jueves, 25 de agosto de 2011

ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA TOMISTA


Prof. Patricia Astorquiza F.

“El hombre es un ser compuesto de sustancia espiritual y material”[1]. Cuerpo y alma espiritual, ésta es la idea de base. No es éste el lugar para desarrollar in extenso la antropología de Santo Tomás, pero corresponde al menos presentar un resumen de ella[2].

El ser humano posee un cuerpo vivo y la vida de ese cuerpo procede de su principio vital que es el alma. La relación entre cuerpo y alma es la ya establecida por la doctrina hilemórfica de Aristóteles: el alma del hombre es forma sustancial del cuerpo humano, de manera que ambos (cuerpo y alma) son dos co-principios de una sola sustancia[3]. Como consecuencia inmediata de esta relación tenemos que cada individuo humano es él mismo tanto en su cuerpo como en su alma: por una parte, la persona humana no puede considerarse como mera corporalidad, por otra, el cuerpo no es, como lo presenta la doctrina platónica, un mero instrumento del alma, extraño a la esencia del hombre.

Sin embargo, existe una primacía del alma sobre el cuerpo: justamente porque el alma es principio esencial de vida, debe decirse que el cuerpo del hombre se configura según el impulso de su principio vital y que, por esto mismo, el cuerpo del hombre es siempre manifestación material de su alma inmaterial[4].

Que el alma sea principio vital del cuerpo significa no sólo que sea el principio que convierte al cuerpo en ‘cuerpo humano’, sino que es también la raíz más profunda de las operaciones del viviente; de manera que todas las acciones vitales del cuerpo viviente están iniciadas y guiadas, de algún modo, por el alma misma y sus potencias. Tenemos, así, que el alma humana, en cuanto ‘forma’ del cuerpo del hombre, manifiesta su eficacia en dos ámbitos específicos: ‘configura’ la constitución básica del cuerpo humano y es ‘principio interno y radical’ de todas las operaciones que la persona humana puede realizar con su cuerpo.

Si consideramos el nivel meramente corporal, observamos que el alma del viviente confiere a la materia ciertas propiedades que no le competen a ella ‘de suyo’: la organización de la materia en orden a un fin determinado (a saber, la vida y permanencia de un individuo viviente, de determinada especie) y a la realización de ciertas actividades que no corresponden por naturaleza a ninguno de los elementos que la componen (como por ejemplo, a reproducirse o a ver)[5]. De manera que la vida que el alma comunica a la materia confieren a ésta un modo de ser superior a la mera existencia inerte[6]. No obstante, los componentes materiales del cuerpo de todo viviente siguen sometidos a las leyes físicas. Una sierra se desgasta con el tiempo y el uso, y también esto le sucede a los miembros de un animal o de una planta; el cuerpo del viviente queda aplastado debajo de un objeto muy pesado al igual que cualquier otro ser material; y si uno dobla el brazo de un animal o la rama de un árbol, éstos se quebrarán lo mismo que si se dobla una barra de plástico. Frente a las leyes cuantitativas de la materia, el alma del viviente tiene un papel primariamente pasivo: en principio, el viviente corpóreo las ‘padece’ como un cuerpo entre los cuerpos.

Pero si pasamos a considerar el nivel propio de la actividad vital de los cuerpos, entonces la cosa cambia: aquí el alma del viviente se manifiesta como un principio eminentemente activo. Esta actividad del alma se realiza mediante las potencias operativas (o facultades)[7]. Ya en el grado más elemental de vida, el de las plantas, encontramos las potencias vegetativas (de crecimiento, reproducción, etc.), que permiten la permanencia y el desarrollo del cuerpo, y la generación de otro viviente; todas estas potencias son corpóreo-anímicas, pues sólo existen en la medida en que el cuerpo (factor material) adquiere la capacidad de crecer y auto-mantenerse (operaciones que no son propias de la materia, sino en cuanto ‘animada’ –como ya dijimos)[8].

Al igual que todo viviente corpóreo, el hombre posee las facultades vegetativas, y en ellas se despliega y manifiesta, en cierto grado, la potencialidad de su alma. Pero es evidente que la vida corporal del hombre pertenece al mundo animal, puesto que no se limita a ejercer las funciones vegetativas, sino que posee sentidos (los cinco sentidos externos y todos los internos: sentido común, imaginación, memoria y cogitativa), mediante los que capta y retiene dentro de sí el mundo exterior. En el mismo nivel de vida que el conocimiento sensorial se encuentran las tendencias de sus apetitos sensitivos (concupiscible e irascible), cuyos actos son las pasiones. Todo el ámbito del conocimiento sensible y las tendencias sensoriales constituyen la ‘vida instintiva’ de los animales y en el hombre podría recibir el nombre de ‘vida de sentidos’. Acerca de esta ‘vida de sentidos’ trataremos con más detención en los siguientes apartados. Las potencias sensitivas tienen su raíz o principio tanto en el alma como en el cuerpo, puesto que todas las operaciones de estas potencias son verdaderos ‘actos del alma’: ver, sentir, apetecer, entristecerse o temer, etc. son efectivamente actos psíquicos, cuya realidad en cuanto operaciones es inmaterial. Pero, a la vez, son actos inmateriales de un ‘órgano corporal’: se ve con los ojos, se siente con el cuerpo, se imagina con el cerebro, y todas las afecciones sensitivas implican algún modo de alteración corporal. En esta dimensión de la vida del hombre se muestra con claridad la profunda relación entre el cuerpo y el alma, relación que sólo puede explicarse cabalmente desde una perspectiva hilemórfica[9].

Finalmente encontramos, como dimensión propia y distintiva de la vida humana, la vida racional. Esta dimensión se manifiesta en las operaciones de dos potencias exclusivamente humanas: la inteligencia y la voluntad libre. Mediante un fino análisis de lo que son las operaciones de entender y querer, el Aquinate demuestra que el principio capaz de realizar tales actividades ha de ser no sólo inmaterial, sino espiritual, es decir, capaz de trascender la materia e incluso subsistir sin ella[10]. Ciertamente nosotros no podemos en este campo, pero se hace preciso detallar un poco más la relación que existe entre las diversas dimensiones de la vida humana y en qué sentido tal vida constituye una unidad que tiende a una única y misma plenitud.

Dimensión física y vegetativa

Respecto a la dimensión meramente física del hombre nos limitaremos a notar que, para el Angélico, el cuerpo es y manifiesta a este hombre concreto. El hombre no es un espíritu ‘caído’ en un cuerpo y, por ende, el hombre completo incluye su cuerpo. De aquí, también, que todo en la configuración del cuerpo humano se encuentre como ‘ordenado’ a que el hombre pueda realizar las acciones propias de su alma: sentir, apetecer, entender y amar.

Como contrapartida, el alma humana no sólo es un espíritu subsistente, sino también ‘forma de un cuerpo’. Esto significa que, por naturaleza, el alma humana se encuentra ordenada a dar vida a un cuerpo y configurarlo según su propio modo de ser: el alma humana puede mantenerse existiendo sin su cuerpo, pero no estará ejerciendo ni desarrollando todas sus potencialidades propias mientras no anime un cuerpo por ella configurado.

Dimensión sensitiva

A la vida o dimensión sensitiva del hombre corresponden las mismas potencias operativas que al resto de los animales: la potencia locomotriz (constituida por todos los aparatos, órganos y miembros que permiten al animal moverse localmente en dirección a un punto previamente conocido), las potencias de conocimiento sensitivo y las de apetito sensitivo[11]. Vamos a tratar un poco sobre el conocimiento y el apetito sensibles, puesto que la conducta externa del sujeto (realizada por la facultad locomotriz) viene mediada siempre por estas potencias.

Qué es conocer y apetecer sensitivamente.

El animal superior (dentro de los cuales se encuentra el hombre en un grado preeminente) posee los cinco sentidos externos y los cuatro internos. Todo sentido (externos e internos) se define como una facultad cognoscitiva y su operación propia es un determinado acto de conocimiento. Para poder comprender lo que son los sentidos se requiere, por tanto, comprender también lo que es el conocimiento. Haremos breve referencia al conocimiento, para poder centrarnos en las tendencias apetitivas.

El conocimiento es la presencia inmaterial de lo conocido en el sujeto cognoscente[12]. Realmente una consideración atenta y desprejuiciada de cualquier acto cognoscitivo, nos muestra que para conocer una cosa se requiere tenerla presente de algún modo; ahora bien, esa presencia cognoscitiva de la cosa en el sujeto no puede consistir en la presencia de su ser natural o real, porque entonces el sujeto no conocería, sino que su ser se transformaría en otro; o el mismo hecho de tenerla físicamente en su cuerpo impediría que la tuviera presente ‘ante sí mismo’. Si el conocimiento supone cierta presencia del objeto conocido, esta presencia no puede ser sino una presencia inmaterial[13]. Señalemos, además, que semejante presencia inmaterial se constituye en plenamente ‘cognoscitiva’ en la medida en que entraña una ‘manifestación expresa’ de lo conocido en la interioridad misma del cognoscente[14].

El conocimiento es una operación inmaterial, pero admite grados. Hay un modo de conocer que, siendo siempre inmaterial, constituyen operaciones de órganos corporales: éste es el caso del conocimiento sensible[15]. Que el conocimiento sensitivo requiera un órgano significa que no hay conocimiento sensible sin la respectiva inmutación y alteración del órgano (Ej.: para ver, es preciso que la luz inmute o afecte al ojo, que es un órgano, y que éste envíe un estímulo nervioso al cerebro, etc.); pero no significa que el acto de conocer se identifique con el órgano ni con la alteración corporal del órgano (el acto de ver algo no se identifica con el ojo, ni con la luz que lo inmuta, ni con el estímulo nervioso que llega al cerebro). El acto mismo de sentir es siempre un acto no material, aunque esté determinado por condiciones materiales. Se puede decir, en general, que el conocimiento de los sentidos es ‘el acto de una facultad orgánica por la cual el viviente corpóreo se hace presente la forma intencional y sensible de una cosa’[16]. Forma ‘intencional’ significa ‘presente inmaterialmente’ y ‘sensible’ significa que ‘afecta los órganos de los sentidos’.

El objeto propio de los sentidos son ciertas características accidentales de los seres materiales, a saber, sólo aquellas características que pueden alterar físicamente los órganos de los sentidos y producir en ellos su ‘semejanza’ (forma intencional)[17]. Entre estas características accidentales se encuentran: color, sonido, olor, sabor, textura, temperatura, tamaño, movimiento, número, etc. Todas estas características del sujeto corporal pueden variar, sin que por ello cambie la esencia del sujeto: un perro puede cambiar de tamaño y seguir siendo el mismo perro; una planta puede cambiar de color y no por eso deja de ser planta, etc. Los sentidos pueden captar los accidentes materiales; pero ningún sentido puede conocer lo que es una cosa, es decir, su esencia, porque la esencia de una cosa no puede afectar los órganos corporales. Por eso, un animal puede conocer cosas individuales y concretas, y puede comportarse de una determinada manera frente a ellas, pero no puede saber qué son las cosas, ni quién es él mismo, ni por qué se comporta de tal o cual manera frente a las distintas cosas que le afectan... ni siquiera sabe qué es conocer: su propio ser, el ser de las cosas, el por qué de las cosas son realidades que están fuera del alcance de todos los sentidos, externos e internos[18].

Mediante los sentidos externos, el animal superior puede conocer no sólo lo que está en contacto directo con su cuerpo (tacto y gusto), sino también lo que está un poco alejado (olfato) y lo que está a mucha distancia (vista y oído). Sin embargo, la plena captación sensitiva de un objeto requiere de otros sentidos que ‘mantengan’ y ‘coordinen’ dentro del viviente las sensaciones captadas por los sentidos externos: tales facultades son el sentido o sensorio común y la imaginación. Gracias al sentido común, las distintas sensaciones externas (color, sabor, sonido, textura, temperatura...) se unifican en una sola percepción (ej: una manzana, un tren en movimiento, un determinado ambiente, etc.) y el animal puede distinguirlas unas de otras (el color verde del sabor dulce). El sentido común ha venido también a llamarse ‘conciencia sensible’, pues constituye la facultad por la cual el animal se siente sintiendo las cosas (no cabría una unidad de las diversas percepciones del objeto exterior, sin alguna referencia a una unidad interna). Mediante la imaginación, las percepciones del sentido común son conservadas, de manera que pueden volver a presentarse al sujeto, aunque el objeto que provocó las sensaciones ya no esté físicamente presente. Pero la imaginación no sólo conserva las percepciones de objetos ausentes, sino que también completa las percepciones de los objetos presentes, justamente porque puede conservar las percepciones pasadas e integrarlas con la presente: así se forma lo que llamamos la imagen.

Existen también ciertas cualidades ‘sensibles’ de las cosas corporales que no se conocen por medio de ningún sentido externo, sino que se captan por un sentido interior llamado estimativa (y cogitativa, en el ser humano, por la fuerte influencia que recibe de la razón universal). Esas características son las intenciones no sentidas, es decir, el significado vital que tienen para el animal las cosas que capta por sus sentidos externos: si son convenientes o peligrosas para él. El animal no es capaz de entender que lo que ve es bueno o malo para él, sino que lo siente así. En lenguaje corriente diríamos: lo sabe por instinto. El cordero que ve venir al lobo por primera vez en su vida, capta que el lobo es un enemigo, y esto no lo sabe ni por su color, ni por su tamaño, ni por su olor, sino porque, al ver y oler al lobo, siente que aquello que viene es peligroso.

A partir de las captaciones de su estimativa, el animal responde con una determinada conducta; en el caso del cordero que ve al lobo, ésta será huir o llamar a su madre. Muchos animales son capaces de retener sus estimaciones (es decir, las apreciaciones sensibles de la estimativa); esto se ve claramente porque, en general, los animales superiores son capaces de aprender conductas nuevas y de reforzar sus conductas instintivas, lo cual no sería posible si el animal no recordará sus estimaciones y experiencias pasadas. Ahora bien, la facultad de retención de las estimaciones es la memoria; mediante ella, el animal se hace presente la imagen pasada junto con la estimación sobre ella y las siente como pasadas (en cambio, la imaginación no percibe la temporalidad de las cosas)[19].

A la vida según una ‘conciencia sensitiva’ de los propios estados corpóreos le corresponde también una modo propio de tendencia, un modo de tendencia ‘sensitivamente consciente’, que Santo Tomás llamo ‘apetito sensitivo’[20] y que subdividió en dos tipos: apetito concupiscible (que tiende al placer corporal en sí mismo y que rechaza el dolor físico) y apetito irascible (que lleva al sujeto a perseguir los bienes y enfrentar los males sensibles cuando éstos son difíciles de alcanzar o de rechazar, respectivamente)[21]. El apetito sensitivo es aquella capacidad o facultad que tiene el viviente corpóreo para tender de una manera ‘sensible’ a aquellas cosas que los sentidos presentan como ‘buenas’ y para rechazar, también de un modo sensible, aquellas cosas que el sentido presenta como ‘malas’; o para enfrentar, según el caso, las dificultades que suponga el alcanzar tales objetivos.

Las operaciones propias del apetito sensitivo reciben el nombre clásico de ‘pasiones’, y entre ellas se cuentan el amor sensitivo, la alegría, el deseo, la tristeza y el dolor, la ira, la audacia, el temor, etc. Las pasiones, según el pensamiento medieval, son las afecciones que el animal siente en su cuerpo y que ponen a aquél en referencia vital con los objetos captados por los sentidos o presentados por la imaginación[22]; así, por ejemplo, el animal siente deseo o ‘apetito’ frente aun determinado alimento que le agrada, o repulsión frente a otro que le desagrada, se siente atraído por un miembro del sexo opuesto o impulsado a atacar a un enemigo o adversario (ira y audacia), también puede sentirse contento frente al amo que llega, porque puede relacionar al amo con la comida o las caricias (aunque esto sólo es posible para los animales que poseen una imaginación más desarrollada y memoria, como perros, gatos, delfines, etc.). Por el hecho de ser afecciones provenientes de captaciones sensitivas, las pasiones implican siempre algún tipo de alteración orgánica; por ejemplo: aceleración del ritmo cardíaco, rubor de las mejillas, aumento o disminución del calor corporal, secreción de jugos gástricos, etc[23]. El uso actual del término ‘pasión’ no equivale ya de manera exacta a lo que en su momento intentó designar; parece que hoy en día la noción más cercana a la idea medieval de ‘pasión’ es la de ‘sentimiento’, pero no entendido como un movimiento profundo de la voluntad, sino como el modo de ‘sentirse’ del cuerpo viviente respecto de sí mismo y de lo que le rodea. Tal vez lo más parecido a la idea clásica de ‘pasión’ sea la de un cierto ‘sentimiento corporal’.

Cada viviente tiene su propio modo de reaccionar sensitivamente frente a lo que capta: esta determinación de las pasiones depende, en primer lugar, de la especie del individuo (así, por ejemplo, a la vista de una loba, el lobo siente atracción y la oveja, miedo), pero también depende de las determinaciones individuales que provienen de las particulares características corporales o de cierto aprendizaje condicionado (puede suceder que a un lobo con falta de determinadas vitaminas le ‘guste’ comer plantas; sabemos que un animal enfermo de rabia reacciona de manera excesivamente violenta en comparación con su especie; y hay perritos que ‘desean’ llevarle las pantuflas a su amo en la perspectiva, ya aprendida, de posibles caricias). En cualquier caso, las pasiones siempre responderán a lo que los sentidos del animal captan como bueno o como malo, siendo eso ‘bueno’ y eso ‘malo’ distinto según las determinaciones de cada especie y de cada individuo.

