jueves, 25 de agosto de 2011

La fe explicada: CAPÍTULO V: CREACION Y CAIDA DEL HOMBRE

¿Qué es el hombre? El hombre es un puente entre el mundo del espíritu y el de la materia (por supuesto, cuando nos referimos al «hombre» designamos a todos los componentes del género humano, varón y hembra).

El alma del hombre es espíritu, de naturaleza similar al ángel; su cuerpo es materia, similar en naturaleza a los animales. Pero el hombre no es ni ángel ni bestia; es un ser aparte por derecho propio, un ser con un pie en el tiempo y otro en la eternidad. Los filósofos definen al hombre como «animal racional»; «racional» señala su alma espiritual, y «animal» connota su cuerpo físico.

Sabiendo la inclinación que los hombres tenemos al orgullo y la vanidad, resulta sorprendente la poca consideración que damos al hecho de ser unos seres tan maravillosos. Sólo el cuerpo es bastante para asombrarnos. La piel que lo cubre, por ejemplo, valdría millones al que fuera capaz de reproducirla artificialmente. Es elástica, se renueva sola, impide la entrada al aire, agua u otras materias, y, sin embargo, permite que salgan. Mantiene al cuerpo en una temperatura constante, in dependientemente del tiempo o la temperatura exterior.

Pero si volvemos la vista a nuestro interior, las maravillas son mayores aún. Tejidos, membranas y músculos componen los órganos: el corazón, los pulmones, el estómago y demás. Cada órgano está formado por una galaxia de partes como concentraciones de estrellas, y cada parte, cada célula, dedica su operación a la función de ese órgano particular: circulación de la sangre, respiración del aire, su absorción o la de alimentos.

Los distintos órganos se mantienen en su trabajo veinticuatro horas al día, sin pensamientos o dirección conscientes de nuestra mente y (¡lo más asombroso!), aunque cada órgano aparentemente esté ocupado en su función propia, en realidad trabaja constantemente por el bien de los otros y de todo el cuerpo.

El soporte y protección de todo ese organismo que llamamos cuerpo es el esqueleto. Nos da la rigidez necesaria para estar erguidos, sentarnos o andar. Los huesos dan anclaje a los músculos y tendones, haciendo posible el movimiento y la acción. Dan también protección a los órganos más vulnerables: el cráneo protege el cerebro, las vértebras la médula espinal, las costillas el corazón y los pulmones. Además de todo esto, los extremos de los huesos largos contribuyen a la producción de los glóbulos rojos de la sangre.

Otra maravilla de nuestro cuerpo es el proceso de «manufacturación» en que está ocupado todo el tiempo. Metemos alimentos y agua en la boca y nos olvidamos: el cuerpo solo continúa la tarea. Por un proceso que la biología puede explicar pero no reproducir, el sistema digestivo cambia el pan, la carne y las bebidas en un líquido de células vivas que baña y nutre constantemente cada parte de nuestro cuerpo. Este alimento líquido que llamamos sangre, contiene azúcares, grasas, proteínas y otros muchos elementos. Fluye a los pulmones y recoge oxígeno, que transporta junto con el alimento a cada rincón de nuestro cuerpo.

El sistema nervioso es también objeto de admiración. En realidad, hay dos sistemas nerviosos: el motor, por el que mi cerebro controla los movimientos del cuerpo (mi cerebro ordena «andad», y mis pies obedecen y se levantan rítmicamente), y el sensitivo por el que sentimos dolor (ese centinela siempre alerta a las enfermedades y lesiones), y por el que traemos el mundo exterior a nuestro cerebro a través de los órganos de los sentidos, vista, olfato, oído, gusto y tacto.

A su vez, estos órganos son un nuevo prodigio de diseño y precisión. De nuevo los científicos -el anatomista, el biólogo, el oculista- podrán decirnos cómo operan, pero ni el más dotado de ellos podrá jamás construir un ojo, hacer un oído o reproducir una simple papila del gusto.

La letanía de las maravillas de nuestro cuerpo podría prolongarse indefinidamente; aquí sólo mencionamos algunas de pasada. Si alguien -pudiera hacer un recorrido turístico de su propio cuerpo, el guía le podría señalar más maravillas que admirar que hay en todos los centros de atracción turística del mundo juntos.

Y nuestro cuerpo es sólo la mitad del hombre, y, con mucho, la mitad menos valiosa. Pero es un don que hay que apreciar, un don que hemos de agradecer, la ,habitación idónea para el alma espiritual que es la que le da vida, poder y sentido.

Como los animales, el hombre tiene cuerpo, pero es más que un animal. Como los ángeles, el hombre tiene un espíritu inmortal, pero es menos que un ángel. En el hombre se encuentran el mundo de la materia y el del espíritu. Alma y cuerpo se funden en una sustancia completa que es el ente humano.

