jueves, 25 de agosto de 2011

ALGUNAS COSAS SOBRE LA VERDAD

Las cosas son, existen porque tienen ser, su propio ser objetivo. Por otra parte, la verdad de las cosas se identifica con su ser, por lo que todo lo que es, en cuanto es, es verdadero. Y en el acto de entender del hombre, acto consistente en concebir o formar un concepto de aquello que entiende, está la verdad de la cosa como conocida y manifestada en su alma. La palabra o concepto interior (espiritual), formado por el entendimiento y expresado sensiblemente por la palabra o lenguaje exterior (material), es la misma verdad de la cosa, porque es el mismo ser de la cosa entendido, conocido y manifestado, por el entendimiento. Por ello podemos decir que la verdad conocida de la cosa es “lo que es”, su esencia o modo de ser. Pero el ser de las cosas no lo determina la razón humana y por ello tampoco ella determina su verdad. En otras palabras, la verdad de las cosas es objetiva porque son independientemente de la razón del hombre que la conoce. La verdad de las cosas la determina Aquel que es causa de su ser y la razón humana está sencillamente para entender, conocer y manifestar, lo que las cosas son.

La inteligencia del hombre es facultad del ser, capacidad de conocer el ser de las cosas y, por eso, su verdad. Por el conocimiento intelectual el hombre es capaz de poseer en sí mismo, de modo consciente e intencional, el ser de las cosas. La inteligencia para entender forma conceptos cuyo contenido es la misma esencia de las cosas. Mediante los juicios intelectuales, afirmaciones y negaciones, el hombre se pronuncia sobre la realidad, sobre las cosas. Si el juicio intelectual corresponde o se adecua al ser objetivo de las cosas es verdadero, y si no corresponde a lo que son las cosas es falso. Por tanto, la verdad objetiva de las cosas puede estar o no estar en el juicio intelectual humano. En las cosas no existe la falsedad porque son siempre lo que son. La falsedad sólo puede darse en la inteligencia del hombre que juzga en desacuerdo con el ser objetivo de las cosas.

Por lo anterior se puede afirmar que, del hecho cierto de que existen muchos juicios opuestos sobre una misma cosa no se sigue que la verdad de la cosa sea relativa y, así, que todos los juicios sean verdaderos. Sólo se sigue que algunos juicios son verdaderos y otros son falsos. Por ejemplo, del hecho de que una persona afirme que la religión sobrenatural establecida por Dios es la católica, y otro afirme que es la musulmana, y otro que es la budista, no se sigue que la verdad de la religión sea relativa y, así, que las tres afirmaciones sean verdaderas, sólo se sigue que es verdadera aquella que corresponde a la realidad y que las otras, en la medida que son opuestas, deben ser falsas. Afirmar que las tres son verdaderas sería no sólo ilógico es decir contrario a la racionalidad, sino además implicaría negar de hecho que exista una verdad sobre eso.

Ciertamente, es más difícil negar la objetividad de la verdad de las cosas materiales captables por los sentidos. Para el hombre contemporáneo, marcado por el positivismo o cientificismo según el cual sólo puede haber verdad o falsedad objetiva en los juicios referidos a lo empíricamente constatable (comprobable por los sentidos), es más difícil reconocer verdad objetiva en objetos de conocimiento suprasensibles, filosóficos y religiosos, como el alma humana, la libertad, la ley moral, las virtudes, Dios, etc. Es cierto que el conocimiento de la verdad de estas cosas es más difícil, exige mayor reflexión y profundización. Por otra parte, es un hecho que respecto de ellas existen múltiples y variadas posiciones. Y sin embargo, la verdad de estas cosas debe ser objetiva. La ley moral, por ejemplo, es o no es, y si es, es lo que es.

Afirmar la objetividad de la verdad no implica, necesariamente, negar la legitimidad de la pluralidad de juicios, apreciaciones y pensamientos de las diversas personas respecto de una misma cosa. En efecto, es muy grande la riqueza inteligible del ser de las cosas. Este, sobre todo el de las más perfectas o superiores, es profundo y pleno de múltiples aspectos o dimensiones y, por tanto, su verdad es rica en múltiples aspectos. Por otra parte, es cierto y maravilloso que los hombres, por su inteligencia y desde su subjetividad, captan diversos aspectos y en distintos grados de profundidad el ser de las cosas y su verdad. De ello resulta la conveniencia del diálogo interpersonal por el cual nos enriquecemos mutuamente al compartir esos diversos aspectos de la verdad de las cosas.

Por tanto, es legítimo que existan diversos juicios y posiciones sobre una misma cosa. Más aún, pueden ser todos verdaderos si se refieren a diversos aspectos de la misma realidad. Lo que no puede ser es que sean igualmente verdaderas las afirmaciones contrarias sobre un mismo aspecto o dimensión de las cosas. No puede ser, por ejemplo, que sean igualmente verdaderos los juicios: “el hombre tiene alma espiritual” y “el hombre no tiene alma espiritual”; o “está bien llegar virgen al matrimonio” y “no está bien llegar virgen al matrimonio”, etc.

La verdad amada que se busca conocer es máxima, y produce más gozo su conocimiento, cuando corresponde a una persona. La verdad cuyo conocimiento hace feliz no es “algo” sino “alguien”, es siempre una persona. Dios y el hombre en su relación con Dios es lo más amable y digno de ser conocido. La contemplación de la verdad, que es perfecta en la sabiduría, no es, por tanto, pura actividad de la inteligencia consistente en una mera captación de cosas, sino que, incluyendo el amor personal o amor de amistad, es conocimiento amoroso, diálogo contemplativo con una persona amada. La contemplación amorosa de la verdad de Dios, y del hombre en su relación con Dios constituye la perfección y la felicidad de la persona humana.

Por lo anterior, parece erróneo comprender la actividad contemplativa perfecta que es la sabiduría como algo no vital, “abstracto”, como un intelectualismo frío y desvinculado del amor interpersonal. La experiencia indica, por el contrario, que propio del verdadero amor que busca la íntima unión es el deseo de conocer la verdad de la persona amada. Sucede así porque la unión interpersonal, la comunicación en la vida íntima, se realiza por el conocimiento mutuo. Un cristiano, por ejemplo, que, pudiendo, no esté permanentemente tendiendo vitalmente a un más profundo conocimiento del misterio de Dios y de su obra mediante el estudio serio y la oración contemplativa, tendría que examinar su amor a Dios. Lo mismo podría decirse de un hombre que no busca, con todo su ser, conocer profundamente a su esposa o a sus hijos.

Si el conocimiento de la verdad es el mayor bien de la persona, será máximo amor a ella el ayudarla a su búsqueda y conocimiento, el cooperar con ella para que alcance la sabiduría. Educar es, entre otras cosas, principalmente conducir a un hombre a la verdad. Por esto, educar es una obra de inmenso amor. Pero esta obra de amor queda frustrada en su misma base por el relativismo. Si la verdad es relativa, todo es verdadero. Pero si todo es verdadero nada es verdad. Y si no existe la verdad se acaba la tendencia a ella y, así, se impide la felicidad.

Finalmente, es conveniente advertir una inteligentísima manera de sostenerse hoy la negación de la verdad objetiva que subyace en el relativismo. Se ha reducido el juicio sobre el ser de las cosas y su verdad, al juicio a la persona. De tal manera que, cuando uno juzga sobre la verdad o falsedad de un juicio o pensamiento, o sobre la bondad o maldad moral de las acciones humanas, inmediatamente se piensa que se está juzgando o condenando a la persona. Por ejemplo, si se afirma que la homosexualidad es contraria al orden moral o que la iglesia mormona no es la Iglesia de Cristo, pareciera que se está juzgando a Juan homosexual o a Margarita que es mormona. Pareciera que, por el sólo hecho de afirmarlo, se está faltando a la caridad. En consecuencia, en nombre del amor a la persona, en virtud de la caridad, no se hacen juicios objetivos sobre la verdad y el error, sobre el bien y el mal. Muy curiosamente, decir la verdad aparece no como amor sino como negación del amor. Santo Tomás de Aquino decía sabiamente que “el mal no obra sino en virtud del bien.”

METAFÍSICA DE LA PERSONA EN SANTO TOMÁS DE AQUINO

Profesor Antonio Amado Fernández.

