martes, 4 de febrero de 2014

I. NATURALEZA, ORIGEN, PROGRESO DE LA LITURGIA


A) culto público
 El deber fundamental del hombre es, sin duda alguna, el de orientar hacia Dios su persona y su propia vida. A El, en efecto, debemos principalmente unirnos como a indefectible principio, a quien igualmente ha de dirigirse siempre nuestra libre elección como a último fin, que por nuestra negligencia perdemos al pecar, y que debemos reconquistar por la fe creyendo en El. Ahora bien; el hombre se vuelve ordenadamente a Dios cuando reconoce su majestad suprema y su magisterio sumo, cuando acepta con sumisión las verdades divinamente reveladas, cuando observa religiosamente sus leyes, cuando hace converger hacia El toda su actividad, cuando -para decirlo en breve- da, mediante la virtud de la religión, el debido culto al único y verdadero Dios.

Este es un deber que obliga ante todo a cada uno en particular; pero es también un deber colectivo de toda la comunidad humana, ordenada con recíprocos vínculos sociales, ya que también ella depende de la suprema autoridad de Dios.

Nótese, además, que éste es un deber particular de los hombres en cuanto elevados por Dios al orden sobrenatural. Por ello, si consideramos a Dios como autor de la antigua Ley, vemos que también proclama preceptos rituales y determina cuidadosamente las normas que el pueblo debe observar al tributarle el legítimo culto. Y así, estableció diversos sacrificios y designó las ceremonias con que se debían ejecutar; determinó claramente lo que se refería al Arca de la Alianza, al Templo y a los días festivos; señaló la tribu sacerdotal y el sumo sacerdote; indicó y describió las vestiduras que habían de usar los ministros sagrados y todo lo demás relacionado con el culto divino.

Este culto, por lo demás, no era otra cosa sino la sombra del que en el Nuevo Testamento había de tributar el Sumo Sacerdote al Padre Celestial.

Efectivamente; apenas el Verbo se hizo carne se manifestó al mundo dotado de la dignidad sacerdotal, haciendo un acto de sumisión al Eterno Padre, que había de durar todo el tiempo de su vida: al entrar en el mundo, dice... Heme aquí que vengo... para cumplir, ¡oh Dios!, tu voluntad!, acto que llevó a efecto de modo admirable en el sacrificio cruento de la Cruz: Por esta voluntad, pues, somos santificados por la oblación del Cuerpo de Jesucristo hecha una vez sola. Toda su actividad entre los hombres no tiene otro fin. Niño, es presentado en el Templo al Señor; adolescente, vuelve otra vez al lugar sagrado; más tarde, acude allí frecuentemente para instruir al pueblo y para orar. Antes de iniciar el ministerio público ayuna durante cuarenta días, y con su consejo y su ejemplo exhorta a todos a orar día y noche. Como maestro de verdad alumbra a todo hombre, para que los mortales reconozcan, como deben, al Dios inmortal y no deserten para perderse, sino que sean fieles para salvar su alma. En cuanto Pastor gobierna su grey, la conduce a los pastos de vida y le da una ley que observar, a fin de que ninguno se separe de El y del camino recto que El ha trazado, sino que todos vivan santamente bajo su influjo y su acción. En la última Cena, con solemne rito y preparación, celebra la nueva Pascua y provee a su continuación mediante la institución divina de la Eucaristía; al día siguiente, elevado entre el cielo y la tierra, ofrece el salvador Sacrificio de su vida, y de su pecho atravesado hace brotar en cierto modo los Sacramentos que distribuyen a las almas los tesoros de la Redención. Al hacerlo así, tiene como único fin la gloria del Padre y la santificación cada vez mayor del hombre.