Toda la conducta del animal bruto se explica gracias a los apetitos sensitivos. Las cosas que el animal conoce y de las cuales forma un juicio y una estimación afectan no sólo a las facultades de los sentidos, sino a todo el animal, puesto que son cosas que interesan para su desarrollo y su supervivencia[24]. Cuando el cordero ve al lobo, huye porque siente que el lobo es malo y, entonces, tiene miedo; el león que ve un antílope siente deseos de comérselo; el perro que ve a su amo se alegra porque espera recibir comida o una caricia; el gato que ve a otro gato invadir su territorio, se enoja... No significa que el animal ‘entienda’ el significado de lo que es bueno y de lo que es malo, ni ‘por qué’ una determinada acción le conviene y otra no; pero una vez que conoce algo que le afecta, sus apetitos reaccionan necesariamente de acuerdo con lo que el animal siente, padeciendo las afecciones correspondientes al caso (complacerse, desear, temer...). Notemos que las pasiones no son operaciones que el animal produzca activamente, sino son justamente esto: pasiones, es decir, afecciones que el sujeto padece en su cuerpo como reacción automática frente al ‘significado’ vital de las cosas que capta por sus sentidos[25].

También el ser humano se encuentra afectado por sus pasiones sensibles. Sin embargo, existe una diferencia radical entre las pasiones humanas y las animales. Movido por la pasión o sentimiento que produce su apetito, el animal bruto efectuará una determinada conducta: si siente miedo, intentará huir de lo que le amenaza; si siente deseo, buscará alcanzar lo que le atrae; si siente audacia, intentará enfrentar a lo que se le opone; y así con todas las demás pasiones. El animal siempre va a actuar conforme con sus pasiones porque no posee una voluntad libre que pueda superarlas; el animal no elige cómo actuar, sino que actúa siempre conforme a la pasión predominante en un momento determinado. En cambio, el ser humano posee, por encima de sus apetitos sensibles, una voluntad libre que es capaz de gobernar las pasiones del sujeto y dirigirlas en una dirección o en otra. Esta voluntad libre está radicada en el núcleo de la vida íntima de la persona humana: la vida intelectual o vida del espíritu. En esta dimensión central y exclusiva de la vida humana encontramos las facultades de la inteligencia (o razón) y de la voluntad[26].

Dimensión racional

La vida del ser humano es vida consciente. Pero hay distintos grados de conciencia. Existe la conciencia animal, que proviene de la capacidad de captar determinaciones materiales, mediante los sentidos externos, y de configurar y retener imágenes, mediante los sentidos internos. La conciencia que surge del conocimiento sensitivo consiste en una presencia demasiado ‘exterior’, si puede decirse de alguna manera: es un mero sentir las propias sensaciones y tendencias. Los sentidos siempre captan realidades corporales, individuales y externas a la interioridad misma del sujeto: veo ‘esta silla’, oigo esta música, formo una imagen concreta de ‘esta agua’, retengo en la memoria la relación entre ‘esta agua’ (o más bien, este aspecto exterior de la cosa ‘agua’) y esta sensación de satisfacción de la sed. Los seres humanos no tenemos experiencia de una conciencia ‘sensitiva’ pura, puesto que nuestra conciencia es siempre y a la vez, racional y sensitiva. Sin embargo, si consideramos que los sentidos pueden captar únicamente realidades corporales y sólo en sus aspectos meramente corpóreos, comprenderemos que para un sujeto que sólo posea conocimiento sensible, no existe una conciencia real de su propia interioridad. Por los sentidos el viviente capta colores, olores, figuras, movimientos.., entre los cuales se incluyen también las características de su propio cuerpo: por el conocimiento sensitivo, se puede percibir el estado del propio cuerpo y sus afecciones (una herida, el aceleramiento del corazón, el calor en las mejillas, etc.); no obstante, todos estos conocimientos se quedan en la exterioridad del sujeto. Los pensamientos, los proyectos de vida, las intenciones, las decisiones, los juicios... no son realidades posibles de captar por los sentidos, justamente porque son realidades inmateriales que no pueden afectar a ningún órgano corporal[27]. Como mucho, podemos ‘sentir’ las alteraciones corporales concomitantes a los pensamientos o las decisiones, o que acompañan a la formación de nuestras imágenes. En definitiva, el ‘sentir’ se refiere siempre a realidades corporales y por lo mismo no constituye una verdadera conciencia de la propia intimidad, desde el momento en que la intimidad es algo plenamente inmaterial.

Si el hombre es capaz de conocerse a sí mismo y guardar dentro de sí un verdadero mundo interior, si es capaz de experimentar y comprender su propia existencia y actividad inmaterial, entonces el ser humano posee un modo de vida superior al de la mera vida sensitiva: posee una vida intelectual, una vida de subsistencia inmaterial que llamamos aquí ‘vida del espíritu’. A esta dimensión de la vida del ser humano corresponden las facultades de inteligencia y voluntad y sus respectivas operaciones de conocimiento intelectual y de querer voluntario[28].

Conocimiento intelectual humano

¿Qué es el conocimiento intelectual?

De entrada, es el acto u operación de la inteligencia, que recibe también el nombre de ‘intelección’ o acto de ‘entender’. Cuando decimos que hemos ‘entendido’ un problema de matemáticas, o que ya ‘entendimos’ la razón de tal o cual conducta de otra persona, o que ‘entendemos’ la diferencia que existe entre una planta y un animal, etc..., estamos diciendo, implícitamente, que nuestra inteligencia ha realizado su acto propio: entender.

‘Entender’ es un acto de conocimiento; pero un acto de conocimiento distinto al de las facultades sensitivas. Es el conocimiento del ser de las cosas o, mejor dicho, es el conocimiento de las esencias de las cosas existentes[29]. Es la presencia intencional de lo que una cosa es (es decir, de la esencia) manifestada en un concepto[30]. ¿Qué es la esencia? Aquello por lo cual una cosa es lo que es, el principio determinativo del ser de cada cosa, por el cual una cosa es ‘esta cosa’ y no otra: un abedul es abedul porque posee la esencia de abedul y no la de alerce, ni la de león. Por el conocimiento intelectual el cognoscente tiene presente ante sí mismo lo que la cosa es, y no una mera determinación accidental y particular de la cosa conocida.

El conocimiento intelectual es el acto de una facultad no orgánica, es decir, una facultad completamente inmaterial. ¿Cómo se prueba esto? Atendiendo al objeto propio del conocimiento intelectual, que son las esencias de las cosas, lo que cada cosa es. La esencia de una cosa no es algo que pueda ser captado por ningún órgano: los sentidos sólo pueden captar formas accidentales: color, movimiento, resistencia.., pero no se puede ‘sentir sensiblemente’ una esencia. Pondremos un ejemplo sacado del conocimiento intelectual humano, que nos es más próximo: podemos percibir sensiblemente un perro (ver sus colores y su figura, oír sus ladridos, tocar su piel, observarlo correr, etc.); podemos formarnos interiormente una imagen del perro, de manera que al querer recordarlo nos vuelva esa imagen a la cabeza; más todavía: si ahora nos dijesen ‘imagine un perro’, nos vendría a la mente la imagen de un perro con determinadas características ‘accidentales’, por ejemplo, las características de un fox terrier o de un collie o de un pastor alemán. Cada persona formará una imagen distinta de perro, pero esta imagen estará siempre determinada por las condiciones individuantes de la materia: la imagen representa formas accidentales individuales y concretas (una altura concreta, un color concreto, una determinada manera de correr, un tono concreto de voz, etc.). En cambio, si decimos: ‘defina lo que es un perro’, no nos pondríamos a describir nuestra imagen de perro (negro, peludo, alto, de cola larga...), sino que diríamos algo así como ‘mamífero doméstico de la familia de los cánidos’. En esta definición ya no estamos expresando las características accidentales de un perro en particular, ni siquiera las de nuestra imagen de ‘perro’, sino que estamos diciendo ‘lo que es’ un perro, cualquier perro, sea del color y de la estatura que sea. Al definir queremos expresar la esencia del perro, es decir, lo que es un perro, y esa esencia no la puede captar ninguna facultad orgánica, porque una facultad material sólo capta determinaciones materiales particulares.

En otras palabras, si el objeto del conocimiento intelectual es algo inmaterial, entonces sólo puede ser recibido en una facultad inmaterial[31]. De manera que la inteligencia es inmaterial y el conocimiento intelectual es el acto de una facultad inorgánica en y por el cual se manifiesta la esencia de una cosa ante el cognoscente. La manifestación íntima de esta esencia es lo que llamamos concepto[32]. Cuando hemos entendido algo decimos que tenemos ‘el concepto’ de una cosa; y cuando nos parece haberlo entendido bien, decimos que tenemos un ‘concepto claro’ de esa cosa.

El conocimiento intelectual admite diversos grados de perfección. El del ser humano es el más imperfecto de entre todos los grados de conocimiento intelectual, aunque es manifiestamente más perfecto que cualquier conocimiento sensitivo. El conocimiento intelectual humano es acto de una potencia inorgánica, la inteligencia humana; pero esta potencia pertenece a un alma que es ‘forma de un cuerpo’ y que como tal llega a la existencia sin poseer ningún tipo de conocimiento actual de las cosas: el ser humano llega a la existencia sicut tabulam rasam, como un pizarrón en blanco donde todavía debe escribirse todo[33]. Este hecho constituye uno de los pilares fundamentales de una adecuada teoría educativa: el ser humano no conoce las cosas de manera innata, sino debe adquirir todos sus conocimientos, tanto en el orden teórico como en el técnico y el práctico.

¿Cómo adquiere el ser humano los conocimientos que necesita y le faltan? Por la abstracción de la esencia a partir de las imágenes, por la intelección inmediata de verdades evidentes (principios) y el razonamiento.

Para poder conocer lo que son las cosas, el hombre debe formar primero ciertas ‘imágenes’ de las cosas, porque de otro modo no puede alcanzar ninguna ‘forma intencional’. Constituida la imagen, la inteligencia del hombre puede abstraer la esencia y las determinaciones esenciales. ‘Ab-straer’ significa ‘separar’: cuando el hombre forma la imagen de una cosa, su inteligencia puede ‘separar’, ‘sacar’ de esa imagen algo que los sentidos mismos no han podido captar: lo que la cosa es[34]. De la imagen de perro que yo me formo con mis sentidos, el entendimiento puede ‘abstraer’ lo que es, en universal, un perro, es decir, lo que es todo perro. A partir de una serie de características accidentales mostradas en la imagen, la inteligencia comprende que, ‘sosteniendo’ todo lo que se percibe con los sentidos, existe un ser substancial que se mantiene y que es según una determinada especie, y al captar ese ser expresa interiormente su esencia mediante un concepto.

El conocimiento intelectual humano es realmente el acto de una facultad inorgánica, pero este acto requiere siempre de manera natural la previa formación de una imagen sensible. De aquí viene que el objeto propio de la inteligencia humana sean las esencias de los seres materiales[35]. Esto no significa que no podamos conocer las realidades espirituales, sino que lo propio del hombre es conocer primariamente las esencias de las realidades materiales. De hecho, el hombre es capaz de conocer algunas realidades espirituales de manera indirecta, es decir, mediante sus efectos sensibles: así, por ejemplo, puede conocer a Dios a partir del conocimiento de las criaturas; puede conocer que existe una cualidad de la persona que se llama justicia a partir del conocimiento de acciones justas, etc. Sin embargo, este conocimiento indirecto no le permite conocer de manera perfecta la esencia de las realidades espirituales, sino de manera imperfecta, por negación y analogía.

La voluntad o apetito intelectual.

Paralelamente a la vida sensitiva, en el orden del espíritu también existe un modo propio de tendencia o apetito: la voluntad. Todo apetito se define como inclinación hacia el bien o hacia lo conveniente. Así como el conocimiento es lo que hace tener presente un objeto ‘dentro’ del cognoscente, el apetito es lo que hace que el sujeto quede referido a la cosa que conoce. Por ejemplo, si mediante las potencias cognoscitivas el sujeto conoce una manzana y la estima como conveniente, entonces, la forma intencional de la manzana está dentro del hombre; si, seguidamente, el hombre, mediante su apetito, desea y quiere la manzana percibida, entonces el sujeto queda como referido o impulsado no ya a una mera forma separada del individuo concreto, sino al individuo real en sí mismo[36].

Todo ente –cognoscente o no, vivo o inerte– posee algún modo de apetencia. En los seres no cognoscentes tal apetencia se reduce al apetito natural, es decir, a la tendencia del ente hacia el bien que le es proporcionado, sin que medie un conocimiento por parte del que tiende. Por ejemplo: el oxígeno tiende a comportarse como oxígeno, y cada uno de los elementos químicos ‘tiende’ a comportarse como le corresponde; pero ninguno de los elementos químicos tiene conocimiento, simplemente ‘tiende’ a su comportamiento propio por un cierto apetito o inclinación natural[37]. Se trata de una tendencia inconsciente, semejante a la de la flecha tirada por el arquero en dirección a la diana: la flecha tiene una tendencia ‘real’ hacia la diana, aunque ella no sepa nada de sí misma ni de su tendencia. La diferencia entre el apetito natural y la tendencia de la flecha hacia la diana estriba en que ésta procede de un impulso exterior a la flecha, mientras que el primero es una tendencia intrínseca, que provenie de la naturaleza misma del ente.

Ahora bien, en los seres que poseen conocimiento existe, además del apetito natural, otro modo de apetito, llamado apetito elícito. El apetito elícito es un modo consciente de tendencia, es la inclinación que se sigue de un bien conocido[38]. Y como hay dos modos básicos de conocimiento, hay también dos modos básicos de apetito. La inclinación que se sigue del conocimiento sensible del bien se llama -como ya se dijo- apetito sensitivo; mientras que la inclinación que se sigue del conocimiento intelectual del bien se llama apetito intelectual o voluntad[39]. Por su parte, los actos propios del apetito sensitivo se llaman ‘pasiones’, mientras que los actos propios de la voluntad reciben, como nombre genérico, el nombre de ‘querer’ (aunque en un lenguaje más técnico, se llaman ‘voliciones’), y cuando se trata de un querer libre se les llama ‘elecciones’. Muchos actos de la voluntad, considerados en particular, reciben en el lenguaje común, el mismo nombre que tienen las pasiones del apetito sensitivo. Por ejemplo, existe una pasión sensitiva que se llama ‘amor’ y también existe un acto de la voluntad que se llama ‘amor’: son actos de facultades distintas, que se ordenan a objetos distintos y de manera distinta, pero reciben el mismo nombre porque, siendo inclinaciones apetitivas, tienen cierta semejanza. Lo mismo pasa en muchos otros casos: alegría, odio, esperanza, etc[40].

Santo Tomás define la voluntad como la inclinación que se sigue del bien aprehendido por el entendimiento[41]. Cuando la inteligencia juzga algo como bueno, necesariamente la persona entera reacciona, ‘toma posición’ afectiva frente a ese bien: lo aprueba, lo quiere, lo busca si no lo tiene, y lo goza si lo posee. Algo semejante pasa cuando una persona comprende que algo es malo; también toma una posición afectiva: lo desaprueba, lo odia, lo rechaza, si se le acerca y, cuando ese mal está presente, se contrista. Estas ‘posiciones afectivas’ frente a un bien o un mal que la inteligencia reconoce cómo tales y porque la inteligencia los reconoce como tales son ciertos actos de la voluntad.

Debe advertirse, sin embargo, que no cualquier bien ni cualquier mal que la inteligencia comprende como tal, afecta y mueve a la voluntad, sino el bien o el mal que el sujeto entiende o experimenta como relacionados con su propia existencia. Por ejemplo: si entiendo que ‘la carroña es buena para los buitres’, este juicio me deja bastante indiferente, a menos que me importe, de alguna manera, la existencia de los buitres; de lo contrario, me da igual que los buitres necesiten o no carroña y que la tengan o no la tengan.

La voluntad se diferencia del apetito sensitivo justamente porque sus actos siguen al conocimiento intelectual del bien, mientras que los actos del apetito sensitivo siguen al conocimiento sensible del bien. La inteligencia conoce lo que son las cosas, de manera que puede reconocer el bien en cuanto es bueno, el bien real que está implicado en la cosa conocida; esto significa que conoce el bien en su razón de bien[42]. En cambio, el sentido sólo conoce el bien de una manera particular y subjetiva, conoce un bien particular y sensible: el placer sensible; y lo conoce no entendiendo que es un bien placentero, sino sintiéndolo; por eso, dice Santo Tomás que el apetito sensitivo tiende a un bien particular (el placer sensible) y rechaza un mal particular (el dolor sensible).