El cuerpo y el alma no se unen de modo circunstancial. El cuerpo no es un instrumento del alma, algo así como un coche para su conductor. El alma y el cuerpo han sido hechos la una para el otro. Se funden, se compenetran tan íntimamente que, al menos en esta vida, una parte no puede ser sin la otra.

Si soldamos un pedazo de cinc a un trozo de cobre, tendremos un pedazo de metal. Esta unión sería la que llamamos «accidental». No resultaría una sustancia nueva. Saltaría a la vista que era un trozo de cinc pegado a otro de cobre. Pero si el cobre y el cinc se funden y mezclan, saldrá una nueva sustancia que llamamos latón. El latón no es ya cinc o cobre, es una sustancia nueva compuesta de ambos. De modo parecido (ningún ejemplo es perfecto) el cuerpo y el alma se unen en una sustancia que llamamos hombre.

Lo íntimo de esta unión resulta evidente por la manera en que se interactúan. Si me corto en un dedo, no es sólo mi cuerpo el que sufre: también mi alma. Todo mi yo siente el dolor. Y si es mi alma la afligida con preocupaciones, esto repercute en mi cuerpo, en el que pueden producirse úlceras y otros desarreglos. Si el miedo o la ira sacuden mi alma, el cuerpo refleja la emoción, palidece o se ruboriza y el corazón late más aprisa; de muchas maneras distintas el cuerpo participa de las emociones del alma.

No hay que menospreciar al cuerpo humano como mero accesorio del alma, pero, al mismo tiempo, debemos reconocer que la parte más importante de la persona completa es el alma. El alma es la parte inmortal, y es esa inmortalidad del alma la que liberará al cuerpo de la muerte que le es propia.

Esta maravillosa obra del poder y la sabiduría de Dios que es nuestro cuerpo, en el que millones de minúsculas células forman diversos órganos, todos juntos trabajando en armonía prodigiosa para el bien de todo el cuerpo, puede darnos una pálida idea de lo magnífica que debe ser la obra del ingenio divino que es nuestra alma. Sabemos que es un espíritu. Al hablar de la naturaleza de Dios expusimos la naturaleza de los seres espirituales.

Un espíritu, veíamos, es un ser inteligente y consciente que no sólo es invisible (como el aire), sino que es absolutamente inmaterial, es decir, que no está hecho de materia. Un espíritu no tiene moléculas, ni hay átomos en el alma.

Tampoco se puede medir; un espíritu no tiene longitud, anchura o profundidad. Tampoco peso. Por esta razón el alma entera puede estar en todas y cada una de las partes del cuerpo al mismo tiempo; no está una parte en la cabeza, otra en la mano y otra en el pie.

Si nos cortan un brazo o una pierna en un accidente u operación quirúrgica, no perdemos una parte del alma. Simple. mente, nuestra alma ya no está en lo que no es más que una parte de mi cuerpo vivo. Y al fin, cuando nuestro cuerpo esté tan decaído por la enfermedad o las lesiones que no pueda continuar su función, el alma lo deja y se nos declara muertos. Pero el alma no muere. Al ser absolutamente inmaterial (lo que los filósofos llaman una «sustancia simple»), nada hay en ella que pueda ser destruido o dañado. Al no constar de partes, no tiene elementos básicos en que poder disgregarse, no tiene modo de poder descomponerse o dejar de ser lo que es.

No sin fundamento decimos que Dios nos ha hecho a su imagen y semejanza. Mientras nuestro cuerpo, como todas sus obras, refleja el poder y la sabiduría divinos, nuestra alma es un retrato del Hacedor de modo especialísimo. Es un retrato en miniatura y bastante imperfecto. Pero ese espíritu que nos da vida y entidad es imagen del Espíritu infinitamente perfecto que es Dios. El poder de nuestra inteligencia, por el que conocemos y comprendemos verdades, razonamos y deducimos nuevas verdades y hacemos juicios sobre el bien y el mal, refleja al Dios que todo lo sabe y todo lo conoce. El poder de nuestra libre voluntad por la que deliberadamente decidimos hacer una cosa o no, es una semejanza de la libertad infinita que Dios posee; y, por supuesto, nuestra inmortalidad es un destello de la inmortalidad absoluta de Dios.

Como la vida íntima de Dios consiste en conocerse a Sí mismo (Dios Hijo) y amarse a Sí mismo (Dios Espíritu Santo), tanto más nos acercamos a la divina Imagen cuanto más utilizamos nuestra inteligencia en conocer a Dios -por la razón y la gracia de la fe ahora, y por la «luz de gloria» en la eternidad-; y nuestra voluntad libre para amar al Dador de esa libertad.