Luego, al entrar en la sede de la eterna felicidad, quiere que el culto, instituido y tributado por El durante su vida terrena, continúe sin interrupción ninguna. Porque no ha dejado huérfano al género humano, sino que así como lo asiste siempre con su continuo y poderoso patrocinio, haciéndose en el cielo nuestro abogado ante el Padre, así también lo ayuda mediante su Iglesia, en la cual está indefectiblemente presente en el transcurso de los siglos, Iglesia que El ha constituido columna de la verdad y dispensadora de la gracia, y que con el sacrificio de la Cruz fundó, consagró y confirmó eternamente.
 La Iglesia, por consiguiente, tiene de común con el Verbo Encarnado el fin, la obligación y la función de enseñar a todos la verdad, regir y gobernar a los hombres, ofrecer a Dios el Sacrificio aceptable y grato, y restablecer así entre el Creador y la criatura aquella unión y armonía que el Apóstol de las Gentes indica claramente con estas palabras: Así que ya no sois extraños ni advenedizos; sino conciudadanos de los Santos y domésticos de Dios: pues estáis edificados sobre el fundamento de los Apóstoles y Profetas, y unidos en Jesucristo, el cual es la principal piedra angular de la nueva Jerusalén: sobre quien, trabado todo el edificio, se alza para ser un templo santo del Señor; por él entráis también vosotros a ser parte de la estructura de este edificio, para llegar a ser morada de Dios, por medio del Espíritu Santo. Por eso la sociedad fundada por el Divino Redentor no tiene otro fin, ni con su doctrina y su gobierno, ni con el Sacrificio y los Sacramentos instituidos por El, ni finalmente con el ministerio que le ha confiado, con sus oraciones y su sangre, sino crecer y dilatarse cada vez más; y esto sucede cuando Cristo está como edificado y dilatado en las almas de los mortales, y cuando, a su vez, las almas de los mortales están como edificadas y dilatadas en Cristo, de manera que en este destierro terrenal se amplíe el templo donde la Divina Majestad recibe el culto grato y legítimo. Por lo tanto, en toda acción litúrgica, juntamente con la Iglesia, está presente su Divino Fundador: Jesucristo está presente en el augusto Sacrificio del altar, ya en la persona de su ministro, ya, principalmente, bajo las especies eucarísticas; está presente en los Sacramentos con la virtud que transfunde en ellos, para que sean instrumentos eficaces de santidad; está presente, finalmente, en las alabanzas y en las súplicas dirigidas a Dios, como está escrito: Donde dos o tres se hallan congregados en mi nombre, allí me hallo yo en medio de ellos. La Sagrada Liturgia es, por consiguiente, el culto público que nuestro Redentor tributa al Padre como Cabeza de la Iglesia, y el que la sociedad de los fieles tributa a su Fundador y, por medio de El, al Eterno Padre: es, diciéndolo brevemente, el completo culto público del Cuerpo Místico de Jesucristo, es decir, de la Cabeza y de sus miembros.

 La acción litúrgica tiene principio con la misma fundación de la Iglesia. En efecto, los primeros cristianos perseveraban todos en oír las instrucciones de los Apóstoles y en la comunicación de la fracción del pan y en la oración. Dondequiera que los Pastores pueden reunir un núcleo de fieles, erigen un altar, sobre el que ofrecen el Sacrificio; y en torno a él se disponen otros ritos acomodados a la santificación de los hombres y a la glorificación de Dios. Entre estos ritos están, en primer lugar, los Sacramentos, o sea, las siete principales fuentes de salvación; después, la celebración de las alabanzas divinas, con las que los fieles, reunidos también, obedecen a las exhortaciones del Apóstol: Con toda sabiduría enseñándoos y animándoos unos a otros con salmos, con himnos y cánticos espirituales, cantando de corazón, bajo la gracia, a Dios; después, la lectura de la Ley, de los Profetas, del Evangelio y de las Cartas Apostólicas, y finalmente la homilía, con la cual el Presidente de la Asamblea recuerda y comenta útilmente los preceptos del Divino Maestro, los acontecimientos principales de su vida, y amonesta a todos los presentes con oportunas exhortaciones y ejemplo.

El culto se organiza y se desarrolla según las circunstancias y las necesidades de los cristianos, se enriquece con nuevos ritos, ceremonias y fórmulas, siempre con la misma intención: o sea, para que por estos signos nos estimulemos..., conozcamos el progreso por nosotros realizado y nos sintamos impulsados a aumentarlo con mayor vigor, ya que el efecto es más digno si es más ardiente el afecto que lo precede. Así el alma se eleva más y mejor hacia Dios; así el sacerdocio de Jesucristo se mantiene siempre activo en la sucesión de los tiempos, ya que la Liturgia no es sino el ejercicio de este sacerdocio. Lo mismo que su Cabeza divina, también la Iglesia asiste continuamente a sus hijos, los ayuda y los exhorta a la santidad, para que, adornados con esta dignidad sobrenatural, puedan un día volver al Padre que está en los cielos. Ella regenera dando vida celestial a los nacidos a la vida terrenal, los fortifica con el Espíritu Santo para la lucha contra el enemigo implacable; llama a los cristianos en torno a los altares, y con insistentes invitaciones les anima a celebrar y tomar parte en el Sacrificio Eucarístico, y los nutre con el pan de los Angeles, para que estén cada vez más fuertes; purifica y consuela a los que el pecado hirió y manchó; consagra con rito legítimo a los que por divina vocación son llamados al ministerio sacerdotal; da nuevo vigor al casto matrimonio de los destinados a fundar y constituir la familia cristiana; y, después de haberlos confortado y restaurado con el Viático Eucarístico y la Sagrada Unción en sus últimas horas de vida terrenal, acompaña al sepulcro con suma piedad los despojos de sus hijos, los sepulta religiosamente, los protege al amparo de la Cruz, para que puedan un día resurgir triunfantes de la muerte; bendice con particular solemnidad a cuantos dedican su vida al servicio divino, para lograr la perfección religiosa; y extiende su mano en socorro de las almas que en las llamas del purgatorio imploran oraciones y sufragios, para conducirlas finalmente a la eterna y feliz bienaventuranza.