En la Suma Teológica, cuestión 29 de la primera parte, dice Santo Tomás: “aunque lo universal y lo particular se encuentran en todos los géneros sin embargo el individuo se haya de un modo especial en el género de la substancia, porque la substancia se particulariza por sí misma y los accidentes en cambio por su sujeto que es la substancia”. Es decir, lo particular y lo universal están en todos los géneros. Por ejemplo en el género de la cualidad tenemos blanco y este blanco, lo mismo en el género de la acción podemos tener movimiento y este movimiento, y cosas por el estilo. Lo que sucede es que lo particular de un modo especial está en el género de la substancia. ¿Por qué? Porque los accidentes en todo caso son particulares, son individuales por la substancia. Es decir el blanco es este blanco si está en este hombre y si no, no hay este blanco. Entonces, los accidentes son individuales por la substancia. En tanto que la substancia se individualiza por sí misma. Una blancura es esta blancura en cuanto está en este sujeto, por esto lo particular se encuentra más propiamente en el género de la substancia que en el género de los accidentes. De aquí la conveniencia de que los individuos del género de la substancia tengan con preferencia a los otros el nombre de hipóstasis o substancias primeras. Esto es lo primero que Santo Tomás nos comunica para llegar a entender bien la noción de persona.

Sin embargo, dentro de las substancias, y esto es lo que nos interesa a nosotros, hay algunas en las que de un modo más perfecto se encuentra lo singular y esto es lo que es fundamental para la persona. Dice: “Pero de manera aún más especial y perfecta se encuentra lo particular e individual en las substancias racionales” Es decir, este hombre y esta piedra es más una que esta blancura, porque esta blancura es ésta por esta piedra. Hay más unidad y más singularidad en esta piedra que en esta blancura. Pero hay todavía mayor individualidad y, por tanto, más singularidad en el ser racional o en la substancia racional que en la substancia que no es racional. Y Santo Tomás va a decir el motivo, que no es exactamente el motivo sino que más bien es la señal, y dice: “Pero de un modo más especial y perfecto se encuentra lo particular e individual en las substancias racionales, que son dueñas de sus actos”. Ahí da la señal: “…que son dueñas de sus actos, y no se limitan a obrar impulsadas por otro sino que se impulsan a sí mismas. Y las acciones son de los singulares”. Es decir, de un modo mucho más perfecto se encuentra lo singular en las substancias racionales. ¿En qué consiste esa singularidad mayor que tienen las substancias racionales? Consiste en algo que las hace tan poseedoras de sí mismas que son dueñas de sus actos.

Cuando decimos este plumón y decimos esta persona, la singularidad de este plumón y la singularidad de esta persona están en grados completamente diversos. Esto hay que entenderlo porque sólo por aquí podemos pensar profundamente en el carácter único, singular e irrepetible de cada ser personal. Que cada persona es única, singular, irrepetible, distinta a todas las demás, etc. esto es de conocimiento común, no hay que ser filósofo para esto. Todos lo sabemos. Cuando un niño nace, la mamá se alegra por ese niño distinto a los otros niños que tiene. El que ha nacido es un hombre distinto a todos los demás. No es como cuando salen autos de una fabrica de autos. Apareció un hombre distinto a todos los otros hombres, y eso único, distinto, singular y característico que tiene, lo tiene y lo reconocemos como formando parte o como siendo su ser personal.

Dice Santo Tomás: “Lo singular se da de un modo más perfecto en las substancias racionales porque son dueñas de sus actos”. Por aquí hemos entrado. Una vez que Santo Tomás dice esto, entonces comenta el sentido de la definición de Boecio que todos conocemos: “Persona es substancia individual de naturaleza racional” Y yo quiero ahora dedicarme un poco a la definición y a comentarla.

Ya ha dicho Santo Tomás que lo individual y singular se encuentra de un modo mucho más perfecto en las substancias que son racionales. A partir de esto, teniendo en cuenta que el individuo en el género de la substancia se puede llamar hipóstasis, y teniendo en cuenta que lo singular se encuentra de modo más perfecto en la naturaleza racional, la hipóstasis de naturaleza racional es persona. Y persona es un nombre común que no se refiere a una naturaleza sino al subsistente único, singular de esta naturaleza que es la naturaleza racional. No es como hombre. Cuando yo digo hombre me estoy refiriendo a una naturaleza. Cuando digo persona no me estoy refiriendo a una naturaleza, por eso no es lo mismo persona y hombre. Si yo digo hombre estoy significando la naturaleza humana de modo genérico y universal. Cuando yo digo persona estoy nombrando con una palabra común lo singular de cada uno de los entes que son personales. Por eso decir hombre y decir persona no es lo mismo. No sólo porque puede haber personas que nos son hombres, sino que la razón de persona y la razón de hombre son distintas, porque la razón significada por hombre es referirse a una naturaleza. Es lo mismo que si yo digo mesa o árbol, me estoy refiriendo a una naturaleza. Cuando digo persona no me estoy refiriendo a una naturaleza sino al singular único, subsistente en esta naturaleza.

La naturaleza y la persona no son lo mismo en la criatura. La naturaleza en relación a la persona es como la parte en relación al todo. La persona es todo, la naturaleza es parte. Es persona de esta naturaleza, que puede ser humana o divina, que puede ser humana o angélica, pero no es lo mismo persona y hombre. Cuando yo digo persona me estoy refiriendo a lo único, a lo singular, a aquello irrepetible, a su subsistencia en tal naturaleza.

Pero si alguien toma la definición de Boecio, “substancia individual de naturaleza racional”, sin considerar con claridad a lo que está apuntando Santo Tomás puede equivocarse. Puede equivocarse porque resulta que substancia individual de naturaleza racional también lo es el singular tomado por parte de la naturaleza. Santo Tomás de Aquino lo vio clarísimo porque hay un problema, un problema teológico que ilumina la consideración más formal sobre el tema de la persona. El Verbo de Dios se hace Hombre, Jesucristo. Todos sabemos que Jesucristo es una persona y que tiene dos naturalezas. La naturaleza humana de Jesucristo es una naturaleza humana individual, singular; la naturaleza humana de Jesucristo es substancia individual de naturaleza racional y sin embargo no es persona. Esto hay que considerarlo para entender bien la definición de persona.

En cualquier facultad de derecho de cualquier parte del mundo van a dar la definición, y yo sostengo que nadie la entiende. La dan, dicen esto es persona y todos tranquilos. Porque es mejor decir que persona es alguien único, distinto, irrepetible, tiene una dignidad fundamental; es mejor, es más claro, más sincero. Eso se entiende, pero esto no se entiende. Porque sucede que cuando se encuentra uno con esta definición puede creer que está entendiendo el constitutivo formal de la persona y sin embargo, se ha quedado en lo individual por parte de la naturaleza, y al quedarse en lo individual por parte de la naturaleza me está hablando de un hombre singular pero no me está hablando de la persona. Son cosas bien distintas.

Cuando nosotros queramos pensar, por ejemplo, radicalmente en la libertad humana o en el conocimiento humano - vamos a poner el ejemplo de la libertad - tendríamos que darnos cuenta que, para que un acto sea libre, los actos libres no pueden reducirse a las inclinaciones específicas de la naturaleza. Si los actos libres se redujeran a las inclinaciones específicas de la naturaleza, resultaría que todos los hombres tendríamos que estar obrando igual. No podría haber cultura, ni elección, ni amistades, ni Juan podría casarse con Margarita en cuanto Margarita. No podría ser. Porque para que exista libertad tiene que haber algo que trascienda nuestra misma naturaleza, porque si no todos nuestros actos serian explicables desde nuestra naturaleza. Es decir, por qué Juan obró así, lo podría comprender un ser inteligente infinito que comprendiera bien la naturaleza de Juan. Pero resulta que, si por qué Juan obró así se contiene en su naturaleza, no hay quien sea capaz de justificar que el obrar de Juan fue libre. Si Juan obró así porque el obrar así se contenía en su naturaleza, ya me dirán en que consistió el obrar libre de Juan. Fíjense que Santo Tomás dice en un momento una cosa que a mí me parece muy importante: “ni siquiera Dios conoce en su causa los futuros libres”. Dios sabe todo lo que vamos a hacer, lo conoce, pero no lo conoce en su causa porque no se deriva de ahí que este señor va a obrar así. Si se derivara de ahí que este señor va a obrar así, entre otras cosas, Dios sería el culpable que algunos hombres obren mal.

Por tanto, para entender la noción de persona es fundamental no quedarnos a un nivel físico, tenemos que pasara al nivel metafísico. Es decir, la persona no es lo singular por parte de la naturaleza, sino que es el subsistente singular en tal naturaleza. Si la persona fuera lo individual por parte de la naturaleza, insisto, estaríamos al nivel de la naturaleza; y con el nombre de persona no se quiso nombrar la naturaleza, sino que se quiso nombrar a todo el ente de tal naturaleza.