Dos ejemplos pueden ayudarnos a entender la diferencia entre los actos del apetito sensitivo y los del apetito intelectual. El primero es un ejemplo ficticio: supongamos que se descubre una droga capaz de matar a un hombre en pocos minutos, pero que no sólo no produce dolor, sino que, al contrario, produce un gran placer en todo el cuerpo, una sensación de agrado que no se acaba hasta que la persona expira. Supongamos que, por la fuerza, se inyecta esta droga a un joven que ama la vida: progresivamente el joven va sintiendo un placer corporal más intenso, pero él sabe que morirá irremediablemente ¿cuál será el acto de su voluntad? Es evidente que no será de gozo, sino de tristeza: mientras tenga conciencia de lo que le pasa, estará triste y desesperado, por mucho que su cuerpo se deleite y se sienta ‘complacido’. Se ve, con esto, que una cosa es la pasión sensible (el deleite corporal, en este caso), que proviene de la sensación de un bien corpóreo y otra cosa es el acto de la voluntad, por el cual la persona se entristece porque comprende que lo que le sucede es, en realidad, un gran mal. Ahora pondremos un ejemplo contrario, pero real: un enfermo del corazón que sabe que su última posibilidad de vida depende de una operación difícil, que supondrá una recuperación lenta y dolorosa, siente miedo ante la operación, ante la aguja del anestesista, ante la sala del quirófano..., pero quiere operarse y controla su miedo para dejar que la operación se efectúe. Una cosa es el miedo que siente ante el dolor inminente, que intuye mediante sus sentidos (al ver la aguja y los demás instrumentos, etc.), y otra cosa es lo que su voluntad quiere, porque el paciente entiende que eso por lo que siente temor, en realidad, es un bien. Con estos ejemplos se prueba que no es lo mismo el acto del apetito sensitivo y el acto de la voluntad. Sin embargo, esto no significa que la voluntad y el apetito sensitivo siempre se contradigan: una persona puede deleitarse en una buena comida y, a la vez, quererla con su voluntad porque la necesita para vivir; lo que se nota aquí es que las causas del deleite sensible y del querer de la voluntad son distintas: el apetito sensitivo se deleita porque el alimento es sabroso al paladar; la voluntad aprueba la comida y la quiere porque es saludable.

Advirtamos que, dada la unidad de las potencias humanas en razón de la unidad de su principio, las pasiones pueden tener su origen en una disposición de la voluntad. Por eso, cada persona puede notar que existen en ella misma, por una parte, ciertas ‘pasiones’ o apetitos sensibles que tienen su origen en una causa netamente corporal o animal: de este tipo son el deseo sexual, el hambre, la sed, el dolor y el placer físicos. Pero, por otra parte, existen también ciertas pasiones cuyo origen tiene más bien un carácter intelectual y voluntario, pues se refieren a bienes que el sentido no puede captar. Por ejemplo: el deseo de alabanzas o de honra. Se trata de verdaderas ‘pasiones’ del alma, pues el hombre las padece con alteraciones corporales y una disposición que él ‘siente’ en su cuerpo; pero el objeto que las produce es de carácter inmaterial, captado por la inteligencia y querido o rechazado por la voluntad. Tales tendencias fueron identificadas por Santo Tomás al hablar de las ‘concupiscencias racionales’. Creemos que a estas pasiones sensibles producidas por objetos no sensibles le corresponde, de manera más plena, el nombre de lo que hoy llamamos ‘sentimientos’.

Concepto de bien

‘La voluntad es la capacidad que tiene el ser humano de tender y apetecer el bien en cuanto bien’. En una lectura superficial, esta definición no parece distinguir el apetito sensitivo de la voluntad: todo apetito tiende a algún bien, pues ningún ser tiende hacia lo que le es inconveniente y contrario. Ya hemos señalado, sin embargo, que el apetito sensitivo no apetece el bien ‘porque es bueno’, sino en cuanto produce placer, o como mucho, porque los instintos le hacen sentir atracción hacia el bien captado por los sentidos.

Pero ¿qué es el bien? Bueno es precisamente aquello que puede ser objeto de apetencia y, a la vez, todo apetito tiende al bien. A pesar de las apariencias, este razonamiento no es un círculo vicioso, ni estamos aceptando un relativismo ético, porque para poder ser apetecida, una cosa debe cumplir ciertas condiciones objetivas: no cualquier cosa despierta el apetito de un sujeto, ni lo activa de cualquier manera.

Sucede que una cosa es apetecida en la medida en que posee algún modo de plenitud o perfección con respecto del sujeto apetente. Si consideramos la más básica de las tendencias, el apetito natural, nos encontramos con que cada ente tiende hacia cosas que les permitan alcanzar cierta perfección en sí mismos o en sus operaciones. Tenemos, entonces, de entrada, que todo tiende a permanecer existiendo en sí mismo y a comunicar su propio modo de ser (el fuego comunica su calor, el agua disuelve las cosas, el aceite se queda ahí donde mancha, la piedra aplasta y en ningún modo se retira o pierde su identidad al contacto con otra piedra, etc.); si las cosas no tendieran a permanecer, entonces cada una de ellas dejaría de ser lo que es en el momento mismo de empezar a existir, y así nada tendría la más mínima permanencia. Existir, tener ser es un bien para cualquier ente. Tener ser es el primer bien, lo primero apetecible; y serán buenas para el sujeto, todas aquellas cosas que contribuyan a conservar ese bien, y malas, las que lo mengüen[43].

Si pasamos a los vivientes, comprobamos que la naturaleza no sólo tiende a alcanzar algún modo cualquiera de existencia, sino que tiende a un modo acabado de existencia (lo que los latinos llamarían un modo ‘perfecto’, per-factum, hecho de un extremo a otro). Debido a esta tendencia, todos los vivientes crecen y tienden a su madurez; y si no la alcanzan, esto no se debe a una inclinación natural a la ‘imperfección’, sino a una serie de impedimentos extraños a la tendencia natural. Descubrimos ahora que el segundo bien es tener un ser completo, acabado según la propia naturaleza[44].

El acto de ser y la naturaleza son bienes básicos para el sujeto existente, y se trata de bienes objetivos: un ente, por naturaleza, jamás tiende a lo que es objetiva y absolutamente contrario a sí mismo. En realidad, el ser y la naturaleza son el fundamento objetivo más profundo de toda apetencia[45], por eso, todo lo que despierta el apetito del sujeto debe tener algún grado de actualidad en el ser y algún modo de proporción con la propia naturaleza.

Descubrimos también en los entes una tercera ‘tendencia natural’: la tendencia a comunicar el bien propio[46]. Ese bien es fundamentalmente, para cada individuo, el propio ser y la propia naturaleza. De aquí viene que cada ente tienda a producir algo semejante a sí mismo: que tienda a reproducirse, si es viviente, o a ejecutar sus operaciones propias, por medio de las cuales de algún modo se comunica a sí mismo. ‘Capacidad para comunicar el bien propio’ es también un tercer bien objetivo, justamente porque es parte de perfección de un ente.

No seguiremos describiendo los siguientes tipos de bienes naturales, porque todos se fundamentan en una sola realidad; lo que Santo Tomás llamaba acto de ser. Tener ser, perfeccionar el propio ser, comunicar una semejanza del propio ser: son manifestaciones claras de que cada ente tiende, por naturaleza, al acto de ser. Es cierto que cada ente tiende a un cierto acto de ser proporcionado a su propio modo de ser (para un lobo lo bueno es distinto que para una oveja o para un jilguero), pero lo que hace que una cosa sea buena y apetecible es su acto de ser: una cosa sin un acto de ser real y sin posibilidad de llegar a tener ese acto, nunca puede atraer hacia sí[47].

Tenemos, pues, que habiendo un fundamento objetivo de la bondad de una cosa (el acto de ser), cada cosa en particular se considera ‘buena’ o ‘mala’ en referencia al ente con el cual se relaciona. Resulta, entonces, que para el apetito de los distintos seres se presentan bienes diversos: para la piedra seguir siendo piedra y ser afectada por las leyes de la materia, para el lobo, comer ovejas, y para la oveja, escapar del lobo y no ser comida por éste. En definitiva, bueno es siempre un ente (poseedor de cierta actualidad en el ser) proporcionado a la naturaleza del sujeto que lo apetece[48]. El mismo hecho de poseer un cierto modo de ser proporcionado es lo que despierta la apetencia.

Con esto, por cierto, queda rechazado el relativismo, puesto que podemos determinar una primera regla para distinguir entre un verdadero bien (bien objetivo) y un bien aparente: la naturaleza del sujeto apetente. Verdadero bien será aquello verdadera y objetivamente proporcionado a la naturaleza del apetente, y bien aparente será aquello que parezca proporcionado a la naturaleza (y por ello, apetecido), pero que, en realidad, sea contrario a ella y, por tanto, un mal. Aplicado a la vida humana, tendremos que será objetivamente bueno todo aquello que lleve al ser humano a ser más plenamente hombre y será malo todo cuanto lo degrade.

Hemos discurrido un poco acerca del concepto de bien con la intención de precisar más la naturaleza de la voluntad. Cada ente tiende, por apetito natural, a su bien sin necesidad de conocer que eso es un bien para él, simplemente tiende. En los animales, el apetito sensitivo inclina al sujeto a cualquier cosa que éste sienta como apropiada para sí y para su especie; pero en ningún caso, el animal apetece ese bien porque sea apropiado para sí. Pero si encontráramos un ente tal que sea capaz de conocer el ser de las cosas y de apreciarlas como tales (es decir, por cuanto son y según el grado de ser que cada una posea), entonces nos encontraríamos frente un ente cuya naturaleza es, de algún modo, proporcionada al acto de ser en sí mismo, no ya a este o aquel ente en particular, sino a la perfección misma del acto de ser. Ese ente es el ente de naturaleza intelectiva y su capacidad de tender a las cosas por lo que son es la voluntad.

La voluntad ‘quiere’ las cosas por cuanto y en cuanto son buenas (o, al menos, aparecen como tales); debe quedar claro: mediante su voluntad, el sujeto quiere las cosas no ‘porque le atraen’, sino ‘porque son buenas’. Por ejemplo: el placer sensible atrae porque es algo proporcionado a la naturaleza sensible y en este sentido es un cierto bien particular; por mi voluntad puedo elegir un cierto placer sensible, pero si lo elijo, lo hago en cuanto lo considero un cierto bien, incluso si lo elijo únicamente ‘porque me atrae’. Si el hombre elige algo únicamente ‘porque le gusta’, incluso en este caso, tiene como premisa primera que ‘hacer lo que a uno lo gusta es bueno’. Por eso, jamás el hombre puede querer algo de manera voluntaria sin una ‘razón’ para quererlo, aunque sea una razón aparente. Y esto no porque sea su deber elegir lo que la razón le presenta como bueno, sino porque la voluntad es la capacidad de querer ‘lo que la razón presenta como bueno’.

Vamos a precisar todavía más esta ‘tendencia al bien en cuanto tal’. Que el hombre pueda tender, con su voluntad, a los bienes en cuanto son buenos, no significa que la voluntad quiera las realidades de manera ‘ascéptica’, es decir, sin referencia al sujeto apetente. Significa, en el fondo, que la voluntad puede querer el bien en cuanto es ‘objetivamente bueno’, es decir, ‘según su grado objetivo de perfección’. Esta bondad objetiva puede encontrarla la voluntad en un ente ‘amable por sí mismo’, por ser lo que es, con independencia de los beneficios que pueda traer (por ejemplo, en otra persona humana o en Dios), o puede encontrarla (aunque de distinta manera) en todas aquellas realidades que reportan algún beneficio para el mismo sujeto apetente. Cuando un animal irracional capta una cosa como ‘conveniente’, no la entiende como tal, sino que simplemente la ‘siente’; de aquí que tienda a ella no ‘porque sea buena’, sino simplemente porque le atrae. El animal no entiende que la salud sea un bien, que el desarrollo de su vida sea un bien para él, ni siquiera entiende que el placer sea un bien; simplemente su apetito se ‘siente’ atraído hacia aquella cosa. Pero en el caso del hombre, sucede que frente a una cosa placentera no sólo se siente atraído, sino que puede comprender que aquello que le atrae ‘porque le produce un placer corporal’ y, más allá, que el carácter de placentero no es lo único que define esa cosa, sino que le pertenecen otras dimensiones. Por ejemplo, un pastel de chocolate se puede presentar placentero pero ‘no saludable’, o quizás ‘propiedad de otra persona’ o ‘posible de ser compartido con otro’, etc. El apetito sensitivo no puede apetecer más que el bien sensible al cual tiende, pero no puede tender a otras dimensiones reales de la cosa, a las cuales el sentido no llega. Estas otras dimensiones, en cambio, captadas por la inteligencia, sí pueden ser queridas por la voluntad como ‘bienes’ objetivos. Por su voluntad, el ser humano puede querer el pastel ‘porque es agradable’, puesto que el placer corporal es un bien de nivel sensible; pero también puede querer la propia salud, que también apetece como un bien, ‘porque la salud es algo bueno’ y puede querer ‘compartir con otros’, cosa que también es un bien, ‘porque hacerle bien a otra persona es bueno’.

Realmente es exclusivo de la voluntad el apetecer el bien ‘en cuanto es bueno’; esta definición de la voluntad calza con aquella otra: “la voluntad es la capacidad de apetecer el bien presentado por el entendimiento”, puesto que sólo la inteligencia puede presentar el bien ‘en su razón de bien’, es decir, en su dimensión objetiva de perfección y de bondad. “La voluntad se refiere al bien bajo la razón común de bien”[49].

Un paso más. Los bienes que capta la inteligencia son múltiples y, además, presentan una jerarquía objetiva de bondad: hay cosas objetivamente mejores, más valiosas que otras. ¿En qué radica el mayor o menor valer de cada cosa? En su ‘modo de ser’; en el hecho de que cada cosa participa en diverso grado del ‘acto de ser’.

El hombre tiende a querer las cosas según este orden objetivo; ya lo hacía notar San Agustín: preferimos no tener riquezas materiales antes que perder la vista, pero preferimos perder la vista, antes que, conservándola, perder la inteligencia o la conciencia de nuestra propia interioridad[50]. Sabemos que la vida del espíritu (de autopresencia íntima) es superior al poder material, y la estimamos y amamos como algo mejor a la vida meramente sensitiva. Dentro de esta escala de bienes objetivos, entran efectivamente aquellos que afectan de manera directa al propio sujeto apetente (bienes espirituales y bienes materiales), pero también pueden ser considerados otros bienes que son ‘valiosos’ por sí mismos, sin que beneficien de manera directa al sujeto que los reconoce: tales bienes son aquellos cuya categoría ontológica los hace ‘dignos’ de un amor de benevolencia, a saber, las demás personas, sus semejantes. El hombre también está capacitado para amar a las personas por la ‘bondad’ o valor intrínseco de sus existencias; ese amor que mira al otro como un bien ‘en sí mismo’ y no meramente como un bien ‘para mí’ es posible para el hombre justamente porque su voluntad es la capacidad de su espíritu para amar el bien ‘en cuanto bien’.

Recapitulemos. La voluntad es el apetito que tiende al bien ‘en su razón de bien’; ese es su objeto ‘general’, presentado necesariamente por su entendimiento. Por medio de su voluntad , el ser humano puede tender al placer, a la perfección propia, a la permanencia de su especie, a la comunicación de su propio bien, etc., pero tiende a esa cosas no por una mera inclinación ciega o parcialmente cognoscitiva, sino sabiendo a qué cosas tiende y por qué tiende a ellas. De ahí que el modo como la voluntad apetece las cosas no es el mismo que tiene el apetito sensitivo ni la tendencia natural; ese modo se caracteriza porque es íntimo, consciente y plenamente determinado desde la interioridad del sujeto. La ‘conciencia’ y la ‘voluntariedad’ de las acciones del ser humano están así íntimamente relacionadas: nunca llamamos ‘voluntarias’ las acciones hechas inconscientemente, aunque en ocasiones esas acciones puedan estar de hecho impulsadas por una tendencia sensible (como es el caso de los borrachos o las personas drogadas).

La libertad

¿Hay algún ser que pueda saciar del todo la tendencia propia de la voluntad?

La respuesta del Aquinate es afirmativa: el Bien Universal, que es Dios. Si la voluntad tiene por objeto las cosas ‘en cuanto buenas’ y descansa en ellas en la medida en que son buenas, la plena satisfacción y descanso de la voluntad sólo pueden darse en la posesión de aquello que contenga la plenitud de todo bien, y ése es Dios[51].

En este hecho fundamenta el Doctor Angélico la posibilidad y la existencia de la libertad en los sujetos racionales: si la voluntad sólo puede quedar plenamente satisfecha con el Bien Universal, entonces cualquier otro bien que no sea este Bien Universal puede atraer al sujeto, pero jamás puede determinarlo de manera necesaria en su apetencia y en su conducta. Las personas son libres justamente porque los bienes que conocen y frente a los cuales deben escoger no son el Bien Universal[52].