¿Cómo nos hizo Dios? Todos los hombres descienden de un hombre y de una mujer. Adán y Eva fueron los primeros padres de toda la humanidad. No hay en la Sagrada Escritura verdad más claramente enseñada que ésta. El libro del Génesis establece conclusivamente nuestra común descendencia de esa única pareja.

¿Qué pasa entonces con la teoría de la evolución en su formulación más extrema: que la humanidad evolucionó de una forma de vida animal inferior, de algún tipo de mono? No es esta la ocasión para un examen detallado de la teoría de la evolución, la teoría que establece que todo lo que existe -el mundo y lo que contiene- ha evolucionado de una masa informe de materia primigenia. En lo que concierne al mundo mismo, el mundo de minerales, rocas y materia inerte, hay sólida evidencia científica de que sufrió un proceso lento y gradual, que se extendió durante un período muy largo de tiempo.

No hay nada contrario a la Biblia o la fe en esa teoría. Si Dios escogió formar el mundo creando originalmente una masa de átomos y estableciendo al mismo tiempo las leyes naturales por las que, paso a paso, evolucionaría hasta hacerse el universo como hoy lo conocemos, pudo muy bien hacerlo así. Seguiría siendo el Creador de todas las cosas.

Además, un desenvolvimiento gradual de su plan, actuado por causas segundas, reflejaría mejor su poder creador que si hubiera hecho el universo que conocemos en un instante. El fabricante que hace sus productos enseñando a supervisores y capataces, muestra mejor sus talentos que el patrón que tiene que atender personalmente cada paso del proceso.

A esta fase del proceso creativo, al desarrollo de la materia inerte, se llama «evolución inorgánica». Si aplicamos la misma teoría a la materia viviente, tenemos la llamada teoría de la «evolución orgánica». Pero el cuadro aquí no está tan claro ni mucho menos; la evidencia se presenta llena de huecos y la teoría necesita más pruebas científicas. Esta teoría propugna que la vida que conocemos hoy, incluso la del cuerpo humano, ha evolucionado por largas eras desde ciertas formas simples de células vivas a plantas y peces, de aves y reptiles al hombre.

La teoría de la evolución orgánica está muy lejos de ser probada científicamente. Hay buenos libros que podrán proporcionar al lector interesado un examen equilibrado de toda esta cuestión (*). Pero para nuestro propósito basta señalar que la exhaustiva investigación científica no ha podido hallar los restos de la criatura que estaría a medio camino entre el hombre y el mono. Los evolucionistas orgánicos basan mucho su doctrina en las similitudes entre el cuerpo de los simios y el del hombre, pero un juicio realmente imparcial nos hará ver que las diferencias son tan grandes como las semejanzas.

Y la búsqueda del «eslabón perdido» continúa. De vez en cuando se descubren unos huesos antiguos en cuevas y excavaciones. Por un rato hay gran excitación, pero luego se ve que aquellos huesos eran o claramente humanos o claramente de mono. Tenemos «el hombre de Pekín», «el hombre mono de Java», «el hombre de Foxhall» y una colección más. Pero estas criaturas, un poquito más que los monos y un poquito menos que el hombre, están aún por desenterrar.

Pero, al final, nuestro interés es relativo. En lo que concierne a la fe, no importa en absoluto. Dios pudo haber moldeado el cuerpo del hombre por medio de un proceso evolutivo, si así lo quiso. Pudo haber dirigido el desarrollo de una especie determinada de mono hasta que alcanzara el punto de perfección que quería. Dios entonces crearía almas espirituales para un macho y una hembra de esa especie, y tendríamos el primer hombre y la primera mujer, Adán y Eva. Sería igualmente cierto que Dios creó al hombre del barro de la tierra.

Lo que debemos creer y lo que el Génesis enseña sin calificaciones es que el género humano desciende de una pareja original, y que las almas de Adán y Eva (como cada una de las nuestras) fueron directa e inmediatamente creadas por Dios. El alma es espíritu; no puede «evolucionar» de la materia, como tampoco puede heredarse de nuestros padres.

Marido y mujer cooperan con Dios en la formación del cuerpo humano. Pero el alma espiritual que hace de ese cuerpo un ser humano ha de ser creada directamente por Dios, e infundida en el cuerpo embriónico en el seno materno.

(*) En castellano pueden consultarse sobre este tema: Luis ARNALBICH, El origen del mundo y del hombre según la Biblia, Ed. Rialp, Madrid 1972; XAVIER ZUBIRI, El origen del hombre, Ed. Revista de Occidente, Madrid 1964; REMY COLLIN, La evolución: hipótesis y problemas, Ed. Casal i Vall, Andorra 1962; NICOLÁS CORTE, Los orígenes del hombre, Ed. Casal i Vall, Andorra 1959; PmRo LEONAROI, Carlos Darwin y el evolucionismo, Ed. Fax, Madrid, 1961; CLAUDIO TRESMONTAN, Introducción al pensamiento de Teilhard de Chardin, Ed. Taurus, Madrid 1964.