Que el ejemplo teológico sirva para dar el brinco, el paso del nivel físico al nivel metafísico. La naturaleza humana de Jesucristo es substancia individual de naturaleza racional y, sin embargo, no es persona. Por tanto, en la comprensión de la definición de persona tiene que incluirse algo que nos permita salvar esta definición para que la naturaleza humana de Jesucristo no sea persona.

La filosofía de Santo Tomás es una filosofía del ser, del acto de ser. Una filosofía del acto de ser en la que el acto de ser es considerado como lo perfectísimo de todo. Dice Santo Tomás también: “persona es lo dignísimo en toda la naturaleza”. Persona es lo perfectísimo en todo el universo, es decir, lo subsistente en la naturaleza racional. Todo aquello que es perfecto es perfecto, en la filosofía de Santo Tomás de Aquino, según el ser. Por tanto, si la persona es lo dignísimo en toda la naturaleza es porque le corresponde un ser más perfecto. La perfección del ente personal será según la perfección del ser. Pero nos encontramos con que la persona no es un nombre de naturaleza, si la persona fuera nombre de naturaleza la naturaleza individual de Jesucristo sería persona. Y exigimos o requerimos de una noción de persona que nos permita decir, entre otras cosas, que Jesucristo es una persona, que tiene dos naturalezas, que es hombre pero no es persona humana. Si no, se nos hunde la teología y con ello se hunde todo.

El ser, el acto de ser es lo perfectísimo de todo. En la encíclica Fides et Ratio, en latín, hay un momento en que el Papa dice que esta filosofía de Santo Tomás, filosofía del acto de ser, se ha revelado como fundamental para comprender la persona. El gran tema, tan importante en nuestros días, de la persona se puede comprender, según la misma encíclica, de un modo más pleno y verdadero a la luz de la filosofía del acto de ser. El acto de ser como lo perfectísimo de todo, el acto de todos los actos, la perfección de todas las perfecciones. Nada es perfecto sino en cuanto que es. Pues, esta filosofía, la filosofía de Santo Tomás es la filosofía del ser.

Entonces, ahora permítanme una comparación para intentar entrar en la consideración formal de esta definición, no la material, insisto, no la física sino la metafísica, porque le puede pasar a uno que diga persona es lo singular, pero estar pensando lo individual por parte de la naturaleza. Pero no es la cuestión de lo individual por parte de la naturaleza, es lo singular en la línea del ser. Porque si fuera lo singular en la línea de la naturaleza podríamos establecer otro tipo de comunidad (incomunicabilidad). También un gato es distinto a otro gato. Toda substancia por ser substancia es incomunicable. Entonces, lo que hace este gato no lo hace otro gato, sin embargo entre estos gatos hay un cierto tipo de comunidad. En cambio, cuando hablamos de las personas hablamos de una incomunicabilidad de otro tipo.

Santo Tomás dice en varias ocasiones que el ente se toma del acto de ser, “ens sumitur ab actu essendi”. Cuando uno dice ente, haciendo una consideración metafísica, lo que estamos diciendo formalísimamente es que tiene ser. Claro que cuando yo digo ente también me puedo estar refiriendo a la naturaleza que tiene ser. Un poco sutil, pero es radical. Entendamos una cosa que es muy básica, si yo digo ente me puedo referir a la naturaleza que tiene ese ente o puedo estar nombrando a este ente desde el ser que tiene. Son dos cosas bien distintas. Cuando yo digo estudiante puedo estar refiriéndome al que estudia o al que estudia en tanto que está estudiando. Puedo querer nombrar al sujeto que está estudiando, y ahí estoy nombrando como estudiante la naturaleza, estoy nombrando al hombre, aunque lo esté nombrando como estudiante estoy nombrando al hombre, o puedo tomar al estudiante formalmente y en ese sentido lo estoy nombrando en tanto que estudia. Es importante la diferencia porque, cuando comúnmente nosotros escuchamos estudiante generalmente nuestra cabeza va a pensar un hombre. Pero desde el hecho de pensar un hombre no vamos a sacar todo lo que pertenece al estudiante en cuanto tal. Otra cosa muy distinta es ser capaz de pensar estudiante y que en este caso es un hombre pero quizás es otro ser que no es un hombre, un extraterrestre por ejemplo. ¿Qué es aquello que se sigue de ser estudiante en cuanto tal, que no es exactamente lo que se sigue de ser hombre en cuanto tal? Esta es la consideración formal. Cuando a uno le dicen vienen unos estudiantes, lo que uno está esperando es que vengan aquí unos hombres. Esto es así porque estamos en una consideración que es “ex parte naturae”. Pero es que hay una consideración que es la formal.

Cuando hablamos de persona, cuando decimos en el lenguaje común persona estamos generalmente hablando de individuos por parte de la naturaleza, no estamos en la consideración formalísima. Lo que yo quiero es que entiendan que esa consideración que es por parte de la naturaleza no sirve para llegar a la riqueza de la noción de persona en Santo Tomás de Aquino. Comparemos ahora estudiante con ente. Estudiante puede ser considerado denominativamente (estudiante como el que estudia) y formalmente (estudiante como el que estudia en cuanto que estudia). Formalmente, al estudiante en cuanto tal no le corresponde ser hombre. Ahora bien, ente se toma del acto de ser, pero yo puedo tomar ente denominativamente. Si tomo ente denominativamente estoy nombrando “in recto” la esencia. Tan es así que si yo tomo ente denominativamente yo puedo decir todo ente lo es por su esencia, todo ente es ente por su esencia. Ahora, si yo tomo ente formalmente yo “in recto” nombro el ser. Pero miren la diferencia, si “in recto” nombro el ser sólo Dios es por su esencia, sólo Dios es ente por su esencia, los demás son entes por participación. La diferencia es radical. Si cuando yo digo ente lo que quiero decir formalmente es que es, que tiene ser; si lo que estoy nombrando formalmente no es a la esencia, sino que estoy nombrando incluso a la esencia desde el ser que tiene, tomado formalmente, sólo Dios es ente por esencia, pues sólo en Dios su esencia es ser. Los demás entes son entes por participación, en ellos el ser es participado por la esencia.

Pasemos a la persona. Dice Santo Tomás: “el ser pertenece a la razón del supuesto o hipóstasis”, “el ser pertenece a la razón de persona”. Esto lo dice en la Suma Teológica, tercera parte, hablando de Cristología y es donde hay que decirlo con toda propiedad. Si el ser pertenece a la razón de persona la naturaleza humana individual de Cristo, aunque sea substancia individual de naturaleza racional, no es persona. El ser pertenece a la razón de persona, substancia individual de naturaleza racional, pero ahí está entendido no como lo individual por parte de la naturaleza sino como el subsistente perfecto de naturaleza racional, y el ser pertenece a la razón de hipóstasis o persona. Lo singular en la naturaleza racional, los que son individuos de naturaleza racional son más perfectamente singulares y reciben con más propiedad el nombre de hipóstasis. Entonces, lo singular en la naturaleza racional es persona y el ser pertenece a la razón de persona. Ahora, esta persona yo la puedo considerar en dos perspectivas lo mismo que el ente: denominativamente o formalmente. La persona tomada denominativamente, aquello por lo que toda persona lo sería por su naturaleza, es lo singular en la línea de la naturaleza, pero tomada formalmente la persona es lo singular en la línea del ente, del ser.

Ahora bien, lo singular en la línea de la naturaleza de alguna manera lo conoce el psicólogo, el padre, la madre, el que observa, el sociólogo. Lo singular en la línea del ser no hay por donde. Tomemos un hombre, Francisco, lo singular en la línea de la naturaleza no explica los actos irrepetibles de Francisco. Lo singular en la línea de la naturaleza se comporta como modo. Si en la línea de la naturaleza Francisco es un tipo irritable, pues eso se comportará como modo. Si es un tipo simpático porque tiene unas hormonas favorables para la simpatía, cuando él decida ser generoso será con simpatía, con simpatía hormonal favorable y, si los humores van por otro lado, bueno, pues lo será con menos simpatía. Pero no se deriva de ahí que haga un acto de caridad, no se deriva de ahí que haga un acto de limosna o de generosidad, no se explica por eso que mató a su mujer. Es decir, hay que buscarlo en otro lado. Hay que darse cuenta que hay otro centro en la persona que es la persona misma en su singularidad, que es la que origina los actos verdaderamente personales. Me parece que es fundamental, si hablamos de la persona en Santo Tomás, el darnos cuenta de la necesidad de la consideración metafísica para poder alcanzar el núcleo de la persona en cuanto tal. Porque si no, vamos a confundir la singularidad de la persona con aquello singular que tenemos cada uno de nosotros en la línea de la naturaleza. Pero eso no es así. Por mucho que cuando hacemos un acto desordenado queramos justificarnos diciendo que somos así, nuestros actos libres no se originan en el “somos así” singular en la línea de la naturaleza. Podemos tener pasiones de un tipo, rarezas de otro tipo, una inteligencia mayor o menor, pero todo eso forma parte de la singularidad en la línea de nuestra naturaleza, pero el acto libre no se origina ahí.