No es este trabajo el lugar para desarrollar un tratado sobre la libertad. Pero es indispensable mencionarla como otro de los fundamentos más importantes de la actividad pedagógica según el espíritu de Santo Tomás. El término ‘libertad’ o ‘libre albedrío’ designa la propiedad de la voluntad de la persona por la cual esta puede determinarse a sí misma en sus acciones en orden a un fin[53]. Porque es libre, el hombre puede determinarse por un bien o por otro, sin estar necesariamente determinado por ninguno de los dos, o puede elegir entre el bien y el mal. Sin embargo, cuando la persona elige el mal, aunque ejerce su libertad, se trata de una libertad frustrada. Recordemos que la voluntad busca y tiende al bien en cuanto tal, de manera que la libertad de la voluntad se encuentra orientada al bien: somos libres para elegir el bien. Tanto es así que, incluso cuando la persona elige algo objetivamente malo, lo elige bajo la perspectiva de algún bien (limitado, pero bien); resulta, entonces, que el que elige libremente un mal, elige un bien que es mera apariencia y, por esto mismo, ejerce una libertad frustrada. La libertad se ejerce plenamente en la elección de bienes verdaderos, objetivamente conformes con la naturaleza del hombre.

Adelantamos, así, una de las aplicaciones más claras de la doctrina tomista para la teoría y la praxis educativa: la educación moral es, en definitiva, educación de y para la libertad. Formarse moralmente significa, mirado desde la perspectiva de la libertad, aprender a elegir bien.

Mutua relación de las potencias.

El ser humano constituye una unidad; no debe imaginarse que las diversas dimensiones de la vida humana conforman algo así como compartimentos estancos, con operaciones propias que en nada influyen en las otras dimensiones y nada reciben de éstas. La vida del hombre no es una pluralidad esquizofrénica, sino que todo en él está dispuesto para la unidad: de hecho se trata de una única vida para cada sujeto.

Considerar atentamente esta unidad es de máxima importancia si se quiere comprender en qué consiste realmente el desarrollo pleno del hombre. Existe, por naturaleza y de hecho, una fuerte influencia de las distintas potencias operativas sobre el cuerpo de la persona, del cuerpo sobre las potencias operativas, de unas potencias sobre otras; esta real influencia, sin embargo, está llamada a convertirse en armonía, porque de lo contrario llegamos al caos y a la inestabilidad. Pero la armonía entre cosas diversas sólo se alcanza cuando todas se ordenan hacia un mismo objetivo y cada una lo hace según su modo y su operación propios. Si se quiere comprender cabalmente cuáles son el principio, el método y la meta del proceso educativo, se hace necesario precisar las relaciones e influencias entre las diversas potencias.

En los siguientes apartados intentaremos dar una idea muy esquemática de las relaciones que se dan entre las diversas potencias del hombre, tal y como la propone Santo Tomás, siguiendo a Aristóteles. De entrada, diremos que la relación entre las diversas potencias humanas se resume en lo siguiente: el ser humano no puede realizar las actividades de sus potencias superiores, sino supone la actividad de las inferiores; pero toda la actividad de las potencias inferiores se orienta a la realización de las operaciones superiores. La actividad de las potencias sensitivas supone una buena constitución corporal y un buen funcionamiento de las potencias vegetativas, y la actividad intelectual requiere la formación de una sensibilidad adecuada. Pero a su vez, la actividad de las potencias vegetativas no tiene como fin definitivo que el hombre pueda comer o su cuerpo pueda crecer, ni tampoco las potencias sensitivas tienen como fin último que el ser humano pueda sentir, sino que todas se ordenan a que el hombre sea perfecto como hombre, y eso sólo se alcanza mediante la actividad de las potencias intelectivas[54].

Si comenzamos atendiendo a la dimensión de mera corporeidad vegetativa, encontramos un par de hechos evidentes. El primero: los diversos órganos y aparatos del cuerpo humano se influyen y se necesitan mutuamente entre sí. Podemos comprobar este hecho en nuestra propia experiencia cotidiana y, también, en una rápida ojeada a cualquier tratado básico de biología humana; por ello, no nos extenderemos más sobre el asunto. El segundo hecho es también evidente, pero quizás menos atendido: la voluntad del ser humano no puede gobernar ‘directamente’ sus potencias vegetativas. No basta con querer que nuestro pulso disminuya o aumente su frecuencia para que sea así, ni nos basta tampoco decidir que queremos crecer unos centímetros más para que así suceda. Aunque es cierto que la actualidad natural de nuestra alma ‘dirige’ nuestra actividad vegetativa, es también claro que dicha actividad no se encuentra mediada por las decisiones de nuestra voluntad[55]. Y esto entraña una gran ventaja: si el hombre debiera regir con su limitada inteligencia y su voluntad inconstante todos los actos de su cuerpo, simplemente la vida humana no sería posible.

Sin embargo, sabemos que existe una influencia indirecta de la voluntad y de los apetitos sensitivos en el desarrollo y funcionamiento de nuestro cuerpo, pues hay una influencia clara de nuestro estado anímico sobre nuestro estado corporal y viceversa. Las pasiones que afectan nuestra sensibilidad implican siempre algún modo de afección o transmutación corporal, transmutaciones que pueden ser reducidas y momentáneas (rubor por vergüenza, disminución de la presión por miedo, etc.) o pueden afectar la totalidad de nuestro organismo y prolongarse por mucho tiempo (por ejemplo, una tristeza prolongada va minando las fuerzas físicas y parece ‘comerse’ al cuerpo). La situación contraria también es posible: hay estados corporales que se traducen en alteraciones de nuestra sensibilidad (esto sucede, por ejemplo, en las depresiones por causas endógenas)[56]. Al considerar estas fuertes influencias entre el cuerpo del ser humano y su sensibilidad, se ve con claridad meridiana la verdadera unidad que existe entre el cuerpo y el alma del hombre: el alma es verdaderamente forma del cuerpo humano y el cuerpo, manifestación de su alma.

También la voluntad influye sobre las operaciones vegetativas, pero de manera más indirecta aún. Por una parte, puede influir por medio de las mismas pasiones sensitivas, pues –como explicaremos un poco más abajo– la voluntad del hombre puede dirigir las pasiones con un dominio ‘político’. Por otra, puede influir mediante acciones externas que faciliten o dificulten ciertas actividades vegetativas de su cuerpo, por ejemplo, mediante ciertas actividades físicas o en la ingesta de medicamentos.

Consideremos, ahora, una facultad propia de la vida animal: las potencias locomotrices, por las cuales podemos movernos espacialmente. Los movimientos de los miembros externos (no ya de los órganos y aparatos internos de actividad vegetativa) son controlados, normalmente, por la voluntad de cada persona; caminamos, corremos, movemos las manos cuando queremos, y si no queremos, no hacemos nada de esto: en cuanto lo queremos, nuestros cuerpos obedecen. Advirtamos que, en este punto, la voluntad ejerce una influencia más fuerte sobre nuestros movimientos corporales que la de las pasiones: mientras nuestra voluntad no decida, no realizamos movimiento alguno[57]. Podemos tener mucho miedo, sentirnos impulsados a correr, pero mientras la persona no decida voluntariamente correr, no correrá. Es cierto que nuestra voluntad puede dejarse ‘arrastrar’ por las pasiones, pero, incluso en tales casos, nuestros movimientos corpóreos se encuentran imperados por una decisión voluntaria. Pueden darse algunas situaciones excepcionales, en las que el movimiento corporal no obedezca a una decisión voluntaria; por ejemplo, ciertos estados de semi-inconciencia (por drogas, por alcohol, por pasiones excesivamente intensas, que, literalmente ‘hacen perder la cabeza’, etc.), algunos movimientos reflejos y la presencia de un impedimento físico. Pero, en la vida normal del individuo, la voluntad impera directamente los movimientos locales de los miembros de nuestro cuerpo. Ya hemos señalado antes que, en el animal, la conducta externa se encuentra dirigida directamente por sus pasiones. Interesa mucho destacar que, en el caso del ser humano, en situación normal, no es así: su conducta exterior es –siempre y cuando esté consciente de sí mismo- una conducta voluntaria.

La natural obediencia del cuerpo al gobierno de la razón nos manifiesta claramente cómo el cuerpo existe en función del alma, nos manifiesta cómo la corporeidad nos hace presente el alma, en cuanto es expresión de la vida del espíritu.[58] Una visión educativa integral se sustenta en una antropología que considere el cuerpo como un elemento esencial y constitutivo de la persona humana. Que lo considere en su radical dignidad.

Pasemos al ámbito sensitivo. “Nada se ama si no se conoce”[59]. Esta ley se cumple también en nuestra sensibilidad: las pasiones requieren el actual conocimiento sensible de un objeto, esté o no físicamente presente. La relación inversa es más difícil de comprender: ¿influyen las pasiones sobre la percepción sensitiva de un objeto? La experiencia parece decirnos que sí: nuestros sentimientos no pueden alterar la cosa misma que captamos, pero muchas veces nos predisponen frente a esa cosa o persona, de manera que, incluso a nivel sensitivo, atendemos ciertos aspectos y no otros, o establecemos una cierta estimación sensitiva de la realidad captada, sin abarcar globalmente la realidad. Es cierto que nuestras pasiones no pueden hacer que veamos el rojo como negro o viceversa, o hacernos sentir lo salado como dulce (estos casos constituyen, más bien, efectos de deficiencias físicas); pero si pueden alterar la captación de nuestra imaginación o de nuestra memoria o, incluso, de nuestra cogitativa. Así, por ejemplo, el temor a un objeto determinado nos hace sentir ese objeto mucho más cerca de lo que realmente está; la ira puede, literalmente, ‘cegarnos’; el deseo intenso de un placer nos hace percibir que el tiempo pasa muy lentamente y, en muchas ocasiones, nos puede hacer incapaces de atender, con nuestra imaginación, otras cosas, etc. Advirtamos que todavía no nos referimos a la mutua influencia entre la sensibilidad y la razón humanas; estamos hablando únicamente de la sensibilidad y ya podemos afirmar que no sólo la aprehensión sensitiva de las cosas influye sobre nuestros apetitos sensitivos, sino que estos mismos apetitos influyen muy fuertemente en nuestra captación cognoscitiva sensible de la realidad. Si queremos educar al hombre para la verdad, se debe tener muy en cuenta la educación de las pasiones y de la mente, para que sepa tomar la apropiada distancia frente a sus propias afecciones sensibles.

Ascendamos a la consideración de la vida propiamente racional del ser humano. Primero atenderemos someramente la relación que existe entre la inteligencia y la voluntad; posteriormente, nos detendremos a considerar las complejas influencias que se dan entre la sensibilidad y la actividad racional del ser humano.

En la Suma Teológica, cuestión 82, el Doctor Angélico establece una comparación entre la inteligencia y la voluntad. Específicamente en el artículo cuarto, muestra la mutua influencia entre ambas facultades: la inteligencia mueve a la voluntad a modo de fin, y la voluntad mueve a la inteligencia a modo de causa eficiente. Esto significa, por una parte, que el entendimiento presenta a la voluntad el objeto propio de ésta, que es el bien. Nuevamente debe aplicarse el principio de San Agustín: “no se puede amar lo que no se conoce”; la voluntad no puede realizar sus actos si no tiene un ‘objeto’, conscientemente alcanzado, al cual dirigirse. Por otra parte, la inteligencia es una potencia operativa particular y, como toda potencia creada, nunca está plenamente actualizada (excepto en la visión sobrenatural de Dios): cada potencia particular de la persona requiere de ‘algo’ que la mueva a su acto propio; y ‘mover’ a realizar un acto u otro es una actividad principiada por la voluntad, en la medida en que compete a la voluntad ordenar la actividad de todas las potencias del individuo hacia un único fin. La inteligencia también se haya sometida a esta influencia de la voluntad. Comprobamos que para pensar en algo determinado (y llegar así a entenderlo) debemos, primero, querer pensar en ello, querer aplicar nuestra atención al asunto en cuestión. Es cierto que para querer un determinado bien, primero, lo debemos entender como bueno; pero para aplicar nuestra mente a entender algo, debemos, antes, querer pensar y entender aquello[60]. Las consecuencias de esta mutua relación para la actividad educativa son múltiples y de suma importancia; entre otras, se hace evidente que todo aprendizaje (incluso el más teórico) requiere una favorable disposición de la voluntad y que toda determinación realmente voluntaria requiere una comprensión de la bondad del objeto al que se refiere.

En el orden del conocimiento ya hemos mencionado una de las relaciones más propias entre las potencias sensitivas e intelectivas: para poder entender algo, el hombre tiene que abstraer sus conceptos a partir de las imágenes. No sólo eso: cada vez que vuelve a pensar un concepto, debe referirlo a la imagen de la cual lo separó[61]; de otro modo, la comprensión de una cosa, según la capacidad humana, no acaba de ser completa. Consideremos que, además, la imagen de una cosa incluye las estimaciones sensitivas que cada uno siente respecto a la cosa captada. El concepto que cada persona forma respecto de una cosa depende, no poco, de la imagen que ha guardado en su memoria sensitiva; resulta así que nuestros conceptos, aunque sean verdaderos, pueden quedar limitados y como ‘recortados’ por una inadecuada información sensitiva y por una estimación poco ecuánime de sus cualidades[62].

La influencia inversa es también real. Nuestra captación intelectual puede influir no poco en el posterior enriquecimiento de nuestra imagen, puesto que nos hace centrar la atención de nuestros sentidos más en unos aspectos que en otros[63]. Esto constituye una ventaja para no disipar la atención en aspectos secundarios y accidentales de la cosa; aunque a veces, también pueda limitar nuestra captación de la realidad a causa de una atención tendenciosa y predispuesta. Hay que advertir que, en definitiva, la influencia de nuestros conceptos sobre nuestro modo de captar sensiblemente las cosas materiales se encuentra generalmente mediada por la disposición de la voluntad. La aceptación de nuestra ignorancia respecto de un tema, o de la limitación de nuestras capacidades, la disposición para reconocer la realidad tal como es y no como nosotros quisiéramos que fuera, el reconocimiento de una verdadera autoridad en la materia, el amor por la verdad, etc. son todas disposiciones de la voluntad que permiten a la persona percibir las cosas ‘con ojos limpios’ y no imponer sobre ellas su ‘idea’.

Consideremos, al fin, las relaciones que se establecen entre las potencias racionales y el apetito sensitivo. En este ámbito las relaciones entre las potencias se vuelven más complejas, más estrechas y, a veces, difícilmente discernibles. La razón puede influir sobre la formación de los juicios sensibles. La voluntad influye de manera directa, por el imperio, sobre todas las potencias del ser humano, a excepción de las potencias vegetativas. Las pasiones pueden influir directamente sobre la actividad de los sentidos internos, y mediante ellos, sobre el juicio de la inteligencia y el acto de la voluntad. La explicación de Santo Tomás a este respecto es rica y precisa, y –dada la importancia que supone para la realización de la actividad educativa– nos parece adecuado explicarla con más detalle.

“Las pasiones del alma pueden referirse de dos maneras al juicio de la razón. Una, antecedentemente, y en este caso, como oscurecen el juicio de la razón, del cual depende la bondad del acto moral, disminuye la bondad del acto. (…) La otra manera, consiguientemente; y esto de dos modos. Primero, a modo de redundancia, a saber: porque, cuando la parte superior del alma se mueve hacia alguna cosa intensamente, sigue su movimiento también la parte inferior; y así, la pasión que surge de modo consiguiente en el apetito sensitivo es señal de una voluntad más intensa, y, por tanto, indica mayor bondad moral. Segundo, a manera de elección; esto es, cuando el hombre por el juicio de la razón procura ser afectado por una pasión para, mediante la cooperación del apetito sensitivo, obrar más prontamente; y en este caso la pasión del alma aumenta la bondad de la acción”. [64]

La intención de Santo Tomás en este pasaje es mostrar de qué manera influyen las pasiones en la moralidad de los actos humano. Nosotros lo hemos recogido para considerar los modos concretos de la mutua relación entre las pasiones y la parte racional del alma: el apetito sensitivo se refiere a la razón (inteligencia y voluntad), ya sea influyendo sobre ésta (pasiones antecedentes), ya sea recibiendo la influencia de la parte racional sobre sus propios actos (pasiones consecuentes).

Influencia de la razón y la voluntad sobre el apetito sensitivo.

“El irascible y el concupiscible obedecen a la parte superior, en la cual residen el entendimiento o razón y la voluntad, de dos maneras: una, con respecto a la razón; otra, con respecto a la voluntad. Así, obedecen a la razón en cuanto a sus mismos actos. En los animales el apetito sensitivo está ordenado, por naturaleza, a ser movido por la potencia estimativa, y así la oveja teme al lobo porque le estima como enemigo suyo. Pero, como anteriormente hemos dicho, el hombre tiene, en lugar de la estimativa, la cogitativa, llamada por algunos, razón particular, porque compara las intenciones individuales; de manera que en el hombre, por naturaleza, el apetito sensitivo es movido por ella. Ahora bien, la razón particular es movida y dirigida naturalmente por la razón universal, y por esto, en la argumentación silogística se deducen de las proposiciones universales conclusiones particulares. Por tanto, es evidente que la razón universal impera el apetito sensitivo, que se divide en concupiscible e irascible, y que este apetito le obedece. (...) Lo que puede experimentar cada uno en sí mismo, pues recurriendo a algunas consideraciones universales se mitigan o exacerban la ira, el temor y otras pasiones similares.