La búsqueda del «eslabón perdido» continuará, y científicos católicos participarán en ella.

Saben que, como toda verdad viene de Dios, no puede haber conflicto entre un dato religioso y otro científico. Mientras tanto, los demás católicos seguiremos imperturbados.

Sea cuál fuere la forma que Dios eligió para hacer nuestro cuerpo, es el alma lo que importa más. Es el alma la que alza del suelo los ojos del animal -de su limitada búsqueda de alimento y sexo, de placer y evitación de dolor-. Es el alma la que alza nuestros ojos a las estrellas para que veamos la belleza, conozcamos la verdad y amemos el bien(*).

A algunas personas les gusta hablar de sus antepasados. Especialmente si en el árbol familiar aparece un noble, un gran estadista o algún personaje de algún modo famoso, les gusta presumir un poco.

Si quisiéramos, cada uno de nosotros se podría jactar de los antepasados de su árbol familiar, Adán y Eva. Al salir de las manos de Dios eran personas espléndidas. Dios no los hizo seres humanos corrientes, sometidos a las ordinarias leyes de la naturaleza, como las del inevitable decaimiento y la muerte final, una muerte a la que seguiría una mera felicidad natural, sin visión beatífica. Tampoco los hizo sujetos a las normales limitaciones de la naturaleza humana, como son la necesidad de adquirir sus conocimientos por estudio e investigación laboriosos, y la de mantener el control del espíritu sobre la carne por una esforzada vigilancia.

Con los dones que Dios confirió a Adán y Eva en el primer instante de su existencia, nuestros primeros padres eran inmensamente ricos. Primero, contaban con los dones que denominamos «preternaturales» para distinguirlos de los «sobrenaturales». Los dones preternaturales son aquellos que no pertenecen por derecho a la naturaleza humana, y, sin embargo, no está enteramente fuera de la capacidad de la naturaleza humana el recibirlos y poseerlos.

Por usar un ejemplo casero sobre un orden inferior de la creación, digamos que si a un caballo se le diera el poder de volar, esa habilidad sería un don preternatural. Volar no es propio de la naturaleza del caballo, pero hay otras criaturas capaces de hacerlo. La palabra «preternatural» significa, pues, «fuera o más allá del curso ordinario de la naturaleza».

(*) En su encíclica Humani Generis el Papa Pío XII nos indica la cautela necesaria en la investigación de estas materias científicas. «El Magisterio de la Iglesia -dice el Papa Pío XII- no prohíbe el que -según el estado actual de las ciencias y de la teología-, en las investigaciones y disputas, entre los hombres más competentes de entrambos campos sea objeto de estudio la doctrina del evolucionismo, en *canto busca el origen del cuerpo humano en una materia viva preexistente -pero la fe católica manda defender que las almas son creadas inmediatamente por Dios-. Pero todo ello ha de hacerse de modo que las razones de una y otra opinión -es decir, la defensora y la contraria al evolucionismo- sean examinadas y juzgadas seria, moderada y templadamente; y con tal que todos se muestren dispuestos a someterse al juicio de la Iglesia, a quien Cristo confirió el encargo de interpretar auténticamente las Sagradas Escrituras y defender los dogmas de la fe.» (Colección de Encíclicas y documentos pontificios, ed. A.C.E., volumen 1, 7 ed., Madrid 1967, pág. 1132).

Pero si a un caballo se le diera el poder de PENSAR y comprender verdades abstractas, eso no sería preternatural; sería, en cierto modo, SOBRENATURAL. Pensar no sólo está más allá de la naturaleza del caballo, sino absoluta y enteramente POR ENCIMA de su naturaleza. Este es exactamente el significado de la palabra «sobrenatural»: algo que está totalmente sobre la naturaleza de la criatura; no sólo de un caballo o un hombre, sino de cualquier criatura.

Quizá ese ejemplo nos ayude un poco a entender las dos clases de don que Dios concedió a Adán y Eva. Primero, tenían los dones preternaturales, entre los que se incluían una sabiduría de un orden inmensamente superior, un conocimiento natural de Dios y del mundo, claro y sin impedimentos, que de otro modo sólo podrían adquirir con una investigación y estudio penosos. Luego, contaban con una elevada fuerza de voluntad y el perfecto control de las pasiones y de los sentidos, que les proporcionaban perfecta tranquilidad interior y ausencia de conflictos personales. En el plano espiritual, estos dos dones preternaturales eran los más importantes con que estaban dotadas su mente y su voluntad.

