jueves, 25 de agosto de 2011

ALGUNAS COSAS SOBRE LA VERDAD

Las cosas son, existen porque tienen ser, su propio ser objetivo. Por otra parte, la verdad de las cosas se identifica con su ser, por lo que todo lo que es, en cuanto es, es verdadero. Y en el acto de entender del hombre, acto consistente en concebir o formar un concepto de aquello que entiende, está la verdad de la cosa como conocida y manifestada en su alma. La palabra o concepto interior (espiritual), formado por el entendimiento y expresado sensiblemente por la palabra o lenguaje exterior (material), es la misma verdad de la cosa, porque es el mismo ser de la cosa entendido, conocido y manifestado, por el entendimiento. Por ello podemos decir que la verdad conocida de la cosa es “lo que es”, su esencia o modo de ser. Pero el ser de las cosas no lo determina la razón humana y por ello tampoco ella determina su verdad. En otras palabras, la verdad de las cosas es objetiva porque son independientemente de la razón del hombre que la conoce. La verdad de las cosas la determina Aquel que es causa de su ser y la razón humana está sencillamente para entender, conocer y manifestar, lo que las cosas son.

La inteligencia del hombre es facultad del ser, capacidad de conocer el ser de las cosas y, por eso, su verdad. Por el conocimiento intelectual el hombre es capaz de poseer en sí mismo, de modo consciente e intencional, el ser de las cosas. La inteligencia para entender forma conceptos cuyo contenido es la misma esencia de las cosas. Mediante los juicios intelectuales, afirmaciones y negaciones, el hombre se pronuncia sobre la realidad, sobre las cosas. Si el juicio intelectual corresponde o se adecua al ser objetivo de las cosas es verdadero, y si no corresponde a lo que son las cosas es falso. Por tanto, la verdad objetiva de las cosas puede estar o no estar en el juicio intelectual humano. En las cosas no existe la falsedad porque son siempre lo que son. La falsedad sólo puede darse en la inteligencia del hombre que juzga en desacuerdo con el ser objetivo de las cosas.

Por lo anterior se puede afirmar que, del hecho cierto de que existen muchos juicios opuestos sobre una misma cosa no se sigue que la verdad de la cosa sea relativa y, así, que todos los juicios sean verdaderos. Sólo se sigue que algunos juicios son verdaderos y otros son falsos. Por ejemplo, del hecho de que una persona afirme que la religión sobrenatural establecida por Dios es la católica, y otro afirme que es la musulmana, y otro que es la budista, no se sigue que la verdad de la religión sea relativa y, así, que las tres afirmaciones sean verdaderas, sólo se sigue que es verdadera aquella que corresponde a la realidad y que las otras, en la medida que son opuestas, deben ser falsas. Afirmar que las tres son verdaderas sería no sólo ilógico es decir contrario a la racionalidad, sino además implicaría negar de hecho que exista una verdad sobre eso.

Ciertamente, es más difícil negar la objetividad de la verdad de las cosas materiales captables por los sentidos. Para el hombre contemporáneo, marcado por el positivismo o cientificismo según el cual sólo puede haber verdad o falsedad objetiva en los juicios referidos a lo empíricamente constatable (comprobable por los sentidos), es más difícil reconocer verdad objetiva en objetos de conocimiento suprasensibles, filosóficos y religiosos, como el alma humana, la libertad, la ley moral, las virtudes, Dios, etc. Es cierto que el conocimiento de la verdad de estas cosas es más difícil, exige mayor reflexión y profundización. Por otra parte, es un hecho que respecto de ellas existen múltiples y variadas posiciones. Y sin embargo, la verdad de estas cosas debe ser objetiva. La ley moral, por ejemplo, es o no es, y si es, es lo que es.

Afirmar la objetividad de la verdad no implica, necesariamente, negar la legitimidad de la pluralidad de juicios, apreciaciones y pensamientos de las diversas personas respecto de una misma cosa. En efecto, es muy grande la riqueza inteligible del ser de las cosas. Este, sobre todo el de las más perfectas o superiores, es profundo y pleno de múltiples aspectos o dimensiones y, por tanto, su verdad es rica en múltiples aspectos. Por otra parte, es cierto y maravilloso que los hombres, por su inteligencia y desde su subjetividad, captan diversos aspectos y en distintos grados de profundidad el ser de las cosas y su verdad. De ello resulta la conveniencia del diálogo interpersonal por el cual nos enriquecemos mutuamente al compartir esos diversos aspectos de la verdad de las cosas.