Igualmente el apetito sensitivo se subordina a la voluntad en el orden de la ejecución, que se realiza por la fuerza motriz. En los animales, a la actividad concupiscible e irascible sigue inmediatamente el movimiento; por ejemplo, en la oveja, que huye al instante por temor al lobo; pues no hay en ellos un apetito superior que oponga resistencia. El hombre, en cambio, no se mueve inmediatamente a impulso del apetito irascible y concupiscible, sino que espera el imperio de la voluntad, que es el apetito superior. Pues en todas las potencias motoras ordenadas la una a la otra, la segunda no se mueve sino en virtud de la primera; por eso el apetito inferior no basta para mover mientras que el superior no lo consienta”[65].

Puesto que el apetito sensitivo tiene su objeto propio (el bien sensible), posee también un movimiento propio, una operación que se determina según su objeto proporcionado (la forma sensible del bien) y que puede brotar en el sujeto con independencia de la influencia de la voluntad del sujeto. Sin embargo, el apetito sensitivo se ordena por naturaleza a un bien particular: el bien corporal; un bien que, en cierto modo, atrae sin referencia al bien total y pleno de la persona humana. De ahí que la parte racional del alma esté llamada a gobernar las tendencias sensitivas.

El dominio de la razón sobre los actos del apetito sensitivo (que son las pasiones y las mociones en orden a la acción) se ejerce desde dos frentes: por parte de la inteligencia (o razón), que influye en la configuración del objeto de las pasiones, y por parte de la voluntad, que influye directamente en el ejercicio de la pasión y de los movimientos exteriores que se siguen de la pasión.

En cuanto a la configuración del objeto, el entendimiento influye sobre las pasiones mediante los sentidos internos. En primer lugar, presentándole a los apetitos cierto objeto sensible como bueno o como malo según la consideración de la cogitativa. “El intelecto o razón conoce, en universal, el fin al cual ordena, imperándolos, el acto del concupiscible y el acto del irascible. Pero aplica este conocimiento universal a lo singular mediante la cogitativa[66]. Por naturaleza, el apetito sensitivo puede ser movido por la cogitativa, pues ésta puede presentarle a aquél el bien aprobado por la razón de un modo sensible y singular: la cogitativa puede presentar como bueno al apetito sensitivo ciertas cosas particulares en cuanto son casos particulares dentro de un bien más universal y superior. Gracias a esta intervención de la cogitativa, está bajo el dominio del hombre el aplacar o exacerbar las pasiones mediante consideraciones intelectuales; en otros términos, reflexionando sobre la conveniencia o inconveniencia de una pasión y de una acción concreta. Por ejemplo, alguien puede controlar su miedo hacia una operación quirúrgica reflexionando sobre la necesidad de ésta para su salud, la gran pericia del médico a cargo, la posibilidad de ofrecer los dolores como sacrificio expiatorio, etc.

La inteligencia influye en los apetitos sensitivos no sólo mediante la cogitativa, sino también mediante los demás sentidos internos superiores, especialmente la imaginación, porque la inteligencia puede intervenir en la actividad de la imaginación y formar ciertas imágenes según lo impere[67]. “El apetito sensitivo puede ser movido por la razón universal también mediante la imaginación particular”[68]. Volviendo al ejemplo anterior, comprobamos que otro modo de dominar el miedo es procurando no imaginar aquel dolor e imaginando, en cambio, alguna consecuencia positiva sensitivamente agradable. Esto ya no es una consideración universal, sino simplemente la intervención de la inteligencia en la formación de unas imágenes sensibles o de otras, y por tanto, de unos juicios sensibles o de otros.

La voluntad, por su parte, puede influir directamente sobre el ejercicio de las pasiones y las mociones del apetito sensitivo, y su influencia se ejerce de dos modos: por redundancia o por elección.

“Por redundancia de afectos, la voluntad influye en el apetito sensitivo comunicándole a éste su propio estado y su propio amor, puesto que, siendo el apetito sensitivo cierta participación del apetito superior, le compete por naturaleza seguir su influjo: aquello que la voluntad quiere con extrema intensidad no puede dejar de influir en las apetencias inferiores. Y así, lo que alegra en gran medida a la voluntad no puede dejar de confortar al cuerpo y hacerlo sentirse gozoso: la noticia del éxito de una persona muy amada, el logro de una meta que ha significado muchos años de sacrificio, encontrar una verdad que se ha buscado con ansias... reconfortan el ánimo, no sólo la voluntad, sino toda la sensibilidad del individuo; y lo mismo debe decirse de las demás afecciones de la voluntad: todo lo que afecte intensamente a la voluntad acaba traduciéndose en alguna pasión”[69].

Además de la influencia por redundancia, se encuentra el dominio o influencia por elección, lo cual se ejerce de dos maneras: directa o indirectamente. La elección de la voluntad influye directamente en las mociones del apetito sensitivo sobre nuestros miembros corporales, pues –como antes mencionábamos– las pasiones sensibles no pueden mover los miembros del cuerpo sin el consentimiento de la voluntad

La manera indirecta de influencia de la voluntad sobre las pasiones la compara Santo Tomás con el dominio político: por medio de su voluntad el hombre puede elegir ser afectado o no ser afectado por tal o cual pasión para actuar con más eficiencia. Esta influencia por elección es indirecta, ya que la persona no puede elegir directamente sentir tal o cual pasión, pero puede imperar, en un acto de voluntad libre, sobre la inteligencia, la cogitativa y la imaginación, para que consideren y representen aquellos juicios e imágenes que pueden provocar una determinada pasión. En definitiva, la influencia indirecta de la voluntad sobre las pasiones acaba identificándose con la influencia que ejerce la inteligencia sobre los sentidos internos: realmente, cuando la persona guía u orienta la actividad de su memoria y de su imaginación para mover sus pasiones, lo hace gracias a su inteligencia, pero por una determinación libre de su voluntad. De aquí que toda pasión consecuente al acto de la razón aumente la moralidad del acto (su bondad o su maldad), porque siempre implica la adhesión consciente y voluntaria de la persona a un determinado bien como a su fin, y en la referencia de la voluntad al fin queda determinada la moralidad interna del acto.

Influencia de los apetitos inferiores sobre la razón y la voluntad

Si existe una influencia consecuente de la razón sobre las pasiones y las mociones de los apetitos inferiores, existe también una influencia antecedente de éstos sobre los actos de la voluntad y de la inteligencia. El primer modo de influencia (de la razón sobre las pasiones) corresponde al orden normal de relación entre el apetito inferior y el superior: la naturaleza humana está ordenada a que la razón y la voluntad dominen todas las potencias inferiores. De aquí que la parte intelectiva del alma tenga poder no sólo de reprimir algunas pasiones, sino de incentivar otras y de orientarlas todas hacia el pleno desarrollo del ser humano. En cambio, la influencia de las pasiones sobre la razón es contraria al orden normal de la naturaleza, y posible sólo por la debilidad de la razón en el hombre, que ni conoce su verdadero fin último ni adhiere a él con todas sus fuerzas. ¿Cómo puede ser posible una operación de la naturaleza humana contraria al orden de esta misma naturaleza? Porque los apetitos de la sensualidad poseen objetos y movimientos propios, que pueden presentarse con independencia de la razón, y por esto mismo, pueden oponerse a su impulso e interferir en su actividad.

Dice el Filósofo que ‘en el animal (viviente sensitivo) se observa tanto el poder despótico como el político; pues el alma domina al cuerpo con imperio despótico, y el entendimiento al apetito con imperio político y regio’. Dominio despótico es el que se ejerce sobre los siervos, los cuales no tienen posibilidad de resistir en nada el imperio de quien les manda, pues no poseen nada propio; en cambio, el poder político y regio es el que se ejerce sobre los hombres libres, los cuales, si bien están sometidos al gobierno de un jefe, sin embargo, tienen algo propio, que les permite resistir su imperio. Y según esto se dice que el alma domina al cuerpo con imperio despótico, pues los miembros corporales en nada pueden resistir el mandato del alma, sino que, conforme a su deseo, al punto se mueven el pie, la mano, o cualquier otro miembro capaz, por naturaleza, de movimiento voluntario. En cambio, el entendimiento o la razón se dice que imperan al apetito irascible y al concupiscible con imperio político, porque el apetito sensitivo tiene algo propio, que le permite resistir al mandato de la razón. Pues el apetito sensitivo no sólo puede ser movido por la estimativa en los animales y por la cogitativa en el hombre, dirigida ésta por la razón universal, sino también por la imaginación y los sentidos. De ahí que experimentemos la resistencia que el apetito concupiscible e irascible oponen a la razón, al sentir o imaginar algo deleitable que la razón prohíbe, o algo triste que la razón manda”[70].

En la medida en que los sentidos y la imaginación pueden realizar sus actos con independencia de la razón, en esta medida también pueden realizar juicios sensibles respecto a bienes o males particulares, con independencia del influjo racional: de tales juicios sensibles se originan pasiones al margen del imperio racional, como reacciones independientes de la voluntad de la persona.

Puesto que la influencia de los apetitos inferiores sobre la razón es siempre contraria al orden normal de la naturaleza humana, su modo de acción es también siempre negativo: el apetito sensitivo no dominado en sus impulsos siempre impide el uso de la razón y obstruye la actuación de la voluntad.

Las pasiones pueden obstruir el juicio de la razón, arrastrando al sujeto a no atender de manera actual los juicios rectos de la razón universal ni de la cogitativa. Éste es el caso del incontinente que, sabiendo e incluso estimando el verdadero bien, no atiende al juicio de su razón, sino que sigue sus impulsos sensitivos, ‘justificándose’ con una falsa razón inspirada por esos mismos impulsos.

“En el incontinente, la razón no está tan obstruida por la concupiscencia que ignore el principio universal de la verdadera ciencia moral. Supongamos, por tanto, que, por parte de la razón, se propusiese (al incontinente) una premisa universal que prohibiese gustar desordenadamente de las cosas dulces, como diciendo ‘nada dulce debe ser gustado fuera de hora’; pero que, por parte de la concupiscencia, se presentase el juicio ‘todo lo dulce es deleitable’, siendo el deleite lo que de suyo busca la concupiscencia. Entonces, como respecto a lo particular la concupiscencia traba a la razón, no se asumirá (la premisa particular) de acuerdo con la premisa universal de la razón, de manera que se dijese ‘esto está fuera de hora’, sino que se asumirá conforme a la premisa universal de la concupiscencia, diciendo ‘esto es dulce’. Y así se seguirá la conclusión práctica”[71].

El hombre, cuando está dominado por una pasión, puede decir hacia fuera ‘tal o cual cosa están mal’, pero, en realidad, en ese momento no entiende lo que dice ni lo que piensa, porque aquello que dice no lo siente así; movido por su pasión, la persona ya no atiende el juicio de su razón[72]. De ahí que el impulso del apetito sensitivo, “cuando es vehemente, puede mover cualquier parte del alma, también a la razón, si no está solícita para resistir”[73].

Ahora bien, en tanto y en cuanto la pasión nubla el juicio racional, el acto de la voluntad se vuelve menos perfecto y libre, puesto que no hay una conciencia plena y perfecta de lo que se está haciendo. Aunque la pasión inclinase hacia la misma acción a la cual inclinaría el juicio racional recto (por ejemplo, a dar limosna), cuando la acción se hace movida por la pasión es menos voluntaria, más extrínseca al sujeto, y, por lo mismo, menos imputable moralmente[74]. La voluntad mueve de manera mucho más íntima que las pasiones: mueve conforme a los motivos más íntimos del sujeto, que son los que le propone su razón universal. Ésta propone a la voluntad aquel fin último concreto, al cual la voluntad adhiere con su amor más profundo, y le muestra los medios proporcionados en orden a tal fin. De aquí que actuar movido primeramente por la pasión es actuar por impulsos extraños, en cierto sentido, a la intimidad del individuo, puesto que el sujeto no obra ordenando conscientemente sus acciones hacia el fin que quiere, sino que obra al margen de aquel fin. Esta afirmación puede parecer demasiado radical, pero basta recurrir a la propia experiencia para comprobar que, cuando uno ha realizado un acto movido por una pasión (un sentimiento casi físico), sabe perfectamente que ha actuado más ‘arrastrado’ por su impulso que determinado por una decisión propia y plenamente consciente.

Para el Angélico, la pasión no sólo puede influir en la consideración actual y esporádica de las premisas de la acción, sino que puede tener un efecto mucho más profundo en la configuración del carácter del ser humano. Por medio de una especie de influencia indirecta, la pasión puede llegar a deformar la inclinación de la voluntad, haciendo que el hombre ponga su fin último concreto (el sentido de su vida) en un bien particular, de tipo sensible o, al menos, posible de captar por los sentidos.

El hombre que acostumbra a dejarse llevar por los impulsos de su sensibilidad, acabará, evidentemente poniendo su fin último en el bien del sentido, en aquello que más atraiga a sus apetitos inferiores. “Así como es cada uno, así le parece el fin” [75]. Quien acostumbra a guiarse por el sentido, acabará amando con toda su voluntad los bienes sensibles, mientras que los bienes superiores (su propia vida espiritual, las demás personas y Dios) terminarán perdiendo importancia ante sus ojos.

La primera conclusión de la íntima interrelación entre las facultades humanas: todas las potencias operativas humanas son susceptibles, directa o indirectamente, de perfeccionamiento en orden a realizar mejor sus propias actividades. Sin embargo, la perfección del hombre completo, del hombre en cuanto hombre, pasa necesariamente por la formación adecuada de la voluntad. Porque a través de esta potencia, el hombre puede conducir la actividad de todas sus facultades hacia el último fin de la vida humana, hacia la perfección completa de su vida. De ahí que ‘educar al hombre en su plenitud’ pase, en primer y principal lugar, por educarlo moralmente, es decir, por educar su voluntad.

La segunda es que, para pensar los medios educativos apropiados para la educación moral, se hace preciso tener siempre presente la íntima unidad de todas las potencias humanas y su modo peculiar de interrelación. Así el educador podrá adaptar las acciones e ‘instrumentos’ adecuados para orientar la actividad de cada una de las potencias en orden al bien total y completo de la persona.

El ser humano como persona

En la visión de Santo Tomás los entes del Universo se escalonan según una jerarquía de perfección, cuyo grado más alto corresponde al de las personas[76]. Dentro del grado de ‘persona’, se encuentran (de menor a mayor perfección entitativa) los seres humanos, los ángeles y Dios.

‘Persona’ es el término con que se denomina al “subsistente distinto en naturaleza racional”[77]. La persona es “lo perfectísimo en toda la naturaleza”[78], porque posee un modo de ser más perfecto que el resto de los entes: el modo de ser de los existentes espirituales. De manera que una sola persona vale más que el conjunto de todo el Universo no personal, porque siendo lo más perfecto en todo el Universo, éste adquiere su verdadero valor por su ordenación a la persona.

Es importante no olvidar en ningún momento este punto: la naturaleza espiritual es superior a la naturaleza material. ¿Por qué? Porque los seres de naturaleza espiritual sobrepasan a los de naturaleza meramente material en todos los atributos que tienen los entes: en la unidad e identidad consigo mismos, en la capacidad de acción, en la capacidad de causar algo nuevo, en la capacidad de comunicar sus propios bienes, en la amplitud de su propia existencia y del alcance de sus propias acciones… En todos estos ámbitos el ente espiritual demuestra poseer un modo de existencia no meramente más ‘evolucionado’, sino sencillamente de otro tipo y grado que el ente material. Veamos esto con detalles

1. Encontramos, primero, que los individuos de naturaleza intelectual (que esto es la naturaleza espiritual) poseen el máximo grado de intimidad consigo misma. En primer lugar, porque son capaces de tener conciencia de sí mismos. Ni los seres inertes ni las plantas poseen conciencia alguna; y los animales sólo tienen una cierta percepción de su propio estado corporal, pero jamás tienen conciencia de sí mismo como seres con proyectos, ideales y decisiones propios. Esto es así porque, por esencia, lo material no puede ‘entrar dentro de sí’, todas sus partes son ‘extra partes’. Y si encontramos un ente que tiene ‘conciencia’ del mundo inmaterial que hay en él, un sujeto tal es, necesariamente, un sujeto espiritual[79].

2. Esto implica que la identidad de la persona sea mayor y, en el fondo, de otro tipo distinto, que la de los seres materiales. A esta mayor identidad corresponde un modo especial y más íntimo de actuar: las operaciones de los seres intelectuales permanecen en la intimidad y enriquecen la intimidad del sujeto, lo cual no puede acontecer en los seres materiales, justamente porque no tienen una verdadera interioridad ni conciencia de ese mundo interior. Según la diversidad de la naturaleza se halla en las cosas un diverso modo de emanación: y cuanto más alta es una naturaleza, tanto más íntimo es lo que de ella emana. (…) Así pues, el supremo y perfecto grado de vida es el que existe según el entendimiento; pues el entendimiento reflexiona sobre sí mismo, y puede entenderse a sí mismo”[80]. Gracias a esta reflexión sobre sí mismo, el sujeto racional puede ‘decir’ en una palabra interior lo que comprende dentro de sí mismo, puede formar el concepto, en el cual manifiesta en su mundo interior, a la vez, su propia realidad y la realidad que le circunda. En cambio, la acción de los seres materiales siempre queda fuera de ellos mismos: ya sea con una exterioridad absoluta (como en el caso de los seres inertes, cuyo actuar es siempre transitivo) ya sea con un grado mínimo de interioridad (plantas y animales).