En el plano físico, sus grandes dádivas fueron la ausencia de dolor y de muerte. Tal como Dios había creado a Adán y Eva, éstos habrían vivido en la tierra el tiempo asignado, libres de dolor y sufrimiento, que de otro modo eran inevitables a un cuerpo físico en un mundo físico. Cuando hubieran acabado sus años de vida temporal, habrían entrado en la vida eterna en cuerpo y alma, sin experimentar la tremenda separación de 'alma y cuerpo que llamamos muerte.

Pero un don mayor que los preternaturales era el sobrenatural que Dios confirió a Adán y Eva. Nada menos que la participación de su propia naturaleza divina. De una manera maravillosa que no podremos comprender del todo hasta que contemplemos a Dios en el cielo, permitió que su amor (que es el Espíritu Santo) fluyera y llenara las almas de Adán y Eva. Es, por supuesto, un ejemplo muy inadecuado, pero me gusta imaginar este flujo del amor de Dios al alma como el de la sangre en una transfusión. Así como el paciente se une a la sangre del donante por el flujo de ésta, las almas de Adán y Eva estaban unidas a Dios por el flujo de su amor.

La nueva clase de vida que, como resultado de su unión con Dios, poseían Adán y Eva es la vida sobrenatural que llamamos «gracia santificante». Más adelante la trataremos con más extensión, pues desempeña una función en nuestra vida espiritual de importancia absoluta.

Pero ya nos resulta fácil deducir que si Dios se dignó hacer partícipe a nuestra alma de su propia vida en esta tierra temporal, es porque quiere también que participe de su vida divina eternamente en el cielo.

Como consecuencia del don de la gracia santificante, Adán y Eva ya no estaban destinados a una felicidad meramente natural, o sea a una felicidad basada en el simple conocimiento natural de Dios, a quien seguirían sin ver. En cambio, con la gracia santificante, Adán y Eva podrían conocer a Dios tal como es, cara a cara, una vez terminaran su vida en la tierra. Y al verle cara a cara le amarían con un éxtasis de amor de tal intensidad que nunca el hombre hubiera podido aspirar a él por propia naturaleza.

Y ésta es la clase de antepasados que tú y yo hemos tenido. Así es como Dios había hecho a Adán y Eva.

¿Qué es el pecado original? Un buen padre no se contenta cumpliendo sólo los deberes esenciales hacia sus hijos. No le basta con alimentarles, vestirles y darles el mínimo de educación que la ley prescribe.

Un padre amante tratará además de darles todo lo que pueda contribuir a su bienestar y formación; les dará todo lo que sus posibilidades le permitan.

Así Dios. No se contentó simplemente con dar a su criatura, el hombre, los dones que le son propios por naturaleza. No le bastó dotarle con un cuerpo, por maravilloso que sea su diseño; y un alma, por prodigiosamente dotada que esté por su inteligencia y libre voluntad. Dios fue mucho más allá y dio a Adán y Eva los dones preternaturales que le libraban del sufrimiento y de la muerte, y el don sobrenatural de la gracia santificante. En el plan original de Dios, si así podemos llamarlo, estos dones hubieran pasado de Adán a sus descendientes, y tú y yo los podríamos estar gozando hoy.

Para confirmarlos y asegurarlos a su posteridad, sólo una cosa requirió de Adán: que, por un acto de libre elección, diera irrevocablemente su amor a Dios. Para este fin creó Dios a los hombres, para que con su amor le dieran gloria. Y, en un sentido, este amor a Dios era el sello que aseguraría su destino sobrenatural de unirse a Dios cara a cara en el cielo.

Pertenece a la naturaleza del amor auténtico la entrega completa de uno mismo al amado. En esta vida sólo hay un medio de probar el amor a Dios, que es hacer su voluntad, obedecerle. Por esta razón dio Dios a Adán y Eva un mandato, un único mandato: que no comieran del fruto de cierto árbol. Lo más probable es que no fuera distinto (excepto en sus efectos) de cualquier otro fruto de los que Adán y Eva podían coger. Pero debía haber un mandamiento para que pudiera haber un acto de obediencia; y debía haber un acto de obediencia para que pudiera haber una prueba de amor: la elección libre y deliberada de Dios en preferencia a uno mismo.

Sabemos lo que pasó. Adán y Eva fallaron la prueba. Cometieron el primer pecado, es decir, el pecado original. Y este pecado no fue simplemente una desobediencia. Su pecado fue -como el de los ángeles caídos- un pecado de soberbia. El tentador les susurró al oído que si comían de ese fruto, serían tan grandes como Dios, serían dioses.