Esta singularidad en la línea del ente va a consistir propia y formalísimamente en la auto presencia que el ser personal tiene sobre sí mismo o de sí mismo, la auto presencia radical. Auto presencia que no es una auto presencia en el sentido de que él conscientemente o realizando él operaciones intelectuales se haya descubierto a sí mismo o esté meditando sobre sí mismo, sino que puede pensar sobre sí mismo y meditar sobre sí mismo porque radicalmente por su ser ya está siempre presente a sí mismo. Si yo voy en la línea de la naturaleza singular, en la línea de lo singular por parte de la naturaleza, me queda sin explicar aquello que Santo Tomás de Aquino había puesto como lo más especial y específico para señalar por qué son singulares las substancias racionales, y que es el hecho de que son dueñas de sus actos. Es decir, de una manera más perfecta se encuentra lo particular en las substancias racionales porque son dueñas de sus actos, pero el ser dueñas de sus actos no se explica desde lo individual por parte de la naturaleza. Porque desde lo individual por parte de la naturaleza se sigue una inclinación específica como la propia de toda naturaleza, mientras que uno es libre porque puede tener posesión de su acto, cosa que no le pertenece a la naturaleza.

Se da una trascendencia del ser personal en cuanto tal, o de la singularidad de cada persona con respecto a toda posible investigación por parte de los hombres. Si la persona no es lo individual por parte de la naturaleza, está más allá de toda observación empírica, de todo análisis psicológico, de todo test de Rocha. En esto no aparezco yo en la singularidad de mi ser por la que formalmente soy yo, es decir aquella según la cual estoy presente a mí mismo. Lo que aparecen en todo caso son patologías que se constituyen como modos de mi persona, pero no la persona en cuanto tal.

Sin embargo, en este ser personal que formalmente considerado tiene esta interioridad y esta singularidad, estaría mal que formara parte de la perfección de su ser el que quedara aislado en sí mismo. Es decir, es precisamente la doctrina de Santo Tomás de que el obrar sigue al ser, aquella doctrina de Santo Tomás de que el ser es comunicativo de sí, de que el ser se difunde, la que nos hace comprender también lo que todos ya vivenciamos: que aquello íntimo de nosotros está también para ser comunicado. Pero aquí hay algo misterioso, vemos que a pesar de esta singularidad los hombres tendemos a asociarnos y tendemos a la vida amistosa y tendemos a la relación con los demás, etc. Es mas, incluso queremos, como queriendo que se nos reconozca nuestra dignidad, que se nos considere según lo que verdaderamente somos y que nadie nos tome por otra cosa distinta de lo que somos, y que nadie nos reemplace en los actos que nosotros podemos hacer, porque somos personas.

La doctrina de Santo Tomás sobre la persona y sobre la consideración formal de la persona, tiene que ser completada con lo que Santo Tomás de Aquino señala acerca de los trascendentales. El ente se convierte con el bien según la razón de ser. El ente y el bien se convierten. El ente y lo verdadero se convierten. El ente según que tiene ser es verdadero. Ahora bien, la persona es lo dignísimo en el universo. Si la persona es lo dignísmo en el universo es lo máximamente ente, por tanto es lo máximamente bueno y lo máximamente verdadero. Lo cual nos hace entender que, considerando a la persona como lo individual por parte de la naturaleza no habría fundamento último para no realizar ciertos actos en contra de la persona a favor de la sociedad. Porque si te quedas en lo individual por parte de la naturaleza no tienes el fundamento último. El fundamento último está en la singularidad de este ente en la línea del ser. Estamos hablando a nivel de fundamento no a nivel de sentido común. Cualquiera sabe que a un hombre no hay que golpearlo así como así, pero estamos hablando de por qué a este señor no se le puede torturar en esta sociedad. El fundamento último se encuentra en lo singular en la línea del ser.

Entonces, si el ente se convierte con lo verdadero y se convierte con lo bueno, si la persona es lo dignísimo en todo el universo, resulta que la persona será también máximamente buena y máximamente verdadera. Ser máximamente bueno quiere decir en este caso que la persona en cuanto tal, como se constituye desde el ser, como el ser pertenece a la razón de persona, que la persona sea bien quiere decir que es bien honesto. No puede ser ni bien útil ni bien deleitable porque tanto los bienes útiles como los bienes deleitables incluyen en su razón ser participado, mientras que la razón de persona no incluye en su razón el ser participado. Puede haber una persona que sea finita, pero la razón de persona no incluye el que sea finita. Por esto, persona según su razón es bien honesto. Hasta el bien deleitable más perfecto que es el cielo es finito. Es decir, el bien honesto puede ser participado pero en su razón no se incluye el que sea participado. La persona puede ser finita pero en su razón no se incluye el que sea finita, por eso la persona sólo dice razón de bien honesto. Sólo se atiende a la persona según lo que es cuando se la ama por sí misma y no en orden a otra cosa, precisamente porque es persona.

Pero es que además la persona, según su razón propia, es también lo máximamente verdadero. Es decir, la persona según que lo verdadero es aquello que según su razón propia tiene que ser contemplado. Por eso la persona es también en el universo lo que máximamente es digno de contemplación. Lo cual quiere decir que todas las artes, todas las ciencias, todas las disciplinas, todas las verdades científicas de cualquier naturaleza son siempre de orden inferior a lo que es la contemplación del ser personal. Es mejor conocer a un amigo que saber química, es mejor conocer a un amigo que conocer la historia de la humanidad, porque hay una verdad más elevada en la contemplación del amigo que en la posesión incluso de la misma filosofía. Se trata de una consideración más elevada; cosas que hoy día se han descuidado. Porque da la impresión de que las personas tienen que realizarse haciendo cosas y descuidan a las personas, cuando resulta que las personas son más verdaderas, son más adecuadas al entendimiento humano que las ciencias.

Las personas son singulares, la ciencia es de lo universal. Pero ya Santo Tomás de Aquino dice en una ocasión: “lo singular no es ininteligible por ser singular, sino por ser material”. Lo cual quiere decir que si hubiera algo que fuera inmaterial y singular sería más inteligible que todas las demás cosas. Y por eso, hay más verdad en Francisco y en la dignidad de Francisco que en el resto de los entes del universo. Y más perfección alcanza quien se ocupa de Francisco que quien se ocupa de todas las disciplinas y de todas las ciencias.

El problema es que la contemplación de Francisco, el entrar en la interioridad y la singularidad de Francisco no lo puede hacer el psicólogo, el sociólogo. ¿Quién lo puede hacer? Entrar en ese núcleo interior, irrepetible, singular, donde se originan últimamente nuestras elecciones, decisiones y pensamientos, es una cosa que sólo se puede hacer en la vía del amor. Y es muy importante. Sólo la comunicación amistosa de los hombres permite que recíprocamente puedan entrar en la contemplación mutua de eso que es lo singular, irrepetible, único de cada uno de ellos. Más conoce a Francisco el amigo que el psicólogo, porque el psicólogo se quedó en otro lugar. El amigo no va a ser capaz de reducir a principios universales la actuación de Francisco, pero en ese sentido está más cerca de Francisco, porque el otro al final lo que ha hecho ha sido reducir lo que le pasa a Francisco a estadísticas, a cosas que son más o menos modos generales de comportamiento, que el psicólogo ha querido identificar en esa individualidad, pero está ajeno a Francisco.