3. Si atendemos a la relación de la persona con la realidad circundante, también hallamos en ella una superioridad evidente respecto a los seres no racionales, pues la persona se encuentra abierta a la totalidad de lo real mediante su inteligencia y su voluntad. Esto radica justamente en el hecho de que las acciones de naturaleza intelectual son plenamente inmanentes, permanecen en la interioridad del sujeto. Esta presencia de la propia intimidad permite a la persona estar abierta a la realidad de todo lo existente, tanto en la perspectiva del conocimiento como de la tendencia.

“Existen dos géneros de acción, como se dice en el libro IX de la Metafísica: una acción es la que pasa hacia algo exterior, produciéndole alguna alteración, así como quemar y secar; en cambio, otra acción es la que no pasa a una cosa exterior, sino que permanece en el agente mismo, como sentir, entender y querer, pues por este tipo de acciones no queda inmutado algo extrínseco, sino que todo se obra en el agente mismo. (...) El segundo modo de acción importa, en su mismo concepto, infinitud, ya de modo absoluto ya de modo relativo. Importa infinitud de manera absoluta en el caso del entender, cuyo objeto es lo verdadero, y en el del querer, cuyo objeto es el bien; ambos objetos se convierten con el ente. De modo que el entender y el querer, de suyo, se refieren a todas las cosas”[81].

4. Por otra parte, en la medida en que las operaciones de la persona proceden de una mayor intimidad, advertimos que sólo el subsistente racional es capaz de determinarse a sí mismo en su obrar.

“Se dice que las cosas viven en la medida en que pueden operar desde sí mismas, y no como movidos por otros; por tanto, cuanto más perfectamente convenga esto a alguno, tanto más perfectamente se encuentra la vida en él. Así, pues, en los seres que mueven y son movidos encontramos, según cierto orden, tres elementos. Ante todo, el fin, que mueve al agente, y el agente principal, que es aquel que obra por su propia forma, aunque en ocasiones lo hace por medio de algún instrumento, el cual no obra en virtud de su forma, sino a impulso del agente principal, de suerte que al instrumento sólo le corresponde la ejecución del acto. Ahora bien, hay seres que se mueven a sí mismos, pero no en orden a una forma ni a un fin, los cuales ya están inscritos en su naturaleza, sino sólo respecto a la ejecución del movimiento; porque la forma por la cual obran y el fin al cual se dirigen están determinados en ellos por la misma naturaleza. Y tales son las plantas, que en virtud de una forma infundida por la naturaleza se mueven a sí mismas desarrollándose y marchitándose. Otros hay que se mueven no sólo en cuanto la ejecución del movimiento, sino, además, en referencia a la forma que origina el movimiento, la cual adquieren por sí mismos. Y de esta clase son los animales, cuyo movimiento tiene por principio no una forma inscrita por la naturaleza, sino adquirida por los sentidos; de manera que cuanto más perfectos son sus sentidos, tanto más perfectamente se mueven a sí mismos. (...) Pero, si bien esta clase de animales adquiere por sus sentidos la forma que es principio de su movimiento, sin embargo, no son ellos los que se prescriben a sí mismos el fin de sus operaciones o movimientos, sino que lo llevan inscrito por la naturaleza, por cuyo instinto son movidos a obrar conforme a la forma aprehendida por el sentido. De manera que, por encima de tales animales, se encuentran aquellos que se mueven a sí mismos también con respecto al fin, que se prescriben a sí mismos. Lo cual no es posible sino gracias a la razón y al entendimiento, a los cuales corresponde conocer el fin y aquello que se ordena al fin, y subordinar esto a lo otro. De aquí que un más perfecto modo de vida corresponda a aquellos que poseen entendimiento, pues éstos se mueven a sí mismos de manera más perfecta”[82].

Esta capacidad de autoimponerse el fin de su obrar supera la mera capacidad de conocer el fin hacia el cual se dirige la acción del sujeto; significa, de fondo, la capacidad de actuar con libre albedrío. Sólo los seres espirituales pueden tener un actuar libre, no necesariamente determinado por las condiciones externas ni por la complexión orgánica ni por los instintos.

Importa mucho atender a este aspecto de la persona, porque en el actuar libre, en la capacidad de autodeterminación hacia los fines y hacia los medios, se manifiesta la absoluta peculiaridad de la existencia del ente personal. En el pensamiento tomista, el término ‘persona’ designa la absoluta incomunicabilidad del subsistente de naturaleza racional. Tal ‘incomunicabilidad’ no quiere decir que la persona no sea capaz de comunicar su intimidad a otra persona; por el contrario, en realidad, también en el orden de la comunicación de los propios bienes, la persona tiene la máxima capacidad de comunicación de sí. Lo que quiere decir es que cada persona es un mundo absolutamente nuevo dentro del Universo de los entes: lo que hace que la persona sea ‘persona’ es algo absolutamente intransferible, incluso a otra persona. Y esto se prueba en que lo que surge de cada persona (sus actos libres) son realidades radicalmente nuevas, inexistentes, nacidas desde la originalidad absoluta de cada persona. El querer libre es intransferible, lo mismo que la intimidad de cada persona. “No hay nadie que pueda querer en lugar mío. No hay nadie que pueda reemplazar mi acto voluntario por el suyo. Sucede a veces que alguno desea fervientemente que yo desee lo que él quiere; entonces aparece como nunca esa frontera infranqueable entre él y yo, frontera determinada precisamente por el libre ar­bitrio. Yo puedo no querer lo que otro desea que yo quiera, y en esto es en lo que soy incommunicabilis. Yo soy y yo he de ser independiente en mis actos”[83].

Insistimos nuevamente que en la doctrina del libre arbitrio de la persona, se encuentra uno de los fundamentos principales del concepto educativo de Tomás de Aquino. La verdadera educación sólo es factible en seres libres: en seres que pueden elegir sus acciones, que pueden actuar en pro o en contra de sus instintos, de las presiones del medio, de las influencias de la cultura… La verdadera educación supone seres libres: sólo se puede educar a seres libres, los seres no libres pueden ser, en todo caso, amaestrados, acostumbrados, pero no educados ¿Por qué? Simplemente porque el fin de la educación, la formación de la persona, sólo se hace efectivo cuando ésta asume libremente los fines, los bienes que el educador le propone. Mientras no exista esta aceptación libre, la actividad educativa tiene un efecto superficial, epidérmico, que jamás penetra la intimidad de la persona. Y lo superficial es, por definición inestable, caduco: cuando no hay aceptación libre y amorosa de lo enseñado, la instrucción no dura, ni se forja un verdadero carácter.

5. Finalmente, la superioridad metafísica de la persona con respecto cualquier otra criatura, hace de ésta un ser ‘amable por sí mismo’, por ser lo que es. Para Santo Tomás, la persona se presenta, de hecho, como aquel ser que es ‘fin en sí mismo’, merecedor de un amor de benevolencia por el mero hecho de tener el ser que tiene.[84] Actualmente, este valor superior de la persona recibe el nombre de dignidad[85]. La dignidad implica que la manera apropiada de referirse y tratar a una persona supone considerarla como alguien y no como algo: como un ser para quien debe buscarse el bien por ser quien es. Por este motivo, mirar a una persona como mero instrumento para los fines de uno mismo es rebajarla, atentar contra su propia esencia.

La consideración del valor superior de la persona constituye otro de los pilares de la teoría tomista de la educación: una formación del hombre en concordancia con la verdad sólo es posible en el reconocimiento de que lo que verdaderamente merece ser comprendido y amado son las personas: el valor de su ser, su dignidad, que existe al margen de lo que la persona pueda haber hecho en su vida.

Resulta de suma importancia comprender que cada hombre tiene una dignidad que proviene no de sus acciones buenas o malas, sino de su misma existencia racional. Nótese que esto no quiere decir que la dignidad del ser humano radique en que éste pertenezca al género de los ‘racionales’, sino que su dignidad radica en que su existencia –siendo racional– constituye una novedad absoluta en el Universo, una intimidad que no puede ser sustituida jamás por otra[86].

Esa misma intimidad espiritual de la persona, que se fundamenta en su modo intelectivo de ser, convierte a cada persona en imagen de Dios[87], capaz de conocer y de amar a Dios en sí mismo[88]. Aunque la doctrina del hombre como imagen de Dios tenga su origen en un dato revelado, sin embargo, el sentido de ella tiene una justificación racional, que se evidencia al explicitar su significación.

Para que una cosa sea imagen de otra debe cumplir dos condiciones básicas: primero, que se asemeje al modelo, pero no respecto a alguna característica general y vaga, sino respecto a una característica específica y distintiva del modelo. Por eso, podemos decir que la pintura de un caballo es imagen de éste, porque manifiesta la misma figura que el caballo (que es algo distintivo y específico de este animal), mientras que no podemos decir que una silla de color rojo sea la imagen de una manzana de color rojo, porque el color rojo es una caracterítica genérica y no distintiva de ambas cosas. La otra condición, es que la imagen tenga, de algún modo, su origen en el modelo. Así, podemos decir que el caballo pintado es imagen del caballo real, porque el artista pintó esa figura guiándose por el modelo; en cambio, no podemos decir que un huevo es imagen de otro huevo, por mucho que se parezcan[89].

Las personas creadas son ‘imagen’ y no mero ‘vestigio’ de Dios, justamente porque lo representan según su última diferencia específica, que es el entender. Todas las criaturas se asemejan de manera genérica a Dios en cuanto son, y algunas, de manera más específica en cuanto viven, por eso, todas ellas son ciertas ‘huellas’ o ‘vestigios’ de Dios. Pero sólo queda representada la última diferencia específica de Dios en los seres que entienden: únicamente la criatura intelectiva puede representar a Dios según su imagen, la criatura corporal sólo la manifiesta con semejanza de vestigio.

Sin embargo, esta semejanza de imagen que tienen las criaturas racionales es imperfecta y analógica, pues la naturaleza intelectual se da en Dios de un modo infinitamente superior al de la naturaleza intelectual de cualquier criatura, hombre o ángel.

Dios como Ser Perfectísimo y Espíritu Puro se conoce y se ama perfectamente a sí mismo. Este Conocimiento y este Amor Subsistente emanados de Dios mismo en su Vida Íntima nos permiten hablar de Dios como Trinidad. De ahí que la más plena y perfecta imagen de Dios en la criatura racional se da cuando ésta conoce y ama a Dios en sí mismo[90]. Sin embargo, se puede decir que la persona creada ya es imagen de Dios en cuanto, por su naturaleza racional, puede llegar a conocer y amar a Dios en sí mismo, aunque no haya llegado a eso de manera actual[91]

En este carácter de imagen se fundamenta de modo radical la dignidad de la persona y su valor[92]. Como imágenes de Dios, capaces de Dios mismo, los entes de naturaleza intelectiva (o racional) son los únicos seres que Dios ha querido y ha amado por sí mismos. “La criatura racional está sometida a la Divina Providencia como gobernada y atendida por sí misma, y no sólo en vistas de la especie, como las criaturas corruptibles; porque el individuo que es gobernado sólo en vistas de la especie, no es gobernado a causa de sí mismo. Pero la criatura racional es gobernada a causa de sí misma (...). Tiene Dios cuidado de los actos de los hombres no sólo en cuanto pertenecen a la especie, sino en cuanto son actos personales”[93].

El amor originario y original con que Dios ha querido a cada persona por sí misma es la causa radical de que esta se constituya en bonum subsistens: ser amado y amable por sí mismo, gratuitamente.

II. Felicidad y perfección del ser humano.

En el pensamiento de Santo Tomás, el desarrollo del hombre se identifica con el proceso de adquisición de virtudes intelectuales y morales, hasta llevar a la persona al estado de virtud. Siendo el estado de virtud el objetivo propio de la actividad educativa, sin embargo, tal estado no constituye el fin último de la vida humana, puesto que la vida virtuosa se ordena a otro fin ulterior: la actividad perfecta de la naturaleza racional. Por tanto, el fin de la actividad educativa (a saber, el estado de virtud) se encuentra, a su vez, subordinado a la consecución de otro fin más elevado, que es la culminación de aquél.

En la medida en que la vida del ser humano encuentra su íntima unidad en un único principio (su alma), encontramos que el ser humano tiende, como un todo, a un único fin último, a una única meta definitiva: la felicidad o bienaventuranza. Así lo enseña claramente Santo Tomás a través de sus obras. Por una parte, podemos experimentar que cada facultad del hombre tiende, particularmente, a la realización de sus fines propios: los sistemas orgánicos tienden a mantener la homeostasis del cuerpo, la vista tiende a ver, el oído a oír, la inteligencia a entender, etc. Por otra, también comprobamos que las funciones particulares de cada facultad están orientadas de manera natural hacia un único objetivo, sin el cual todas las actividades del ser humano carecen de sentido. Así, encontramos que todas las funciones vegetativas tienden naturalmente a mantener la vida del cuerpo humano, y que esa vida corporal se ordena a que el ser humano pueda ejercer sus funciones sensitivas, gracias a las cuales cada persona puede ejercer apropiadamente sus operaciones intelectuales, como ya se vio en los capítulos anteriores[94].

La tendencias naturales del ser humano tienen una dirección unitaria, aunque, en ocasiones parezca ser lo contrario: existe un fin último que da sentido a todas las acciones de la persona humana. Con el término fin último se designa aquella realidad que puede saciar todo anhelo de la persona, de modo que a la criatura no le quede nada por desear más allá de ese bien; pero lo que puede saciar de esa manera sólo puede ser aquello que da plena perfección al sujeto apetente[95]. Al contenido de ese fin último se le ha llamado bienaventuranza o felicidad. ¿Cuál es el fin u objetivo último que busca el ser humano en todos sus actos? Ser feliz. ‘Todos los hombres quieren ser felices’; tendencia necesaria, ineludible e íntima.

Cada persona puede buscar su felicidad en muchas cosas, pero no todas las cosas pueden satisfacer realmente ese deseo de felicidad y, por tanto, no todas las cosas pueden recibir el nombre de verdadero fin último o de verdadera felicidad. En realidad, la bienaventuranza es la perfección de la naturaleza intelectual; es “el bien perfecto de la naturaleza intelectual”[96]. El hombre, en cuanto posee una vida espiritual, se encuentra abierto al infinito. Su inteligencia busca la verdad, pero no se satisface con el cúmulo de muchas verdades particulares: busca la Verdad Primera, el origen de toda verdad. Su voluntad quiere el bien, pero no le satisface ningún bien limitado, sino aquel ser que lleva en sí mismo la plenitud de todo bien: el Bien Universal[97].

Sin embargo, que la criatura no cumple perfectamente con la imagen divina por el mero hecho de tener una naturaleza intelectiva, puesto que la semejanza plena con Dios sólo se alcanza cuando la persona creada conoce y ama a Dios de manera actual. Ahora bien, para el Doctor Angélico todo ente tiende a su perfección, y la perfección del ente finito se encuentra en el pleno cumplimiento de su semejanza con Dios: cada criatura es perfecta en la medida en que imita a la esencia divina según la idea que Dios tiene de ella, y la plena perfección de cada ente radica en alcanzar plenamente su semejanza con Dios según esa idea[98]. Si en la mente divina, las criaturas racionales están concebidas como imágenes de Dios, se sigue que la plena perfección de la criatura racional no es otra que el cumplimiento, la actualización de su carácter de imagen de la Trinidad; en otras palabras, la perfección de la naturaleza intelectual consiste en el conocimiento y el amor de Dios[99].

De aquí que la plena perfección de la persona se encuentra en la posesión de Dios. Esa posesión se realiza propiamente por un acto del entendimiento de la criatura, que ve a Dios tal cual es, cara a cara. Concomitante a este acto del entendimiento, se da un acto de amor benevolente, por el cual la criatura se complace en Dios con todas sus fuerzas, y queda como unida y entregada a Él por el amor absoluto de su voluntad. Este acto de visión beatífica ha recibido, por antonomasia, el nombre de contemplación[100].

La contemplación beatífica de Dios constituye la felicidad perfecta del hombre, aquello en que el hombre alcanza su plena perfección y se aquietan todos sus anhelos. Sin embargo, se trata de un estado del ser humano que éste no puede alcanzar por sus solas fuerzas, porque Dios excede infinitamente a la criatura[101]. La única posibilidad de que la persona creada contemple a Dios cara a cara está en que Dios mismo quiera mostrarse a su criatura y fortalecer la naturaleza de ésta para resistir semejante visión sin quedar aniquilada. Se trata, pues, de una felicidad sobrenatural, a la cual el hombre puede disponerse únicamente con el concurso de la Gracia Divina. Cabe señalar que existe una verdadera pedagogía sobrenatural, mediante la cual Dios mismo va preparando a la persona para hacerle capaz de dicha visión beatífica; sin embargo, un estudio de tal pedagogía excede el propósito de esta investigación y, porque no decirlo, la capacidad especulativa del ser humano, porque “¿quién conoció tus designios, Señor?”.