B) culto interno y externo

Todo el conjunto del culto que la Iglesia tributa a Dios debe ser interno y externo. Es externo porque lo pide la naturaleza del hombre compuesto de alma y de cuerpo; porque Dios ha dispuesto que conociéndole por medio de las cosas visibles, seamos llevados al amor de las cosas invisibles; porque todo lo que sale del alma se expresa naturalmente por los sentidos; además, porque el culto divino pertenece, no sólo al individuo, sino también a la colectividad humana, y, por consiguiente, es necesario que sea social, lo cual es imposible, en el ámbito religioso, sin vínculos y manifestaciones exteriores; y, finalmente, porque es un medio que pone particularmente de relieve la unidad del Cuerpo Místico, acrecienta sus santos entusiasmos, consolida sus fuerzas e intensifica su acción; aunque, en efecto, las ceremonias no contengan en sí ninguna perfección y santidad, sin embargo, son actos externos de religión que, como signos, estimulan el alma a la veneración de las cosas sagradas, elevan la mente a las realidades sobrenaturales, nutren la piedad, fomentan la caridad, acrecientan la fe, robustecen la devoción, instruyen a los sencillos, adornan el culto de Dios, conservan la religión y distinguen a los verdaderos cristianos de los falsos y de los heterodoxos.

Pero el elemento esencial del culto tiene que ser el interno; efectivamente, es necesario vivir en Cristo, consagrarse completamente a El, para que en El, con El y por El se de gloria al Padre. La Sagrada Liturgia requiere que estos dos elementos estén íntimamente unidos; y no se cansa de repetirlo, cada vez que prescribe un acto de culto externo. Así, por ejemplo, a propósito del ayuno nos exhorta: Para que nuestra abstinencia obre en lo interior lo que exteriormente profesa. De otra suerte, la religión se convierte en un formalismo sin fundamento y sin contenido. Vosotros sabéis, Venerables Hermanos, que el Divino Maestro estima indignos del sagrado templo y arroja de él a quienes creen honrar a Dios sólo con el sonido de frases bien hechas y con posturas teatrales, y están persuadidos de poder muy bien mirar por su salvación eterna sin desarraigar del alma los vicios inveterados. La Iglesia, por consiguiente, quiere que todos los fieles se postren a los pies del Redentor para profesarle su amor y su veneración; quiere que las muchedumbres, como los niños que salieron, con alegres aclamaciones, al encuentro de Jesucristo cuando entraba en Jerusalén, ensalcen y acompañen al Rey de los Reyes y al Sumo Autor de todo bien con el canto de gloria y de gratitud; quiere que en sus labios haya plegarias, unas veces suplicantes, otras de alegría y gratitud, con las cuales, como los Apóstoles junto al lago de Tiberíades, puedan experimentar la ayuda de su misericordia y de su poder; o como Pedro en el monte Tabor, se entreguen a sí mismos y en todas sus cosas a Dios, en las místicas luces e inspiraciones de una feliz contemplación.

 No tienen, pues, noción exacta de la Sagrada Liturgia los que la consideran como una parte sólo externa y sensible del culto divino o un ceremonial decorativo; ni se equivocan menos los que la consideran como un mero conjunto de leyes y de preceptos con que la Jerarquía Eclesiástica ordena el cumplimiento de los ritos. Quede, por consiguiente, bien claro para todos que no se puede honrar dignamente a Dios si el alma no se eleva a conseguir la perfección en la vida, y que el culto tributado a Dios por la Iglesia, unida a su Cabeza divina, tiene la máxima eficacia de santificación.