Por tanto, es legítimo que existan diversos juicios y posiciones sobre una misma cosa. Más aún, pueden ser todos verdaderos si se refieren a diversos aspectos de la misma realidad. Lo que no puede ser es que sean igualmente verdaderas las afirmaciones contrarias sobre un mismo aspecto o dimensión de las cosas. No puede ser, por ejemplo, que sean igualmente verdaderos los juicios: “el hombre tiene alma espiritual” y “el hombre no tiene alma espiritual”; o “está bien llegar virgen al matrimonio” y “no está bien llegar virgen al matrimonio”, etc.

La verdad amada que se busca conocer es máxima, y produce más gozo su conocimiento, cuando corresponde a una persona. La verdad cuyo conocimiento hace feliz no es “algo” sino “alguien”, es siempre una persona. Dios y el hombre en su relación con Dios es lo más amable y digno de ser conocido. La contemplación de la verdad, que es perfecta en la sabiduría, no es, por tanto, pura actividad de la inteligencia consistente en una mera captación de cosas, sino que, incluyendo el amor personal o amor de amistad, es conocimiento amoroso, diálogo contemplativo con una persona amada. La contemplación amorosa de la verdad de Dios, y del hombre en su relación con Dios constituye la perfección y la felicidad de la persona humana.

Por lo anterior, parece erróneo comprender la actividad contemplativa perfecta que es la sabiduría como algo no vital, “abstracto”, como un intelectualismo frío y desvinculado del amor interpersonal. La experiencia indica, por el contrario, que propio del verdadero amor que busca la íntima unión es el deseo de conocer la verdad de la persona amada. Sucede así porque la unión interpersonal, la comunicación en la vida íntima, se realiza por el conocimiento mutuo. Un cristiano, por ejemplo, que, pudiendo, no esté permanentemente tendiendo vitalmente a un más profundo conocimiento del misterio de Dios y de su obra mediante el estudio serio y la oración contemplativa, tendría que examinar su amor a Dios. Lo mismo podría decirse de un hombre que no busca, con todo su ser, conocer profundamente a su esposa o a sus hijos.

Si el conocimiento de la verdad es el mayor bien de la persona, será máximo amor a ella el ayudarla a su búsqueda y conocimiento, el cooperar con ella para que alcance la sabiduría. Educar es, entre otras cosas, principalmente conducir a un hombre a la verdad. Por esto, educar es una obra de inmenso amor. Pero esta obra de amor queda frustrada en su misma base por el relativismo. Si la verdad es relativa, todo es verdadero. Pero si todo es verdadero nada es verdad. Y si no existe la verdad se acaba la tendencia a ella y, así, se impide la felicidad.

Finalmente, es conveniente advertir una inteligentísima manera de sostenerse hoy la negación de la verdad objetiva que subyace en el relativismo. Se ha reducido el juicio sobre el ser de las cosas y su verdad, al juicio a la persona. De tal manera que, cuando uno juzga sobre la verdad o falsedad de un juicio o pensamiento, o sobre la bondad o maldad moral de las acciones humanas, inmediatamente se piensa que se está juzgando o condenando a la persona. Por ejemplo, si se afirma que la homosexualidad es contraria al orden moral o que la iglesia mormona no es la Iglesia de Cristo, pareciera que se está juzgando a Juan homosexual o a Margarita que es mormona. Pareciera que, por el sólo hecho de afirmarlo, se está faltando a la caridad. En consecuencia, en nombre del amor a la persona, en virtud de la caridad, no se hacen juicios objetivos sobre la verdad y el error, sobre el bien y el mal. Muy curiosamente, decir la verdad aparece no como amor sino como negación del amor. Santo Tomás de Aquino decía sabiamente que “el mal no obra sino en virtud del bien.”

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