Un filósofo puede, sin ser buena persona, entender más o menos estas cosas, puede incluso ser mala persona y entenderlas. Sin embargo, una comprensión tal como hace Santo Tomás de Aquino del ser personal exige también una connaturalidad con el ente personal. “Todos los hombres desean por naturaleza saber”. Lo máximamente inteligible es el ser personal, pero el ser personal está vedado si no se entra en la línea del amor y de la connaturalidad por el afecto. Es decir, la dimensión auténticamente sapiencial a la que está ordenada incluso la misma filosofía, a la que está ordenada la misma metafísica tomista, la dimensión auténticamente sapiencial está vedada a quien no está connaturalizado con el bien, porque si no está connaturalizado con el bien, si no hay rectitud en su voluntad hacia lo que es bueno no puede verdaderamente comprender al ente personal en la singularidad de este ente personal. Y por tanto, le falla el principio ordenador de todas las cosas del universo, porque todas las artes y todas las ciencias se ordenan a esta sola cosa que es la felicidad del hombre. Lo dice Santo Tomás de Aquino. Quien no está connaturalizado con lo bueno, no puede conocer al ente personal en esta singularidad, que es aquella también por la que Dios, por amor, lo creó singular. Y si no está connaturalizado no tiene una razón última que le permita ordenar todas las cosas del universo en su sentido más profundo. Será filósofo, conocerá que hay una causa primera y conocerá que hay un motor inmóvil, etc., pero por no estar connaturalizado no podrá entrar en esta dimensión más profunda, a la que la misma filosofía de Santo Tomás de Aquino invita, abre y posibilita.

La persona es lo singular, el subsistente singular de naturaleza racional en la línea del ente. Y aunque eso lo comprendamos, a Francisco no lo comprendemos si no somos sus amigos. Es por eso que, todos los hombres desean por naturaleza saber, pero aquello a lo que está abierta la misma inteligencia humana se relaciona profundamente con la destinación que tienen todos los hombres también a la amistad. Por eso, en la culminación de la felicidad por parte del hombre hay una contemplación y hay una amistad. Porque si removiéramos por un absurdo la amistad de la felicidad de los hombres, no tendría sentido que apeteciéramos saber. Pensándolo en serio, no hay nada que verdaderamente pueda impulsar a un hombre a saber sino porque al final de esos conocimientos se encuentra con un ser personal. Si removiéramos por un absurdo la posibilidad de la amistad, no tendría sentido ninguna disciplina y ninguna ciencia. Es por eso que, cuando removida de la vida de los hombres la amistad, los hombres cuando se dedican a estudiar lo que están haciendo es precisamente prepararse para dominar, que es un asunto muy distinto. La técnica queda como la única salida y como la única opción en el estudio del hombre una vez que ha sido removido el ente personal.

LA PERSONA FEMENINA, INTIMIDAD Y PUDOR

Antonio Amado Fernández.

En la conferencia anterior ya profundizamos en la noción de persona y quedó establecido que ésta es fin en sí misma y lo único en el universo que dice razón de bien honesto. La raíz de aquella dignidad estaba en el grado de perfección en el ser propio del viviente personal del que se seguía por modo inmediato la autopresencia e interioridad. Por la habitual y ontológica presencia de sí puede el ser personal conocer intelectualmente, tener libertad, salir de sí y donarse a los demás. Sin autopresencia es imposible aquella posesión de sí mismo requerida para un acto de amor personal. Los animales, por el contrario, son incapaces de donación porque al amar buscan el objeto deseado sin tener perfecta posesión de sí mismos. Sólo el ser personal puede darse, entregarse a sí mismo, en el sentido pleno y absoluto del término.

Ahora bien entre los seres personales sólo los seres humanos tienen cuerpo[1]. El alma humana, que participa del ser con independencia de la materia, atrae, sin embargo a la materia a participar de su propio ser, “de tal manera que del alma y el cuerpo se constituye un único ser en un único compuesto”[2]. El cuerpo humano es cuerpo personal porque es constituido como tal cuerpo humano por el ser del alma que es también ser del compuesto. La persona, constituida como tal en la línea del ser, se compara como todo respecto a la misma naturaleza humana constituida por la unión substancial de cuerpo y alma. El cuerpo es tal por el alma, pero el alma al unirse substancialmente al cuerpo comunica a este aquel ser (esse) por el que el hombre no sólo tiene naturaleza humana sino que también es un ente personal.

En razón de la corporeidad se puede encontrar en la persona humana la distinción entre lo masculino y lo femenino. Esta diferencia no se reduce al cuerpo, pero no es constitutivamente posible sin el cuerpo. No toda corporeidad en el universo es masculina o femenina, pero la corporeidad de la persona humana necesariamente tiene que expresar uno de esos dos aspectos. Masculinidad y feminidad son el modo en que se expresa en el cuerpo de los seres humanos la dimensión del ser personal llamado al don de sí mismo. En la presente exposición, teniendo en cuenta las reflexiones anteriores sobre la persona, vamos a intentar comprender algunos elementos específicos de la persona femenina acercándonos a ella a partir de lo que primeramente expresa su corporeidad. Prestar atención al cuerpo de la persona puede ser un camino para llegar a la interioridad del ser personal.

Interioridad y relatividad en el cuerpo de la persona humana.

El cuerpo de la persona, a diferencia del cuerpo de los animales, manifiesta interioridad. Ontológicamente la interioridad es unidad entitativa e intimidad operativa. En la línea de lo espiritual la interioridad es autoconciencia substancial de la que se origina la capacidad para la actual reflexión sobre sí mismo ; en la línea de lo corpóreo, interioridad es elevación y recogimiento[3]. La elevación en la corporeidad se comprende en la línea de la desespecialización, es decir, en la medida de su inutilidad específica; el recogimiento apunta más bien a la unidad del cuerpo viviente considerado en la perspectiva del reposo o quietud de las partes. No es perfecta una representación del animal sin el movimiento, en tanto que con movimiento nunca se da una representación perfecta del viviente humano; en el rostro humano ya hay cierta quietud con independencia de toda adquisición, a diferencia del rostro animal, en el que nunca hay reposo sin logro.

En el cuerpo de los animales se refleja principalmente la referencia a algo exterior; es un cuerpo vuelto hacia un medio. El análisis fenomenológico de la corporeidad animal muestra que la sexualidad no se impone por sobre su referencia a un determinado medio; el cuerpo animal es principalmente funcional. La misma referencia que se encuentra en algunos animales superiores a un animal del sexo opuesto está opacada por todos los otros elementos de inclinación y determinación hacia el medio que aparecen en su corporeidad. El cuerpo animal con trompa, hocico, garras o plumas sólo parcialmente se refiere a otro animal porque constitutivamente se refiere también a un medio. El cuerpo humano, sin embargo, aun relacionándose con un medio no lo hace mediante elementos de su cuerpo que sean especificados por esa relación con el medio; las manos no son para trepar por los árboles, o cazar presas o atrapar el alimento; los ojos no vienen determinados en su agudeza por el hecho de ser animales nocturnos o diurnos, aves de presa o insectos; la postura corporal no sólo refleja aspectos apetitivos, instintivos o pasionales, sino también dimensiones racionales y espirituales. El cuerpo del animal está volcado hacia la tierra en tanto que el cuerpo humano manifiesta su jerarquía entre la tierra y el cielo.

Ahora bien, en la medida que el cuerpo humano está replegado y no es un cuerpo especializado, especificado y determinado por un ambiente o medio; en la medida que manifiesta interioridad y recogimiento y carece de ulteriores determinaciones biológicas o tendenciales, el cuerpo humano expresa en su lenguaje la destinación o relación a un cuerpo complementario. En la misma medida que hay jerarquía, interioridad o dominio sobre la tierra, en esa misma medida se manifiesta en el lenguaje del cuerpo humano relación a otro cuerpo personal; en tanto se perfecciona la línea de la subjetividad y singularidad –raíz de la elevación- se constituye la línea de tendencia y complementariedad con el cuerpo de otra persona. Nuestro cuerpo, liberado de la tierra, desespecializado, puede encontrarse con los cuerpos de otras personas. La interioridad no es consiguientemente aislamiento, sino la raíz misma de la relación entre las corporeidades de los seres personales. Un cuerpo especificado y determinado por la tierra nunca se encontrará totalmente ante otro cuerpo; la dependencia del lobo al cordero imposibilita la total presencia de la corporeidad del lobo ante la loba. Lo especificante en la corporeidad animal sustrae y rebaja las posibilidades efectivas de encuentro con otras corporeidades.

El rostro, los ojos, la boca, la postura erguida, las manos, etc., en el lenguaje de la persona manifiestan la constitutiva referencia a los demás. Además nadie puede por un acto directo ver su propio rostro aunque nos preocupa cómo nos ven los demás y si nos miran o no. Por otra parte la postura corporal en el seno de una determinada cultura es siempre muy significativa para posibilitar o dificultar el encuentro entre los hombres; el cuerpo habla de nuestra voluntad de abrirnos a otros o de rechazarlos; las manos que pueden abrazar pueden también amenazar y golpear.