Aunque la plena felicidad del hombre proviene de un don de Dios, sin embargo, el hombre puede encaminarse a sí mismo hacia esa verdadera felicidad mediante sus acciones libres; el hombre puede, con la ayuda de Dios, orientar su vida hacia la verdad y el bien, de manera que se haga ‘amigo de Dios’. Ese disponerse adecuadamente para la felicidad plena supone, a la vez, el modo más efectivo de alcanzar algún grado de esa felicidad, ya que entraña el perfeccionamiento de todas las potencias propiamente humanas, de ahí que se le llame ‘estado de virtud’. El estado de virtud constituye, a la par, el estado más cercano al de la felicidad perfecta y la preparación adecuada para ella, si miramos sólo lo que el hombre puede aportar.

Desde esta perspectiva, el sentido más profundo de la educación del hombre se encuentra en que éste aprenda a reconocer, a amar y a buscar su verdadera felicidad y no un sucedáneo de ésta.

La gloria de Dios y el bien común.

En el apartado anterior ya adelantamos que la perfección del hombre consiste, en palabras de Santo Tomás, conocer y amar a Dios. En realidad, se hace precisa una aclaración: se trata de conocer a Dios en su esencia o, al menos, en algo de sí mismo (aunque sea analógicamente y por modo de negación) y de amarle como corresponde que sea amado, a saber, por encima de todas las cosas, incluso, de uno mismo.

Existe respecto de este punto algún debate que debemos aclarar, aunque sea sucintamente, porque se atribuye a Santo Tomás una ética eudemonista, al estilo de Aristóteles. Efectivamente, respecto al fin último del ser humano, Tomás de Aquino sigue el pensamiento aristotélico en muchos aspectos y estructura sus argumentos sobre este asunto siguiendo muy de cerca las reflexiones del Estagirita. De hecho, el Angélico sostiene que el fin último del ser humano es la felicidad, y que en vistas de ésta el ser humano elige todo cuanto elige. Junto con el Filósofo, sostiene también que esa felicidad consiste esencialmente en la contemplación de Dios mediante un acto de la inteligencia.

Pero Santo Tomás, en este punto, no es aristotélico. Al parecer, en el pensamiento aristotélico, la contemplación de Dios y, por tanto, la felicidad y todo lo que a ella puede conducir, es buscada y deseada primera y principalmente como bien para uno mismo; de manera que el amor que prima por encima de todos los amores es el amor a uno mismo. Desde esta perspectiva se comprende que se acuse al eudeumonismo de Aristóteles como el fundamento de una ética egoísta. No entraremos a discutir si la acusación contra Aristóteles es válida o no; lo que está claro es que una acusación semejante contra el pensamiento tomista no es válida. Porque para Santo Tomás el amor que mueve a buscar la contemplación de Dios es, en el orden natural y sobrenatural, principal y primeramente el amor a Dios por sí mismo, amor a Dios sobre uno mismo, por ser quien es; la tendencia natural del ser humano lleva al hombre a buscar a Dios por amor a Dios en sí mismo. Sólo de manera secundaria y derivada (aunque absolutamente necesaria), la naturaleza lleva a buscar la visión de Dios como perfección y felicidad propia, por amor a uno mismo[102].

Esta perspectiva del natural amor de benevolencia a Dios, afecta en su raíz la ética y la doctrina tomista de la virtud, haciéndola distinta de la ética y la virtud aristotélicas, aunque en la estructura y en muchas referencias presenten una fisonomía semejante. Por este motivo, nos ha parecido conveniente detenernos ahora en las enseñanzas del Aquinate respecto de la felicidad y de la perfección humanas.

La naturaleza del ser humano, al igual que la de todos los entes, se encuentra inclinada a dar gloria a Dios. Esto es así simplemente porque Dios es su Creador y porque el bien que cada ente tiene en sí mismo se encuentra de manera plena y perfecta en Dios[103]. De hecho, en todas las cosas, la inclinación natural hacia el bien de Dios (su gloria) es más fuerte que la inclinación natural hacia el propio bien particular. Sin embargo, cada cosa tiende al bien de Dios en conformidad con el modo propio de su naturaleza; de manera que la persona creada se encuentra ordenada por naturaleza a dar gloria a Dios de modo consciente y voluntario, con una elección libre movida por un sincero amor de benevolencia.

La principal consecuencia de esta doctrina es que la felicidad del hombre incluye esencialmente la gloria de Dios. Para poder comprender esto, debemos recapitular y completar las ideas antes expuestas acerca de la felicidad.

El fin último del hombre es la felicidad o bienaventuranza. Aquello que puede dar la felicidad al hombre será lo que perfeccione al máximo todas las potencias del ser humano y, a la vez, dé pleno descanso y plenitud al anhelo de la persona. Ya hemos visto que todas las potencias de la vida humana se ordenan hacia la actividad perfecta de la vida espiritual del hombre, y que esa actividad perfecta consiste en el conocimiento directo de la Verdad Primera. Ahora bien, esta visión beatífica de Dios aquieta y satisface del todo a la voluntad de la criatura, llenándola de todo el gozo de que es capaz; pero (y aquí se encuentra el nudo de la cuestión sobre el amor desinteresado) la voluntad se satisface en la visión de Dios no porque ella constituya su propia perfección, sino porque contempla al Ser que ama más que a sí misma. En otras palabras, la felicidad del ser humano no radica directamente en verse perfecto a sí mismo, sino en contemplar al Amado, esto es, en verle y unirse a Él.

Debe comprenderse esto si se quiere penetrar el sentido profundo que Santo Tomás da a la moral y a la educación: la felicidad de la persona creada trasciende, en cierto modo, la perfección particular que puede alcanzar la criatura (una perfección que, por muy grande que sea, siempre es limitada) y se encuentra únicamente en el Bien Universal en sí mismo, por lo que Él mismo es. La voluntad creada es limitada, por ser creada, pero en cuanto es voluntad sólo halla su completa complacencia en la plenitud del Bien; por eso, la persona creada no puede encontrar la plena satisfacción de su amor en sí misma ni en ninguna otra persona que no sea Dios. Esto significa no que la persona creada no tienda hacia su propia perfección (puesto que esta tendencia pertenece a todos los entes), sino que se encuentra ordenada, por naturaleza, a amar más a Dios en sí misma, a amar más a Dios en sí mismo (con una amor de total benevolencia) que la perfección que Dios le puede comunicar[104]. De aquí que, en el estado de beatitud, lo que más complace a la persona no es verse a sí misma en la posesión de la plenitud del Bien, sino ver ese Bien que ama: contemplar la gloria de Dios[105].

Por naturaleza, la felicidad de la persona creada es el bien de Dios, que es Dios mismo, aunque de manera consecuente, ese bien entrañe la perfección y plenitud de la criatura; y esto se debe –como dijimos más arriba- al hecho de que la inclinación de la naturaleza lleva a la persona creada a amar más a Dios que a sí misma. La voluntad ama el bien en cuanto tal, y ahí donde la razón reconoce un mayor bien, la voluntad pone un mayor amor; por esto, la naturaleza ordena a la persona creada a amar a Dios más que a nada.

Entre otras consecuencias pedagógicas de esta doctrina, una de las más relevantes constituye, a nuestro entender, el hecho de que debe enseñarse a buscar la virtud no por sí misma, sino por amor a Dios y a las demás personas. Pues el estado perfecto de virtud jamás se alcanza mientras el hombre la busque meramente como perfección para sí mismo: para verse perfecto y complacerse en sí mismo. En la medida en que esta intención sea la que mueve radicalmente el corazón de una persona para adquirir ciertas virtudes, la persona se aparta del orden recto del amor y, por tanto, se aparta de la perfección de las virtudes.

El mismo hecho de que la naturaleza de la criatura esté ordenada a amar a Dios por encima de todo conlleva que también se encuentre inclinada naturalmente a buscar el bien común, incluso por encima de su propio bien individual. El bien común significa la armonía de todo el Universo en orden a la gloria (extrínseca) de Dios[106] y consiste, propiamente, en que cada cosa alcance su perfección propia y colabore con la perfección de los demás entes conforme al modo como Dios mismo le ha designado ser. El objetivo de este orden armonioso se encuentra en que el Universo entero pueda poseer a Dios mediante aquellos seres que son realmente capaces de poseerlo: las criaturas de naturaleza racional. De manera que Dios ha creado el Universo entero para que cada persona (cada una en singular) lo llegue a conocer y amar perfectamente a Él, es decir, para que sea perfecta y feliz[107]. Se puede asumir, por tanto, el bien común en un doble sentido: por una parte, el bien común es la armonía del Universo en orden a la perfección de las criaturas racionales y la perfección misma de esas criaturas racionales; por otra, Dios mismo es el bien común, en la medida en que es el Bien al que tiende todo el Universo[108].

Si consideramos el bien común en el primer sentido, encontramos que la persona creada también se ordena por naturaleza al bien común, en la medida en que este bien es objetivamente superior a su sola perfección particular (aunque de hecho, la incluya): la persona creada, por tanto, se encuentra naturalmente inclinada a mantener y acrecentar la armonía del Universo entero y, de manera particular, a buscar la perfección de cada uno de los individuos de la especie humana (puesto que a esta perfección se dirige el orden del Universo)[109]. Prueba de dicha natural inclinación se encuentra en la preocupación de los actuales movimientos ecológicos por conservar las riquezas de la naturaleza y en la común preocupación de los mayores por la educación de las generaciones más jóvenes. Si se mira con atención, tales preocupaciones (aunque desorbitadas, en ocasiones) están motivadas por un sincero anhelo de conservar la belleza del Universo y por preservar, para las generaciones venideras, el bien ya alcanzado.

Toda voluntad ama y busca el bien que le presenta la inteligencia. Donde puede reconocer mayor bien ahí pone un mayor amor y un mayor deseo; por eso, la criatura racional está naturalmente dispuesta para amar desinteresadamente a Dios más que a sí misma. Pero esta misma ordenación de la voluntad al bien, supone que la persona creada se encuentre ordenada, por su misma naturaleza, a amar el bien común por encima del bien individual, propio o ajeno[110]. Esto no significa que la criatura no ame ni tienda a su propia perfección ni al bien de su semejante, muy por el contrario: la plena perfección de las criaturas racionales es parte esencial del bien común del Universo. En otras palabras, la ley eterna y la ley natural ‘prescriben’ que la persona creada busque su propia perfección y procure la de sus semejantes; sin embargo, tal inclinación natural a la perfección particular tiene su motivo metafísico más profundo en la tendencia de la naturaleza intelectiva hacia el bien en sí mismo, de manera que, si la persona se ama a sí misma y al prójimo, eso se debe a que se experimenta a sí misma y reconoce a su semejante como ‘teniendo parte’ de una dignidad más alta que todos los seres del Universo.

El fin de la educación es conducir las potencias del ser humano hacia su pleno desarrollo, para que estén adecuadamente dispuestas para alcanzar la verdadera felicidad. Pero ya se ve que tal ‘adecuada’ disposición entraña un orden racional, una inclinación a buscar el bien según su jerarquía real y, por ende, un orden de amor: primero, Dios, luego el bien común, paralelamente al bien propio, y después el bien del semejante. En otras palabras, formar virtudes morales es, en definitiva, llegar a lo que decía San Agustín: un orden en el amor.

Estado de virtud

La felicidad que el hombre puede alcanzar con sus fuerzas en esta vida consiste en la vida virtuosa, también llamada estado de virtud. Es cierto que la felicidad es en una actividad de la razón: la contemplación de Dios (ya sea directamente, ya indirectamente, por medio de sus efectos); y la virtud, en cambio, no es una operación, sino una disposición para la operación. Sin embargo, aquello que capacita al ser humano para realizar dicha actividad es la virtud. La virtud se requiere como disposición adecuada en orden a la adquisición del fin último[111].

La virtud “hace bueno al que la posee y hace buena su obra”. Cuando un hombre ha adquirido todas las virtudes que requieren sus potencias no sólo para realizar bien sus operaciones respecto a sus propios objetos, sino para usar bien de todas ellas se habla del estado de virtud. Con el término estado de virtud se designa no una virtud aislada ni el conjunto de virtudes que perfeccionan a cada potencia operativa, sino, más bien, un modo de ser y de actuar estable que perfecciona a la persona en su globalidad. Se trata de un modo estable de ser y obrar, en la medida en que cada hábito se encuentra firmemente arraigado disponiendo a su facultad a realizar su actividad de una determinada manera (es decir, bien); lo cual hace que la manera contraria de obrar (es decir, mal) sea también contraria a la disposición de la facultad[112]. Por otra parte, el estado de virtud designa la perfección global de las potencias, porque el hombre virtuoso posee un conjunto de disposiciones o aptitudes que están íntimamente ligadas por una razón común: la perfección del hombre en cuanto hombre.

Las virtudes son ‘hábitos adquiridos’ que perfeccionan el actuar de las facultades del ser humano, y los hábitos se dividen básicamente en morales e intelectuales. Los hábitos intelectuales disponen la razón para realizar su acto propio: conocer la verdad, formar juicios verdaderos; por tanto, el hábito intelectual no influye de manera directa en la configuración de las tendencias de la persona; influyen sí, pero de manera indirecta, en cuanto pueden mostrar el sentido del obrar de la persona. En cambio, el hábito moral determina directamente el carácter o ethos de la persona; puesto que consiste en una configuración de los apetitos, desde los cuales la persona impera y dirige todas las operaciones de todas sus potencias. Por eso, también el hábito moral es llamado hábito electivo, puesto que orienta las elecciones del sujeto y puede ser usado libremente por éste, cuando él quiere[113].

La determinación del fin último concreto que cada hombre ama y al cual ordena toda su vida, depende de la formación del carácter de cada individuo, pues “así como es cada uno, así le parece el fin” [114]. Explica Santo Tomás este aserto de Aristóteles: porque para aquel que posee un hábito es amable per se aquello que le es conveniente conforme a su propio hábito, porque se le ha hecho connatural, en cuanto la costumbre y el hábito se transforman en naturaleza”[115]. Debido a estos hábitos, el sujeto se encuentra inclinado a actuar de una manera o de otra, a adherir a un bien u a otro; así, el lujurioso tiene su fin en los placeres venéreos, el codicioso, en la posesión de bienes materiales y en el poder, el virtuoso, en el bien de la razón, y el santo, en Dios.

Para poder comprender de manera cabal la concepción pedagógica de Santo Tomás es preciso mencionar dos datos de trascendental importancia otorgados por la fe cristiana: el pecado original y la Redención del género humano. Lo primero, el pecado, explica por qué razón el hombre puede encontrarse inclinado al mal: no porque su naturaleza y sus tendencias naturales sean radicalmente malas, sino porque esa naturaleza esta dañada por un ‘defecto’ originario, transmitido todo el género humano: miopía de la inteligencia y malicia y debilidad de la voluntad. De aquí que el ser humano tienda a formar inclinaciones hacia el mal y le resulte costoso elegir el bien. Sin embargo, Santo Tomás tampoco olvida la segunda parte: el hombre ha sido redimido y, por tanto, ha recibido de lo Alto el don de la Gracia, que se le comunica en el bautismo y se renueva y fortalece en cada uno de los sacramentos.

Es preciso tener en cuenta estas realidades para ser plenamente fieles al pensamiento del Angélico, y sobre todo, para que pueda ser verdaderamente efectiva toda labor educativa que pretenda llamarse tal. De lo contrario, la presente doctrina y cualquier otra caerán siempre o en la ingenuidad o en la desesperación. Es una ingenuidad pensar que el hombre puede orientarse por sus solas fuerzas, de manera perfecta hacia el bien. Y puestos ante esta realidad, sería desesperante para cualquier educador y también para los educandos, olvidar que el hombre cuenta con la ayuda divina, ganada de una vez y para siempre por los méritos de Cristo.


[1] Summa Theol., 1, q.75, proem.

[2] Cf. Para un estudio más exhaustivo del tema: Suma Teológica, de la cuestión 75 a la 102 : ‘Tratado acerca del Hombre’.

[3] Summa Theol., 1, q.76, a.1

[4] Cf. STEIN, Edith, La Mujer, Palabra, Madrid, 2001, p.26

[5] Cf. Summa Theol., 1, q.75, a.1, ad 1um; De Anima, a.1, c.

[6] Cf. Summa Theol., 1, q.75, a.1, c.

[7] Cf. Summa Theol., 1, q.77, a.2

[8] Cf. Summa Theol., 1, q.78, a.1; q.18, a.3; De Verit., q.10, a.1, ad 2um; De Anima, a.13.

[9] Cf. Summa Theol., 1, q.77, a.5. Cf. Id., 75, a.4

[10] Cf. Summa Theol., q.75, aa. 1, 2, 3 y 5.

[11] Cf. Summa Theol., 1, q.78, a.1 c.; De Anima, a.13.

[12] Cf. Summa Theol., 1, q.81, a.1; q.88, a.3, c.; In I De Anima, l.4, nº43.

[13] Tal presencia inmaterial se expresa en términos ‘aristotélicos’ con la conocida fórmula: “el cognoscente en acto y lo conocido en acto son los mismo”. Esta identidad cognoscitiva expresa el modo propio de ‘presencia’ de lo conocido en el sujeto. Cf. Summa Theol., 1, q.54, a.2, c.; In II De Anima, l.24, nº554.