Sí, sabemos que Adán y Eva pecaron. Pero convencernos de la enormidad de su pecado nos resulta más difícil. Hoy vemos ese pecado como algo que, teniendo en cuenta la ignorancia y debilidad humanas, resulta hasta cierto punto inevitable. El pecado es algo lamentable, sí, pero no sorprendente. Tendemos a olvidarnos de que, antes de la caída, no había ignorancia o debilidad. Adán y Eva pecaron con total claridad de mente y absoluto dominio de las pasiones por la razón. No había circunstancias eximentes. No hay excusa alguna. Adán y Eva se escogieron a sí mismos en lugar de Dios con los ojos bien abiertos, podríamos decir.

Y, al pecar, derribaron el templo de la creación sobre sus cabezas. En un instante perdieron todos los dones especiales que Dios les había concedido: la elevada sabiduría, el señorío perfecto de sí mismos, su exención de enfermedades y muerte y, sobre todo, el lazo de unión íntima con Dios que es la gracia santificante.

Quedaron reducidos al mínimo esencial que les pertenecía por su naturaleza humana.

Lo trágico es que no fue un pecado sólo de Adán. Al estar todos potencialmente presentes en nuestro padre común Adán, todos sufrimos el pecado. Por decreto divino, él era el embajador plenipotenciario del género humano entero. Lo que Adán hizo, todos lo hicimos. Tuvo la oportunidad de ponernos a nosotros, su familia, en un camino fácil.

Rehusó hacerlo, y todos sufrimos las consecuencias. Porque nuestra naturaleza humana perdió la gracia en su mismo origen, decimos que nacemos «en estado de pecado original».

Cuando era niño y oí hablar por primera vez de «la mancha del pecado original», mi mente infantil imaginaba ese pecado como un gran borrón negro en el alma. Había visto muchas manchas en manteles, ropa y cuadernos; manchas de café, moras o tinta, así que me resultaba fácil imaginar un feo manchón negro en una bonita alma blanca.

Al crecer, aprendí (como todos) que la palabra «mancha» aplicada al pecado original es una simple metáfora. Dejando aparte el hecho de que un espíritu no puede mancharse, comprendí que nuestra herencia del pecado original no es algo que esté «sobre» el alma o «dentro» de ella. Por el contrario, es la carencia de algo que debía estar allí, de la vida sobrenatural que llamamos gracia santificante.

En otras palabras, el pecado original no es una cosa, es la falta de algo, como la oscuridad es falta de luz.

No podemos poner un trozo de oscuridad en un frasco y meterlo en casa para verlo bien bajo la luz. La oscuridad no tiene entidad propia; es, simplemente, la ausencia de luz.

Cuando el sol sale, desaparece la oscuridad de la noche.

De modo parecido, cuando decimos que «nacemos en estado de pecado original» queremos decir que, al nacer, nuestra alma está espiritualmente a oscuras, es un alma inerte en lo que se refiere a la vida sobrenatural. Cuando somos bautizados, la luz del amor de Dios se vierte en ella a raudales, y nuestra alma se vuelve radiante y hermosa, vibrantemente viva con la vida sobrenatural que procede de nuestra unión con Dios y su inhabitación en nuestra alma, esa vida que llamamos gracia santificarte.

Aunque el bautismo nos devuelve el mayor de los dones que Dios dio a Adán, el don sobrenatural de la gracia santificante, no restaura los dones preternaturales, como es librarnos del sufrimiento y la muerte. Están perdidos para siempre en esta vida. Pero eso no debe inquietarnos. Más bien debemos alegrarnos al considerar que Dios nos devolvió el don que realmente importa, el gran don de la vida sobrenatural.

Si su justicia infinita no se equilibrara con su misericordia infinita, después del pecado de Adán Dios hubiera podido decir fácilmente: «Me lavo las manos del género humano.

Tuvisteis vuestra oportunidad. ¡Ahora, apañaos como podáis!».

Alguna vez me han hecho esta pregunta: «¿Por qué tengo yo que sufrir por lo que hizo Adán? Si yo no he cometido el pecado original, ¿por qué tengo que ser castigado por él?».

Basta un momento de reflexión, y la pregunta se responde sola. Ninguno hemos perdido algo a lo que tuviéramos derecho. Esos dones sobrenaturales y preternaturales que Dios confirió a Adán no son unas cualidades que nos fueran debidas por naturaleza. Eran dones muy por encima de lo que nos es propio, eran unos regalos de Dios que Adán podía habernos transmitido si hubiera hecho el acto de amor, pero en ellos no hay nada que podamos reclamar en derecho.