Esta eficacia, cuando se trata del Sacrificio Eucarístico y de los Sacramentos, proviene ante todo del valor de la acción en sí misma (ex opere operato). Pero, si se considera la actividad propia de la Esposa inmaculada de Jesucristo, con la que ésta adorna con plegarias y sagradas ceremonias el Sacrificio Eucarístico y los Sacramentos, o cuando se trata de los Sacramentales y de otros ritos instituidos por la Jerarquía Eclesiástica, entonces la eficacia se deriva más bien de la acción de la Iglesia (ex opere operantis Ecclesiae), en cuanto es santa y obra siempre en íntima unión con su Cabeza.

A este propósito, Venerables Hermanos, deseamos que dirijáis vuestra atención a las nuevas teorías sobre la piedad objetiva, las cuales, con el empeño de poner en evidencia el misterio del Cuerpo Místico, la realidad efectiva de la gracia santificante y la acción divina de los Sacramentos y del Sacrificio Eucarístico, tratan de menospreciar la piedad subjetiva o personal, y aun prescindir completamente de ella.

En las celebraciones litúrgicas, y particularmente en el augusto Sacrificio del altar, se continúa sin duda la obra de nuestra Redención y se aplican sus frutos. Cristo obra nuestra salvación cada día en los Sacramentos y en su Sacrificio y, por su medio, continuamente purifica y consagra a Dios el género humano. Tienen éstos, por consiguiente, una virtud objetiva, con la cual, de hecho, hacen partícipes a nuestras almas de la vida divina de Jesucristo. Ellos tienen, pues, por divina virtud y no por la nuestra, la eficacia de unir la piedad de los miembros con la piedad de la Cabeza, y de hacerla, en cierto modo, una acción de toda la comunidad. De estos profundos argumentos concluyen algunos que toda la piedad cristiana debe concentrarse en el misterio del Cuerpo Místico de Cristo, sin ninguna consideración personal y subjetiva; y creen, por esto, que se deben descuidar las otras prácticas religiosas no estrictamente litúrgicas o ejecutadas fuera del culto público.

Pero todos pueden observar que estas conclusiones sobre las dos especies de piedad, aunque los principios arriba mencionados sean magníficos, son completamente falsas, insidiosas y dañosísimas.

Es verdad que los Sacramentos y el Sacrificio del altar gozan de una virtud intrínseca en cuanto son acciones del mismo Cristo que comunica y difunde la gracia de la Cabeza divina en los miembros del Cuerpo Místico; mas, para tener la debida eficacia, exigen las buenas disposiciones de nuestra alma. Por eso, a propósito de la Eucaristía, amonesta San Pablo: Por tanto examínese a sí mismo el hombre: y de esta suerte coma de aquel pan y beba de aquel cáliz. Por eso la Iglesia, breve y claramente, llama a todos los ejercicios con que nuestra alma se purifica, especialmente durante la Cuaresma, defensas de la milicia cristiana; son, efectivamente, la acción de los miembros que, con auxilio de la gracia, quieren adherirse a su Cabeza, para que se nos manifieste -repetimos las palabras de San Agustín- en nuestra Cabeza la fuente misma de la gracia. Pero conviene notar que estos miembros son vivos, dotados de razón y voluntad propia; por eso es necesario que ellos mismos, acercando sus labios a la fuente, tomen y asimilen el alimento vital y eliminen todo lo que pueda impedir su eficacia. Ha de afirmarse, pues, que la obra de la Redención, independiente por sí misma de nuestra voluntad, requiere el íntimo esfuerzo de nuestra alma para que podamos conseguir la eterna salvación.