Reciprocidad varón y mujer

Sin embargo mediante la distinción sexual se expresa de un modo muy manifiesto y singular el carácter esponsal del cuerpo. En efecto, todo aquello que en nuestra corporeidad se encuentra elevado y ordenado al encuentro con otros, se halla también en el otro de idéntica manera; la sexualidad, sin embargo, refiere a otro en aquel modo que precisamente no se encuentra en él. Tanto el varón como la mujer gozan de igual dignidad o perfección en tanto son seres personales y es imposible encontrar diferencias objetivas en aquellos elementos que son determinantes en lo específico de la naturaleza humana. Pero cuanto más afirmemos que son iguales en la línea de la perfección entitativa más tenemos que insistir también sobre su distinción en cuanto varón y mujer. Ser persona es esencial a ambos y es constitutivo de su dignidad específica; ser varón o mujer se sitúa en la línea modal y de concreción de aquella especificidad, y siendo una dimensión del bien de ambos es distinto en cada uno de ellos[4].

Muchas de las corrientes que han buscado la liberación de la mujer, aun tomando su punto de partida en las numerosas ofensas que la mujer ha podido sufrir en algunos momentos de la historia, se mueven en una notable confusión entre la especie y el modo; se identifica en consecuencia el bien del modo del varón con el bien de la persona en sí misma, y por la fuerza misma del derecho exigido, se entiende la liberación de la mujer como una negación de su misma dimensión femenina. Es necesario, por consiguiente, evitando espejismos dialécticos, pensar la dimensión propia de lo femenino para redescubrir la peculiar bondad que se encuentra en su modo y conseguir que el lugar de la mujer en el mundo refleje el “genio femenino” y no la dimensión puramente objetiva de “ser capaz”de imitar las obras del varón.

La prueba más elemental de la distinción entre el hombre y la mujer la constituye la experiencia universal del enamoramiento o sencillamente la atracción hacia la persona de otro sexo. Esta atracción supone un cierto preconocimiento de la corporeidad del otro. El hombre se enamora de la mujer y la mujer del varón. El análisis fenomenológico de aquello que cotidianamente entendemos cuando se manifiesta este amor refleja ya la distinción peculiar entre lo masculino y lo femenino. La inclinación en cada uno de los sexos hacia el otro se da según la totalidad de su ser, de manera que no se busca al sexo opuesto sino a la persona del sexo opuesto. Si en los distintos ámbitos de la vida la relación con los demás también tiene elementos de complementariedad y reciprocidad (como cuando se necesita del médico o fontanero), en el enamoramiento es la persona mediante su cuerpo la que se encuentra totalmente referida a otro, y en esa total destinación manifiesta también una radical diferencia. Si el enamoramiento involucra a la totalidad de la persona, tiene que haber una dimensión de mi ser completamente distinta de la otra persona; y sin embargo no habría verdadero amor sin una unidad que haga posible la donación (bondad esencial idénticas)[5]. Hombre y mujer no se enamoran en relación a aquello que pueden tener sin el otro, sino desde aquello que sólo en el otro pueden tener y que da razón precisamente del enamoramiento.

Ahora bien, la complementariedad del hombre y la mujer no se reduce a la dimensión del enamoramiento ni se descubre meramente en la dimensión del amor conyugal o sexual entre la mujer y el varón, sino que abarca todos los aspectos de la vida humana: el trabajo, las relaciones sociales, la educación, el mundo de la cultura, la ciencia y el arte, etc. En todos estos ámbitos, y desde una consideración objetiva, el hombre y la mujer pueden hacer las mismas cosas, pero desde el punto de vista del modo, el varón no las puede hacer como la mujer ni la mujer como el varón. El hombre puede amar como la mujer y la mujer como el varón en la línea esencial de la donación de personas, pero en la línea del modo o dimensión subjetiva lo propio del varón es imposible para la mujer y viceversa. La mujer puede escribir una poesía o realizar una intervención quirúrgica, así como el hombre puede hacer de enfermero o educador, y ambos pueden intentar y alcanzar lo esencial en cada uno de esos oficios o dimensiones de la actividad humana, pero el modo en que lo puede hacer la mujer no lo puede hacer el varón.

Lo masculino y lo femenino en los símbolos de la cultura

Una cultura respetuosa de la dignidad de la mujer y del varón debe manifestar en sus símbolos tanto la igual dignidad de ambos como los elementos peculiares de cada uno de ellos. Hay formas culturales que podrían significar el carácter secundario de la mujer (como puede suceder en algunas culturas orientales) negando su igual dignidad con el hombre; también puede haber culturas en que la distinción modal entre lo femenino y lo masculino apenas se manifiesten o estén intencionalmente rechazadas.

¿Es necesaria en una cultura una elaboración simbólica que manifieste los modos propios de lo masculino y lo femenino? Parece no sólo necesaria sino fruto maduro del genio propio del varón y la mujer; no es tanto una tarea a emprender cuanto un logro de la mutua relación. Hoy, sin embargo, asistimos a una negación de aquellos símbolos que parece responder a la confusión entre la especie y el modo antes señalada. Se podría reconocer una cierta arbitrariedad en los vestidos que una determinada cultura señala como propios del varón o de la mujer, así como en los colores, gestos, actividades, etc. que atribuye a uno u otro. Lo que no parece en modo alguno arbitrario es que se elaboren elementos simbólicos que permitan identificar a uno u otro sexo. Sin esa elaboración sería imposible educar a una persona según aquello que le pertenece como varón o mujer.

Un ejemplo puede ayudar a lo que intentamos comunicar. La educación a nivel social supone a nivel esencial la capacidad para saber comportarse delante de otras personas sin ofender su dignidad ni atentar contra su intimidad. Una cultura determinada puede haber concebido unos modos determinados para expresar lo que es “ser persona educada”. Ceder el paso o el lugar a una mujer, usar los cubiertos de una determinada manera en la mesa, saludar en una u otra forma, etc. son concreciones de aquel primer principio esencial que nos hace estar bien delante de otros. Ninguna de aquellas concreciones tiene carácter absoluto, y cualquiera estaría dispuesto a dejarlas si nos hiciera parecer no educados en otra cultura, así como estaríamos dispuestos a disculpar a aquel que se comporta de otro modo por haber sido educado en otras costumbres. Sin embargo, es imposible, en el seno de nuestra cultura, saber si estamos con alguien educado sin unos ciertos elementos simbólicos[6] mínimos, así como sería imposible enseñar a una persona a convivir con otros sin significarle ciertas normas generadas a lo largo de una tradición.

Educar a un varón y a una mujer en lo específicamente masculino y femenino tampoco será posible sin ciertos elementos simbólicos elaborados por una cultura y reconocidos en ella. Sin embargo asistimos hoy no sólo a un cambio de los elementos simbólicos (por ejemplo se usan indistintamente los colores en las prendas de vestir, los varones usan aros, etc.), sino que desaparece todo símbolo manifestativo de lo propio de cada uno de los sexos. En este contexto será muy difícil la educación de la masculinidad y la feminidad, pues un niño no podrá identificar los elementos propios del varón y la mujer. El joven que vaya madurando su conciencia de “ser varón” nunca podrá objetivar su percepción más que ante sí mismo, con el consiguiente descalabro en su constitución emotiva y psicológica[7]. Digámoslo más claramente: la igualdad esencial entre el hombre y la mujer no se reconoce en una cultura sin signos y actividades que son distintas para cada uno de los sexos, elaboradas desde la propia fecundidad de esa cultura, y que en su carácter simbólico, aunque intercambiables, sirven para manifestar lo peculiar del varón y la mujer. Si en la cultura esos elementos se encuentran en algunos momentos confundidos o indiferenciados (señal inequívoca de crisis en la cultura), los padres, en la educación de sus hijos, los terminarán constituyendo (formas de machismo o feminismo) para ejercer la educación propia de cada uno de ellos en tanto padres.

Ahora bien, si las variadas culturas elaboran distintos símbolos (no es lo mismo un pueblo cazador que la vida en las primeras ciudades del medioevo) podría parecer que lo importante es tener sólo distinción simbólica y que ésta no expresaría conexión esencial con lo masculino o femenino. Sin embargo no es así, pues en todas las culturas los signos de lo femenino y lo masculino significan no sólo lo distinto, sino también el modo peculiar de cada uno de ellos. Para comprender más detenidamente esta afirmación debemos entrar en una reflexión ontológica que permita caracterizar la dimensión de bondad presente en lo masculino y lo femenino.