Si antes de nacer yo, un hombre rico hubiera ofrecido a mi padre un millón de dólares a cambio de un trabajillo, y mi padre hubiera rehusado la oferta, en verdad yo no podría culpar al millonario de mi pobreza. La culpa sería de mi padre, no del millonario.

Del mismo modo, si vengo a este mundo desposeído de los bienes que Adán podría haberme ganado tan fácilmente, no puedo culpar a Dios por el fallo de Adán. Al contrario, tengo que bendecir su misericordia infinita porque, a pesar de todo, restauró en mí el mayor de sus dones por los méritos de su Hijo Jesucristo.

De Adán para acá un solo ser humano (sin contar a Cristo) poseyó una naturaleza humana perfectamente reglada: la Santísima Virgen María. Al ser María destinada a ser la Madre del Hijo de Dios, y porque repugna que Dios tenga contacto, por indirecto que sea, con el pecado, fue preservada DESDE EL PRIMER INSTANTE DE SU EXISTENCIA de la oscuridad espiritual del pecado original.

Desde el primer momento de su concepción en el seno de Ana, María estuvo en unión con Dios, su alma se llenó de su amor: tuvo el estado de gracia santificante. Llamamos a este privilegio exclusivo de María, primer paso en nuestra redención, la Inmaculada Concepción de María.

Y después de Adán, ¿qué? Una vez, un hombre paseaba por una cantera abandonada. Distraído, se acercó demasiado al borde del pozo, y cayó de cabeza en el agua del fondo. Trató de salir, pero las paredes eran tan lisas y verticales que no podía encontrar donde apoyar mano o pie.

Era buen nadador, pero igual se habría ahogado por cansancio, si un transeúnte no le hubiera visto en apuros y le hubiera rescatado con una cuerda. Ya fuera, se sentó para vaciar de agua sus zapatos mientras filosofaba un poco: «Es sorprendente lo imposible que me era salir de allí y lo poco que me costó entrar».

La historieta ilustra bastante bien la desgraciada condición de la humanidad después de Adán. Sabemos que cuanto mayor es la dignidad de una persona, más seria es la injuria que contra ella se cometa. Si alguien arroja un tomate podrido a su vecino, seguramente no sufrirá más consecuencias que un ojo morado. Pero si se lo arroja al Presidente de los Estados Unidos, los del F. B. I. lo rodearían en un instante y ese hombre no iría a cenar a casa durante una larga temporada.

Está claro, pues, que la gravedad de una ofensa depende hasta cierto punto de la dignidad del ofendido. Al ser la dignidad de Dios -el Ser infinitamente perfecto- ilimitada, cualquier ofensa contra El tendrá malicia infinita, será un mal sin medida.

A causa de esto, el pecado de Adán dejó a la humanidad en una situación parecida a la del hombre en el pozo. Allí, en el fondo, estábamos, sin posibilidades de salir por nuestros propios medios. Todo lo que el hombre puede hacer, tiene un valor finito y mensurable. Si el mayor de los santos diera su vida en reparación por el pecado, el valor de su sacrificio seguiría siendo limitado.

También está claro que si todos los componentes del género humano, desde Adán hasta el último hombre sobre la tierra, ofrecieran su vida como pago de la deuda contraída con Dios por la humanidad, el pago sería insuficiente. Está fuera del alcance del hombre hacer algo de valor infinito.

Nuestro destino tras el pecado de Adán hubiera sido irremisible si nadie hubiera venido a lanzarnos una cuerda; Dios mismo tuvo que resolver el dilema. El dilema era que siendo sólo Dios infinito, sólo El era capaz del acto de reparación por la infinita malicia del pecado. Pero quien tratara de pagar por el pecado del hombre debía ser humano si realmente tenía que cargar con nuestros pecados, si de verdad iba a ser nuestro representante.

La solución de Dios nos es ya una vieja historia, sin resultar nunca una historia trillada o cansada. El hombre de fe nunca termina de asombrarse ante el infinito amor y la infinita misericordia que Dios nos ha mostrado, decretando desde toda la eternidad que su propio Hijo Divino viniera a este mundo asumiendo una naturaleza humana como la nuestra para pagar el precio por nuestros pecados.

El Redentor, al ser verdadero hombre como nosotros, podía representarnos y actuar realmente por nosotros. Al ser también verdadero Dios, la más insignificante de sus acciones tendría un valor infinito, suficiente para reparar todos los pecados cometidos o que se cometerán.

Al inicio mismo de la historia del hombre, cuando Dios expulsó a Adán y Eva del Jardín del Edén, dijo a Satanás: «Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya; ella te aplastará la cabeza, y tú en vano te revolverás contra su calcañar».

Muchos siglos tuvieron que transcurrir hasta que la descendencia de María, Jesucristo, aplastara la cabeza de la serpiente. Pero el rayo de esperanza de la promesa, como una luz lejana en las tinieblas, brillaría constantemente.