[14] Cf. Contra Gentes IV, 11.

[15] Cf. Summa Theol., 1, q.78, a.3; De Anima, a.13.

[16] Cf. In II De Anima, c.12.

[17] Cf. Summa Theol., 1, q.78, a.3, ad 1um; In VII Phys., lect. 4, nº 694.

[18] Cf. Summa Theol., 1, q.85, a.1.

[19] Cf. Summa Theol.1, q.78, a.4; De Anima, a.13.

[20] Cf. Summa Theol.1, q.80, a.2; In III De Anima, lect. 15.

[21] Cf. Summa Theol.1, q.81, a.2; In III De Anima, lect.14.

[22] Cf. Summa Theol.1, q.80, a.1; De Veritate q.22, a.3.

[23] Cf. Summa Theol.1-2, q.22, a.3; a.2, ad 3um

[24] Cf. Summa Theol.1, q.80, a.1, ad 3um.

[25] Cf. Summa Theol.1-2, q.22, aa. 1 y 2; In III Sent., d.15, a.1, qª2.

[26] Cf. Summa Theol.1, q.18, a.3; q.83, a.1.

[27] Cf.Summa Theol., q.78, a.1.

[28] Cf. Contra Gentes IV, 11.

[29] Cf. Summa Theol.1, q.78, a.1; q.88, a.3, ad 1um.

[30] Cf. Contra Gentes, IV, c.11.

[31] Cf. Summa Theol.1, q.75, a.2; q.76, a.1; De Anima aa. 13 y 14.

[32] Cf. Ibidem; c. 14; De Pot. Dei, q.8, a.1, c; q.9, a.5, c.

[33] Cf. Summa Theol. 1, q.85, a.1

[34] Cf. Ibidem; a. 2; Contra Gentes II, c.77.

[35] Cf. Summa Theol. 1, q.85, a.1.

[36] “En cambio, la voluntad se extiende a lo que existe fuera de sí misma según que, por cierta inclinación, tiende de algún modo a la cosa exterior. Ahora bien, corresponde a capacidades distintas en una persona el que tenga en sí misma lo que existe fuera de ella, y el que tienda a la cosa exterior. Y por esto es preciso que en cualquier criatura sean distintos el entendimiento y la voluntad”. Summa Theol., 1, q.59, a.2.

[37] “En aquellos que carecen de conocimiento, se encuentra sólo la forma que determina a cada ente hacia un único esse propio. A esta forma natural le sigue una inclinación natural que se llama apetito natural”. Summa Theol., 1, q.80, a.1. Cf. De Verit., q.22, a.1 c.

[38] Cf. Summa Theol., 1, q.80, a.1; 1-2, q.26, a.1. En diversos pasajes Santo Tomás también asigna a este apetito el nombre de apetito animal.

[39] Cf. Summa Theol., 1, q.80, a.2; De Veritate q.22, a.4.

[40] Cf. Summa Theol., 1-2, q.22, a.3 ad 3um.

[41] Cfr. Summa Theol., 1 q.80, a.1; q.82, a.3.

[42] Cf. Summa Theol., 1-2, q.8, a.1.

[43] Cfr. Summa Theol., 1, q. 5., a.1 c; q.4, a.2.

[44] Cf. 1, q.5, a.5.

[45] Cf. De Verit., q.21, a.1 ; a.2 ad 4um.

[46] Cf. Summa Theol., 1, q.19, a.2.

[47] Cf. Summa Theol., 1, q.3, a.4; q.4, a.2; q.5, a.1 ; De Verit., a.2 ad 4um.

[48] Cf. Cfr. Summa Theol., 1, q.5; 1-2, q.24 sobre el amor como pasión.

[49] “Voluntas respicit bonum sub communi ratione boni”. Summa Theol., 1, q.82, a.5. Cfr. ibíd.,q.80, a.2 ad 2.

[50] Cf. De Trinitate, XIV, 14, 19.

[51] “Algunos entes se inclinan al bien conociendo la razón misma de bien, lo cual es propio del entendimiento. Y tales se inclinan al bien de la manera más perfecta: no como dirigidas de un único modo hacia el bien por otro, como sucede en los seres carentes de conocimiento, ni dirigidas únicamente a un bien particular, como aquellos entes que sólo tienen conocimiento sensitivo, sino como inclinadas hacia el Bien Universal mismo. Y tal inclinación se llama voluntad”. Summa Theol., 1, q.59, a.1.

[52] Cf. Summa Theol., 1-2, q.13, a.2.

[53] Cf. Summa Theol., 1, q.83, a.4; 1-2, q.1, a.1.

[54] “Lo corpóreo-vegetativo, lo biológico en el sentido inicial del término, se comporta como ‘materialmente’ respecto de la sensibilidad humana, e incluso ésta con respecto a la naturaleza intelectual o racional del hombre”. CANALS, F., Sobre la esencia del conocimiento, P.P.U., Barcelona, p.612.

[55] Summa Theol., 1, q.82, a.4, c.

[56] Cf. Summa Theol., 1-2, q.27, a.4 ad 1um.

[57] Cf. Summa Theol., 1, q.81, a. 3, ad 2um.

[58] Summa Theol., 1-2, q 50, a. 2

[59] Cf. SAN AGUSTÍN, De Trinitate, X, c.1.

[60] Es importante señalar que no nos encontramos aquí en un círculo vicioso. El primer principio de la intelección y de la acción voluntaria se encuentra en un acto radical de la inteligencia, acto que es impulsado, no ya por una decisión de la voluntad del sujeto, sino por Dios mismo. Cfr. Summa Theol.1, q.82, a.4, ad 3um.

[61] Cf. Summa Theol., 1, q.84, a.7; q.89, a.1; In II Sent., d.20, q.2, a.2, ad 3; etc.

[62] Cf. Summa Theol., 1, q.85, a.8.

[63] Cf. Cont. Gentes, II, 60 ; Summa Theol. 1, q.81, a.3.

[64] Summa Theol., 1-2, q.24, a.3 ad 1.

[65] Summa Theol., 1, q.81, a.3.

[66] De Verit., q.10, a.5 ad 4.

[67] “Los sentidos exteriores requieren, para su acto, de la inmutación de las cosas sensibles, cuya presencia no depende de la potestad de la razón; pero las potencias interiores, tanto apetitivas como aprehensivas, no requieren de las cosas exteriores. Y por esto se someten al imperio de la razón, que puede no sólo instigar o mitigar el afecto del apetito, sino también formar las representaciones de la imaginación”. Summa Theol., 1, q.81, a.3 ad 3.

[68] Summa Theol., 1-2, q.30, a.3 ad 3.

[69] Cf. ASTORQUIZA, P., Ser y Amor. Fundamentación Metafísica del Amor en el pensamiento de Santo Tomás de Aquino”. Tesis doctoral, defendida en julio del 2002, en la Universidad de Barcelona, p. 199.

[70] Summa Theol., 1, q.81, a.3 ad 2.

[71] In VII Ethic., lec. 3, n.1347. Cf.Idem, n.1342; Summa Theol., 1-2, q.77, a.1 y a.2;.De Verit, q. 24, a. 2.

[72] Cfr. In VII Ethic., lec.3, n. 1344.

[73] In VII Ethic., lec.3, n. 1348.

[74] Cfr. Summa Theol., 1-2, q.24, a.3 ad 1.

[75] ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, III, c.5, 1114 a 32; cfr. In III Ethic., lec.13, nn. 519, 520 y 523.

[76] Esta jerarquía no es una invención ni un descubrimiento de Santo Tomás, sino una captación directa de todo hombre. Quizá no todas las personas puedan explicar plenamente porqué son diversas en perfección, pero todos pueden percibirlo (a menos que alguna ideología extraña les enrede la cabeza). El hombre sabe que la vida es superior a la no vida; la vida animal, a la vegetal, y la vida humana, a la animal. Tan cierto es esto, que en las culturas en que se ha querido dar preeminencia a modos inferiores de vida (por ejemplo, divinizando a los animales) se les han adjudicado características antropomórficas (pensamiento, decisión libre, capacidad de discernir... y, a veces, hasta parte de la figura humana) o si no, espíritus o deidades antropomórficas que habitan en ellos.

[77] De Pot., q.9, a.4. Definición que el Angélico extrae de BOECIO : “Persona est naturae rationalis individua substantia”. Liber de persona et duabus naturis contra Eutychen et Nestorium (en J. MIGNE, Patrologiae. Cursus Completus. Paris, Vrayet de Surcy, 1847, t.LXIV, col.1338-1354) c.III, col.1343.

[78] Cfr. Summa Theol., 1, q.29, a.3; De Pot. q.9, a.3.

[79] Cf. De Veritate, q.10, a.8.

[80] Cont. Gentes, IV, 11.

[81] Summa Theol., 1, q.54, a.2. Cf. De Verit., q.2, a.2 ; In III Sent., d.27, q. 1, a.4.

[82] Summa Theol., 1, q.18, a.3.

[83] WOJTYLA, K. Amor y Responsabilidad.

[84] Lo que es fin en sí mismo corresponde a lo que Santo Tomás llama bonum subsistens. “Puesto que el amor tiene por objeto el bien, y el bien, como dice el Filósofo, reside en la sustancia y en el accidente, de dos maneras se puede amar una cosa: como bien subsistente o como bien accidental o inherente. Una cosa se ama como bien subsistente cuando de tal modo se le ama que se quiere el bien para ella, y, por el contrario, se ama como bien accidental o inherente lo que se desea para otro, que es la manera como se ama la ciencia, no para que ella sea buena, sino para poseerla”. Summa Theol., 1, q. 60, a.4.

[85] “El hombre y, en general, todo ser racional existe como fin en sí mismo, no meramente como medio para el uso a discreción de esta o aquella voluntad, sino que tiene que ser considerado en todas sus acciones, tanto en las dirigidas a sí mismo como también en las dirigidas a otros seres racionales, siempre a la vez como fin”.

KANT, I. Grundlegung zur Metaphysik der Sitten in Kant’s gesammelte Schriften, hrsg. von der Königlich Preubischen Akademie der Wissenschaften, Georg Reimer, Berlin, 1903, Band IV, 428, 7-11 (editada por P. Menzer). Traducción de J. MARDOMINGO: Fundamentación de la metafísica de las costumbres. Ariel Filosofía, Barcelona, 1999, ed. bilingüe.

“En el reino de los fines todo tiene un precio o una dignidad. En el lugar de lo que tiene un precio puede ponerse otra cosa como equivalente; en cambio, lo que se halla por encima de todo precio, y por tanto, no admite nada equivalente tiene una dignidad”. Ibíd., 434, 32-34.

[86] “Por el nombre de persona se significa formalmente la incomunicabilidad, o la individualidad subsistente en la naturaleza”. De Pot, q.9, a.6.

[87] Cf. Summa Theol., 1, q.93.

[88] Cf. Summa Theol., 1-2, q. 1, a.8 c.

[89] Cfr. Summa Theol., 1, q.93, aa. 1 y 2.

[90] Cfr. Summa Theol., 1, q.93, a.8.

[91] Summa Theol., 1, q.93, a.8. Cf. Summa Theol., 1, q.93, a.7.

[92] “Sin la relación a la perfección subsistente es absurda la perfección limitada y participada. Sin la ejemplaridad de la perfección subsistente es absurda la concepción de la idea ejemplar de la criatura. Sin el valor que en la criatura se deriva de la bondad subsistente, ningún valor de finalidad puede hallarse en la criatura que dé razón de su existencia”. R.ORLANDIS, S.I. El Fin Último del hombre en Santo Tomás, en ‘Manresa’, Barcelona, 1942, nº50, p.17 (parte I).

[93] Cont. Gentes III, 112 Amplius. Quandocumque. CF. Cont.Gentes., III, 113.

[94] Cabe notar un hecho curioso de nuestra mentalidad contemporánea. Para el pensamiento medieval, en general, todas las funciones y acciones de la vida orgánica y sensitiva se concebían como subordinadas, en su misma naturaleza, a que el hombre pudiera realizar su funciones más nobles y propiamente humanas: el conocimiento de la verdad (principalmente de la verdad divina) y el amor del bien (sobre todo, el amor benevolente de las personas y de Dios). La vida del cuerpo y el apropiado desarrollo de las potencialidades orgánicas y sensitivas se ordenaban a que la persona estuviera en condiciones de conocer la verdad y amar el verdadero bien. En cambio, para nuestra mentalidad actual la vida corporal y el bienestar sensitivo han adquirido tal valor en sí mismos, que han llegado a superar en importancia a la vida del espíritu. Aunque no siempre se reconozca de manera explícita, el razonamiento que impera en nuestra actual sociedad es el siguiente: hay que desarrollar la inteligencia y la voluntad para poder alcanzar un trabajo que permita mantener la vida y poder gozar cómodamente de ella. Así, las facultades intelectuales han cambiado de ‘rol’, de facultades capaces de alcanzar en sí mismas el fin último del hombre, han pasado a ser las facultades que permiten al hombre mantener la vida del cuerpo y de los sentidos. Que esto es así, basta verlo en los avisos publicitarios, en los objetivos que se quieren alcanzar en las terapias sicológicas y, muy especialmente, en los objetivos implícitos de la educación superior: “¿Para qué estudiar? Para tener un trabajo que permita cansarse poco y ganar mucho; para darse la gran vida”. De aquí se entiende que el ‘carrete’ y el ‘ruido’ hayan tomado el lugar de la actividad contemplativa y la ‘técnica’, el de la ciencia; se entiende que la ‘astucia’ haya sustituido a la prudencia; la ‘indiferencia’, a la justicia; la ‘lucha por el puesto y por la vida’, a la fortaleza; y el ‘miedo’, a la templanza.

[95] “En cuanto cada uno apetece su propia perfección, uno apetece como fin último aquello que apetece como bien perfecto y completivo de sí mismo. Por eso dice San Agustín: ‘Llamamos ahora fin de un bien, no a lo que se consume para no ser, sino a lo que se perfecciona para ser plenamente’. Es menester, por tanto, que el fin último colme de tal manera todo el apetito del hombre, que no le quede nada que apetecer fuera de él”. Summa Theol., 1-2, q.1, a.5. Cfr. Summa Theol., 1-2, q.2, a.8; ibíd., q.3, a.8.

[96] Summa Theol., 1, q.26, a.1. Cfr. ibíd., 1, q.82, a.1; De Verit., q.22, a.5.

[97] “La bienaventuranza es el bien perfecto que aquieta totalmente al apetito, de otro modo, si dejase todavía algo que desear, no sería el fin último. Pero el objeto de la voluntad, que es el apetito humano, es el bien universal, como el objeto del entendimiento es la verdad universal. De ahí que nada pueda aquietar la voluntad del hombre sino el bien universal, el cual no se encuentra en algo creado sino en Dios únicamente, porque toda criatura tiene bondad participada”. Summa Theol., 1-2, q.2, a.8 c.

[98]Cfr. Summa Theol., 1, q.44, a.3.

[99] “La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador”. Constitución apostólica Gaudium et Spes, 19, 1 (Concilio Vaticano II).

[100] Cf. Summa Theol., 1-2, q.3, a.8

[101] Cf. Summa Theol., 1-2, q.5, a.5

[102] Cf. Summa Theol.,1, q. 60, a. 5.

[103] Cf. Idem.

[104] Cf. Summa Theol., 2-2, q.26, a.3; In III Sent., d.29, a.3 y a.5

[105] Este carácter extático de la felicidad, que tanto más se acerca cuanto menos se mira el hombre a sí mismo, ha sido acertadamente captado por el psiquiatra Víctor Frankl. Cf. La Voluntad de Sentido, Ed. Herder, Barcelona 1983.

[106] Que todo se ordene adecuadamente a cumplir la voluntad de Dios supone una gloria ‘exterior’ a Dios mismo, que en nada afecta la perfección intrínseca de Dios mismo. Advertimos esto para que no se piense que Dios crea el Universo por una especie de necesidad de ser glorificado por sus criaturas. Dios es el Bien y no necesita nada de sus criaturas: el motivo de su creación es siempre la libérrima sobreabundancia de su Bondad. Cf. Summa Theol, 1, q.44, a.4 in c.

[107] Cf. Contra Gentes III, 112, Amplius. Quandocumque.

[108] Cf. Idem I, c.78, amplius.

[109] Cf. In III Sent., d.29, a.3.

[110] Summa Theol., 1, q.60, a.4; 1-2, q. 94, a.2.

[111] Cf. Summa Theol., 1-2, q.4, a.4; q.5, a.7

[112] En este sentido, no puede llamarse hábito operativo ni virtud a aquellas disposiciones no estables o que disponen a la potencia para obrar, a veces, con perfección u otras imperfectamente. Cfr. De virt. in comm., a.1. c. y a.2.c.

[113] Cfr. AVERROIS CORDVBENSIS, In III de Anima, coment.18, líneas 26-29.

[114] ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, III, c.5, 1114 a 32; cfr. In III Ethic., lec.13, nn. 519, 520 y 523.

[115] Summa Theol., 1-2, q.78, a.2.

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