere comer o beber unida a la sorprendente seguridad y determinación en otras ocasiones, etc., son ejemplos de lo que estamos diciendo.

[10] No por ser exclusivas, sino por encontrarse en ellas según un modo irrealizable por el varón.

[11] Desde los primeros años de la vida infantil ya se reconoce la mayor inclinación del varón al movimiento. Hay que advertir, no obstante de una posible confusión; la operatividad es igualmente masculina o femenina, pero en el varón la operatividad se vincula siempre a “objetos” en tanto “objetos” y en la mujer en la constitución del objeto prevalece su propia subjetividad. “Disponer la mesa”, para un varón será siempre una tarea en la que debe realizarse algo objetivo; todo lo que se añada a esa tarea, es especificante, incluso el hacerlo con orden y agrado. Para una mujer “disponer la mesa” no contiene elementos especificantes, sino que la objetividad de la acción viene a coincidir con lo que es para ella una mesa “bien y bellamente dispuesta”. En lo cotidiano la objetividad del varón manifiesta más un aspecto útil que honesto, al contrario de la subjetividad femenina.

[12] No se olvida que el amor pleno entre un hombre y una mujer supone sensualidad y afectividad en ambos; la exposición se está haciendo en la línea del modo. La apreciación de una mujer a partir de lo que aparece primeramente en su corporeidad es algo netamente masculino, en tanto que la mujer no atiende a la corporeidad del varón sin mirarse a sí; parece como si al atender a la corporeidad del varón hubiera siempre un ideal que va más allá de la corporeidad.

[13] No es extraño que todas aquellas actividades que digan relación con el sufrimiento humano en su particularidad sean realizadas principalmente por mujeres.

[14] No se trata de que tenga derecho a un descanso específico, sino de reconocer su peculiar aporte en el trabajo por el modo de vincularse su subjetividad a la obra.

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