Cuando pecó Adán y Cristo, el segundo Adán, reparó su pecado, no acabó la historia. La muerte de Cristo en la Cruz no implica que, en adelante, el hombre sería necesariamente bueno. La satisfacción de Cristo no arrebata la libertad de la voluntad humana. Si hemos de poder probar nuestro amor a Dios por la obediencia, tenemos que conservar la libertad de elección que esa obediencia requiere.

Además del pecado original, bajo cuya sombra todos nacemos, hemos de enfrentarnos con otra clase de pecado: el que nosotros mismos cometemos. Este pecado, que no heredamos de Adán, sino que es nuestro, se llama «actual». El pecado actual puede ser mortal o venial, según su grado de malicia.

Sabemos que hay grados de gravedad en la desobediencia. Un hijo que desobedece a sus padres en pequeñeces o comete con ellos indelicadezas, no es que carezca necesariamente de amor a ellos. Su amor puede ser menos perfecto, pero existe. Sin embargo, si este hijo les desobedeciera deliberadamente en asuntos de grave importancia, en cosas que les hirieran y apenaran gravemente, habría buenos motivos para concluir que no les ama. O, por lo menos, sacaríamos la conclusión de que se ama a sí mismo más que a ellos.

Lo mismo ocurre en nuestras relaciones con Dios. Si le desobedecemos en materias de menor importancia, esto no implica necesariamente que neguemos a Dios en nuestro amor. Tal acto de desobediencia en que la materia no es grave, es el pecado venial. Por ejemplo, si decimos una mentira que no daña a nadie: «¿Dónde estuviste anoche?». «En el cine», cuando en realidad me quedé en casa viendo la televisión, sería un pecado venial.

Incluso en materia grave mi pecado puede ser venial por ignorancia o falta de consentimiento pleno.

Por ejemplo, es pecado mortal mentir bajo juramento. Pero si yo pienso que el perjurio es pecado venial, y lo cometo, para mí sería pecado venial. O si jurara falsamente porque el interrogador me cogió por sorpresa y me sobresaltó (falta de reflexión suficiente), o porque el miedo a las consecuencias disminuyó mi libertad de elección (falta de consentimiento pleno), también sería pecado venial.

En todos estos casos podemos ver que falta la malicia de un rechazo de Dios consciente y deliberado. En ninguno resulta evidente la ausencia de amor a Dios.

Estos pecados se llaman «veniales» del latín «venia», que significa «perdón». Dios perdona prontamente los pecados veniales aun sin el sacramento de la Penitencia; un sincero acto de contrición y propósito de enmienda bastan para su perdón.

Pero esto no implica que el pecado venial sea de poca importancia. Cualquier pecado es, al menos, un fallo parcial en el amor, un acto de ingratitud hacia Dios, que tanto nos ama.

En toda la creación no hay mal mayor que un pecado venial, a excepción del pecado mortal. El pecado venial no es, de ningún modo, una debilidad inocua. Cada uno de ellos trae un castigo aquí o en el purgatorio. Cada pecado venial disminuye un poco el amor a Dios en nuestro corazón y debilita nuestra resistencia a las tentaciones.

Por numerosos que sean los pecados veniales, la simple multiplicación de los mismos, aun cuando sean muchos, nunca acaban sumando un pecado mortal, porque el número no cambia la especie del pecado, aunque por acumulación de materia de muchos pecados veniales sí podría llegar a ser mortal; en cualquier caso, su descuido habitual abre la puerta a éste. Si vamos diciendo «sí» a pequeñas infidelidades, acabaremos diciendo «sí» a la tentación grande cuando ésta se presente. Para' el que ame a Dios sinceramente, su propósito habitual será evitar todo pecado deliberado, sea éste venial o mortal.

También es conveniente señalar que igual que un pecado objetivamente mortal puede ser venial subjetivamente, debido a especiales condiciones de ignorancia o falta de plena advertencia, un pecado que, a primera vista, parece venial, puede hacerse mortal en circunstancias especiales.

Por ejemplo, si creo que es pecado mortal robar unas pocas pesetas, y a pesar de ello las robo, para mí será un pecado mortal. O si esta pequeña cantidad se la quito a un ciego vendedor de periódicos, corriendo el riesgo de atraer mala fama para mí o mi familia, esta potencialidad de mal que tiene mi acto lo hace pecado mortal. O si continúo robando pocas cantidades hasta hacerse una suma considerable, digamos cinco mil pesetas, mi pecado sería mortal.

Pero si nuestro deseo y nuestra intención es obedecer en todo a Dios, no tenemos por qué preocuparnos de estas cosas.

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