Los caracteres específicos de la corporeidad femenina

Esencialmente entre el cuerpo del varón y de la mujer hay relatividad y complementariedad; son cuerpos referidos que no pueden entenderse sino en su recíproca relación. El cuerpo masculino es tal sólo si hay un cuerpo femenino y viceversa. Sin embargo, cuando atendemos al modo de relación por parte de cada uno de los extremos nos encontramos con aspectos diferentes. El cuerpo del varón en relación con el cuerpo de la mujer tiene una mayor exterioridad, manifiesta su modo masculino en relación a la mujer “saliendo”. Esta exterioridad es un modo que se hace presente primeramente en relación al cuerpo femenino, y secundariamente en relación al mundo. El cuerpo femenino manifiesta su modo en relación con el cuerpo masculino en una mayor interioridad, “recibiendo”. La interioridad femenina se manifiesta en un primer momento en relación con el varón y secundariamente, y por el varón, en relación con su propia posibilidad de llevar vida en sí misma. El lenguaje del cuerpo en el varón y la mujer refiere esencialmente la verdad de un dar y un darse, pero en sus modos propios el varón da realizando fuera de sí, la mujer da acogiendo en sí misma. Si intentáramos exigir en el hombre el “recibir” y en la mujer el “salir” olvidando los modos, volveríamos a colocarnos en el plano esencial y la petición sería razonable, pero cada uno de ellos lo haría a su modo: el varón aceptaría como realizando, la mujer entregaría como quien acoge más intensamente[8].

A partir de esta primera caracterización podemos, invitados por el mismo lenguaje del cuerpo, detallar otras dimensiones del modo femenino. Si la dignidad esencial constitutiva de la persona se afirma en la mujer, la consideración de aquella dimensión del “dar recibiendo” manifiesta la necesidad de que la mujer se “perciba a sí misma como mujer” más que el “varón como varón”. La mujer experimenta su feminidad más que el varón su virilidad; es decir, la presencia de lo femenino es más intensa y constante para la mujer que la de lo masculino para el varón[9]. La interioridad femenina no es meramente un rasgo de su corporeidad sino expresión de su modo de ser más íntimo. En esta dimensión femenina se fundan todas aquellas actitudes que podemos considerar como peculiares en la mujer[10]; la mujer “acoge”, es decir, asume más desde sí misma y envuelve con el velo de su intimidad; la mujer “aguarda”, es decir, la presencia de sí misma posibilita la espera; la mujer “conserva”, es decir, halla que desde sí misma todo tiene valor. El varón, por el contrario, al percibir su propia corporeidad se reconoce como ordenado, volcado a algo desde sí mismo y atrapado por ese algo; la tensión al objeto determina un modo de autopresencia en el que no prevalece su totalidad, sino sus capacidades para el logro y la realización de determinadas metas. El varón conquista, vence, resuelve, etc; prevalece en él lo operativo frente a lo subjetivo[11].

Por una razón semejante en el varón prevalece la sensualidad y en la mujer la afectividad. La sensualidad es objetiva; la afectividad idealiza y transforma el objeto deseado. La sensualidad se determina por alguna cualidad reconocida primariamente en el objeto; la afectividad reviste al objeto de las propias condiciones subjetivas[12]. El movimiento de atracción del varón se moverá primeramente, desde el deseo, hacia los valores sexuales que objetivamente reconocerá en la mujer. Por el contrario, la afectividad femenina tomará principalmente la corporeidad del varón en su conjunto y no parcialmente. La sensualidad, por otra parte, es más inmediata y menos constante; la afectividad tarda en consolidarse y se prolonga en el tiempo. Estas pequeñas consideraciones permiten también comprender la distinta dirección en que se moverá el pudor masculino y femenino.

La consideración de la actitud frente al dolor puede servir también para manifestar los modos propios del varón y la mujer. El varón se relaciona primeramente con el sufrimiento en la perspectiva de la victoria o la resistencia; es algo a eliminar o en lo que cabe reafirmarse a sí mismo, pero que siempre quiere dejar fuera de sí. La mujer, por el contrario, sufre llevando el sufrimiento consigo, y por consiguiente transformándolo interiormente. No hay duda, en ese sentido, de la mayor capacidad de la mujer para el sufrimiento, y de su peculiar función pedagógica en este ámbito[13].

Análisis de algunos aspectos particulares:

El regalo, el trabajo y el juego y la educación de los hijos

Algunos aspectos más concretos pueden ayudar en nuestro estudio de lo propiamente femenino. Aunque todas las dimensiones de la vida humana podrían ser analizadas para manifestar lo propio del varón y la mujer, vamos a considerar algunas que quizás están más profundizadas.

a) El regalo: Si consideramos un determinado regalo que puede recibir un varón o una mujer, descubriremos aspectos propios de cada uno de ellos. En la mujer prevalece la atención sobre el hecho de haber recibido un regalo, en tanto que en el varón la atención se dirige principalmente al objeto regalado. La dimensión objetiva del regalo tiene para el varón más valor que la vinculación que pudiera tener con su subjetividad. El regalo en la mujer es para ella, está especialmente vinculado a su subjetividad, y tiene más significaciones que aquellas que el objeto expresa en su especificidad. Una prueba de lo que venimos manifestando aparece en el modo que cada uno de ellos se comporta al recibir el regalo. Para el varón la importancia prioritaria del objeto aparece en su necesidad de saber acerca de él, de tal manera que todo lo demás es obstáculo; el papel en que está envuelto el regalo, por ejemplo, no forma parte del regalo mismo. En la mujer, por el contrario, el papel del regalo es parte del regalo mismo; hay que conservarlo y guardarlo.

b) El trabajo: También el trabajo en la mujer se mueve en otra dirección que el trabajo del varón. En el trabajo del hombre prevalece la necesidad de realizar una obra y agota todas sus energías en el logro de la misma; el hombre se agota en su obra y con el trabajo su subjetividad queda medida. El trabajo del varón le marca su límite y por eso contempla reiteradamente la obra realizada. Podemos decir que el trabajo ocupa toda la subjetividad del varón que reconoce en la obra de sus manos la medida de su propio ser. Consiguientemente el hombre se cansa de un modo específico cuando trabaja[14]. Para la mujer el trabajo no involucra toda su subjetividad en cuanto a lo que debe lograrse, pero la atrapa por completo en cuanto al modo; puede, consiguientemente tener dividida su atención en la realización de una determinada actividad. Tampoco necesita contemplar la obra realizada pues no queda medida por ella. Varón y mujer son complementarios en el trabajo de una manera muy singular; el varón vuelca su energía en la objetividad de la obra; la mujer le da su dimensión humana y de belleza cordial.

c) El juego: En el varón el juego interrumpe su actividad cotidiana y posibilita el descanso para seguir en la realización de alguna obra. En el varón es una excedencia y juega innovando en la naturaleza del juego mismo. Además para el hombre el juego deja de serlo en la medida que no hay realización, conquista o posibilidad de victoria ardua; el hombre no juega con aquel a quien gana fácilmente. Para la mujer el juego “le hace sentir bien”, es ocasión de otra cosa y no se mueve preferentemente en la línea de lo arduo sino de lo deleitable. Cuando juega no reflexiona sobre la naturaleza de las normas del juego ni siente presión interior para cambiarlas.

El carácter velado del cuerpo femenino

Las distintas dimensiones que hemos analizado de la mujer en contraposición al varón aparecen con nueva luz si consideramos otros aspecto de la corporeidad femenina. En la mujer la virginidad es un sello que custodia el misterio de lo femenino. Sin virginidad no se podría reconocer el carácter simbólico del velo en la mujer; la mujer está velada, oculta, no se objetiva en “lo femenino” ni permite quedar atrapada en una definición. La mujer se manifiesta en obras que se ocultan, se hace presente invitando a conocerla, se conoce en la medida que su intimidad y subjetividad no permiten ser abarcadas. Cuando lo femenino intenta una presencia sin velo deja de ser presencia de mujer.

El símbolo del velo oculta un misterio; la mujer es el misterio mismo de la humanidad que no tiene que ser profanada; la humanidad es femenina. En el velo reconocemos que lo contemplado no se agota en nuestra mirada o nuestra definición. El velo custodia a la mujer para que ella custodie a la humanidad entera. Con el velo comprendemos la dimensión cordial del modo de ser femenino. Gracias al velo la mujer humaniza el trabajo, dulcifica el sufrimiento, hace que el regalo sea verdaderamente tal, calma la pasión, consuela en la debilidad... El carácter velado del ser femenino posibilita la presencia de la mujer en la raíz misma de la cultura, en el origen de la lengua, en la cuna y en la muerte; sólo el velo hace que la presencia femenina constituya la dimensión amable y bella de todas las obras humanas. El velo es como la tierra; oculta la obra profunda y sorprendente que se realiza en su interior, la transformación de la obra del varón en obra de dimensión verdaderamente humana. Pero si la tierra quiere validarse como tierra y oculta su fruto deja de ser velo. La hermosura femenina enamora y entusiasma al varón. El pudor femenino consiste en cuidar el velo del cuerpo.

La dimensión velada del ser femenino adquiere una especial significación en la boda y la profesión religiosa. Hoy sólo nos dedicaremos a la boda. En todos los pueblos la boda es “la fiesta de la mujer”, porque en ella “el matrimonio alcanza una especial significación”. La mujer al contraer matrimonio se casa más que el varón pues es esposa por doble motivo: creatura y mujer. En su ser femenino manifiesta la condición de toda creatura ante Dios y el gozo de ser precisamente creatura. Los logros y realizaciones del hombre no deben ocultar que en la raíz de todos los progresos objetivos de la humanidad está el don recibido por una esposa. La mujer manifiesta en la boda la disponibilidad, el encanto de la entrega, las posibilidades de la fecundidad, el gozo de prolongar las generaciones humanas dando sentido a las realizaciones del varón.

La custodia de la humanidad

El ser humano está llamado a dominar el mundo. Esta tarea deben realizarla conjuntamente el hombre y la mujer; sin embargo el modo propio del varón parece más vinculado al logro y a la realización que el modo femenino. Pero el hombre está llamado también, y en primer lugar, a acoger el don de Dios; y esta dimensión parece darse particularmente en el modo femenino, en quien se manifiesta además de modo más profundo el sentido religioso. Sin la acogida del don divino el dominio del mundo es contrario al hombre y alienante de sus privilegios.

La mujer está llamada a la custodia del varón, al cuidado de toda obra humana, a volver a enraizar en el don divino el sentido de todas las realizaciones de los hombres. Una última reflexión parece, sin embargo, necesaria. La persona es lo más valioso en el universo, lo más amable y digno de ser contemplado; el ser personal no se constituye, sin embargo en la línea de lo esencial universal, sino en la línea de lo singular e individual. Comprender a la persona no es posible bajo razones universales o comunes a todos los hombres, sino que sólo es realizable desde la connatural asimilación de su singularidad. La mujer, desde su subjetividad puede abrirse así a lo más noble y bello del universo, a cada persona en lo que es más propio de cada una de ellas. Todas las artes y ciencias, aun las más elevadas en verdad y objetividad, así como todas las realizaciones y logros de los seres humanos no tienen lugar sin ordenarse a la persona. La mujer, en su ser femenino está orientada a la persona en su singularidad. Custodiando a la persona se da sentido a las obras de los hombres. Y por ello tiene un velo y es esposa y guarda y protege el misterio de su corporeidad.



[1] En la primera exposición ya se señaló la posibilidad de vivientes personales incorpóreos pues en la razón de persona no se encontraba el tener cuerpo. La persona humana tiene cuerpo en tanto ocupa el último grado en la escala analógica de los vivientes personales; sin embargo, el tener cuerpo forma parte constitutiva de la perfección y dignidad de la persona humana.

[2] Santo Tomás.

[3] En la medida que el cuerpo participa de la perfección de la forma se da, en el cuerpo mayor unidad. Si la escala analógica de la unidad exige el ascenso en la simplicidad, el cuerpo es más simple en la medida que su organización permite una mayor integración de operaciones, consiguiente a la cual se da la elevación orgánica y la desespecialización con respecto al medio.

[4] San Agustín señaló que en todo bien finito podemos encontrar tres dimensiones de bondad, “tres bienes que se encuentran en todo bien”: el modo, la especie y el orden. La bondad esencial o específica de un determinado ente puede encontrarse concretada y modalizada de muy distintas maneras en razón de principios eficientes y materiales. Una amistad, una relación social, una virtud, etc. tienen una dimensión esencial y específica (propiamente conceptualizable) sobre la que se constituye su definición; pero tienen también una dimensión de bondad en razón del modo, siendo posibles muchas relaciones diversas de amistad, de relación social o de ejercicio de una virtud. Todos los pueblos tienen leyes, costumbres, tradiciones, fiestas, etc. y todos estos elementos podemos considerarlos como esenciales a la vida de los hombres en comunidad. Sin embargo la riqueza y singularidad de los pueblos, su aspecto subjetivo, aparece en la singularidad y peculiaridad de sus tradiciones, leyendas, cantos o lengua.

[5] El tema de la homosexualidad está fuera de la presente exposición, no sólo en cuanto al objeto tratado, sino también en cuanto a la posibilidad efectiva de una complementación sin modalización distintiva en los cuerpos.

[6] Elementos que además pueden ir cambiando.

[7] Removida toda historia, cuento, actividad, juego o conversación como propia de varones o mujeres, la educación de lo masculino y femenino se hace imposible, y nunca se podrá objetivar la percepción de sí mismo en cuanto varón o mujer. No es accidental que esta indiferenciación vaya unida al descenso de la natalidad en todas las culturas, pues desde el punto de vista meramente específico no se puede ser padre o madre. Un ejemplo de actualidad puede ser muy significativo. Se ha hecho habitual que las mujeres jueguen fútbol. Si uno se atreve a afirmar que no le gusta que las mujeres jueguen fútbol será fácilmente tildado de machista por querer coartar el ámbito de realización de lo femenino. Sin manifestar mi parecer con respecto al fútbol femenino (en todo caso no parece responder en el modo como lo juegan los hombres a la corporeidad femenina), creo que hay sin embargo un error de apreciación. Es muy propio de una cultura que existan actividades y juegos sólo de hombres o sólo de mujeres, y que en ello se manifieste no la limitación de cada uno de ellos con respecto a lo otro, sino la identificación con respecto a algo. No tiene sentido impedir el fútbol femenino a un grupo de mujeres que quieren dedicarse a este deporte, pero tampoco es una aberración que una sociedad conciba un deporte como “propio de varones”. En este caso la confusión entre el orden esencial y el modo opera siempre en la misma dirección: imitar al varón.

[8] De ahí que también el varón con respecto a Dios es esposa, y que la mujer pueda tener espíritu varonil.

[9] El cuidado del propio aspecto y la minuciosidad en los arreglos corporales, la percepción real o imaginaria de defecto en el cuerpo, la dilación en la decisión sobre lo que se quiere comer o beber unida a la sorprendente seguridad y determinación en otras ocasiones, etc., son ejemplos de lo que estamos diciendo.

[10] No por ser exclusivas, sino por encontrarse en ellas según un modo irrealizable por el varón.

[11] Desde los primeros años de la vida infantil ya se reconoce la mayor inclinación del varón al movimiento. Hay que advertir, no obstante de una posible confusión; la operatividad es igualmente masculina o femenina, pero en el varón la operatividad se vincula siempre a “objetos” en tanto “objetos” y en la mujer en la constitución del objeto prevalece su propia subjetividad. “Disponer la mesa”, para un varón será siempre una tarea en la que debe realizarse algo objetivo; todo lo que se añada a esa tarea, es especificante, incluso el hacerlo con orden y agrado. Para una mujer “disponer la mesa” no contiene elementos especificantes, sino que la objetividad de la acción viene a coincidir con lo que es para ella una mesa “bien y bellamente dispuesta”. En lo cotidiano la objetividad del varón manifiesta más un aspecto útil que honesto, al contrario de la subjetividad femenina.

[12] No se olvida que el amor pleno entre un hombre y una mujer supone sensualidad y afectividad en ambos; la exposición se está haciendo en la línea del modo. La apreciación de una mujer a partir de lo que aparece primeramente en su corporeidad es algo netamente masculino, en tanto que la mujer no atiende a la corporeidad del varón sin mirarse a sí; parece como si al atender a la corporeidad del varón hubiera siempre un ideal que va más allá de la corporeidad.

[13] No es extraño que todas aquellas actividades que digan relación con el sufrimiento humano en su particularidad sean realizadas principalmente por mujeres.

[14] No se trata de que tenga derecho a un descanso específico, sino de reconocer su peculiar aporte en el trabajo por el modo de vincularse su subjetividad a la obra.