Si la piedad privada e interna de los individuos descuidase el augusto Sacrificio del altar y los Sacramentos, y se sustrajese al influjo salvador que emana de la Cabeza a los miembros, sería, sin duda alguna, cosa reprobable y estéril; pero, cuando todos los métodos y ejercicios de piedad, no estrictamente litúrgicos, fijan la mirada del alma en los actos humanos únicamente para enderezarlos al Padre que está en los cielos, para estimular saludablemente a los hombres a la penitencia y al temor de Dios, y, arrancándolos de los atractivos del mundo y de los vicios, conducirlos felizmente por el arduo camino a la cumbre de la santidad, entonces son no sólo sumamente loables, sino hasta necesarios, porque descubren los peligros de la vida espiritual, nos incitan a la adquisición de las virtudes y aumentan el fervor con que debemos dedicarnos todos al servicio de Jesucristo. La genuina piedad, que el Angélico llama devoción y que es el acto principal de la virtud de la religión -con el cual los hombres se ordenan rectamente y se dirigen convenientemente hacia Dios, y gustosa y espontáneamente se consagran a cuanto se refiere al culto divino-, tiene necesidad de la meditación de las realidades sobrenaturales y de las prácticas de piedad, para alimentarse, estimularse y vigorizarse, y para animarnos a la perfección. Porque la religión cristiana, debidamente practicada, requiere sobre todo que la voluntad se consagre a Dios e influya en las otras facultades del alma. Pero todo acto de la voluntad presupone el ejercicio de la inteligencia; y, antes de que se conciba el deseo y el propósito de darse a Dios por medio del sacrificio, es absolutamente indispensable el conocimiento de los argumentos y de los motivos que hacen necesaria la religión: como, por ejemplo, el fin último del hombre y la grandeza de la divina Majestad, el deber de la sujeción al Creador, los tesoros inagotables del amor con que El quiso enriquecernos, la necesidad de la gracia para llegar a la meta señalada, y el camino particular que la divina Providencia nos ha preparado, uniéndonos a todos, como miembros de un Cuerpo, con Jesucristo Cabeza. Y puesto que no siempre los motivos del amor hacen mella en el alma agitada por las pasiones, es muy oportuno que nos impresione también la saludable consideración de la divina justicia para reducirnos a la humildad cristiana, a la penitencia y a la enmienda.

Todas estas consideraciones no tienen que ser una vacía y abstracta reminiscencia, sino que deben tender efectivamente a someter nuestros sentidos y sus facultades a la razón iluminada por la fe, a purificar el alma que se une cada día más íntimamente a Cristo, y cada vez más se conforma a El, y por El obtiene la inspiración y la fuerza divina de que ha menester; y a fin de que sirvan a los hombres de estímulo, cada vez más eficaz, para el bien, la fidelidad al propio deber, la práctica de la religión y el ferviente ejercicio de la virtud, es necesario tener presente esta enseñanza: Vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios. Sea, pues, todo orgánico y, por decirlo así, teocéntrico, si queremos de verdad que todo se enderece a la gloria de Dios por la vida y la virtud que nos viene de nuestra Cabeza divina: Esto supuesto, hermanos, teniendo la firme esperanza de entrar en el santuario [del cielo] por la sangra de Cristo, con la cual nos abrió camino nuevo y de vida para entrar a través del velo, esto es, por su carne, teniendo asimismo al gran sacerdote Jesucristo constituido sobre la casa de Dios, lleguémonos con sincero corazón, con plena fe, purificados los corazones de las inmundicias de la mala conciencia, lavados en el cuerpo con el agua limpia del bautismo, mantengamos inconcusa la esperanza que hemos confesado... y animémonos mutuamente para excitarnos a la caridad y a las buenas obras.

De esto se deriva el armonioso equilibrio de los miembros del Cuerpo Místico de Jesucristo. Con la enseñanza de la fe católica, con la exhortación a la observancia de los preceptos cristianos, la Iglesia prepara el camino a su acción propiamente sacerdotal y santificadora; nos dispone a una más íntima contemplación de la vida del Divino Redentor y nos conduce a un conocimiento más profundo de los misterios de la fe, para recabar de ellos el alimento sobrenatural y la fuerza para un seguro progreso en la vida perfecta, por medio de Jesucristo. No sólo por obra de sus ministros, sino también por la de cada uno de los fieles imbuidos de este modo en el espíritu de Jesucristo, la Iglesia se esfuerza por compenetrar con este mismo espíritu la vida y la actividad privada, conyugal, social y aun económica y política de los hombres, para que todos los que se llaman hijos de Dios puedan conseguir más fácilmente su fin.

 De esta suerte la acción privada y el esfuerzo ascético dirigido a la purificación del alma estimulan la energía de los fieles y los disponen a participar con mejores disposiciones en el augusto Sacrificio del altar, a recibir los Sacramentos con mayor fruto y a celebrar los sagrados ritos de manera que salgan de ellos más animados y formados para la oración y cristiana abnegación, para corresponder activamente a las inspiraciones y a las invitaciones de la gracia y para imitar cada día más las virtudes del Redentor, no sólo en su propio provecho, sino también en el de todo el cuerpo de la Iglesia, en el cual todo el bien que se hace proviene de la virtud de la Cabeza y redunda en beneficio de los miembros.

Por eso en la vida espiritual no puede existir ninguna oposición o repugnancia entre la acción divina, que infunde la gracia en las almas para continuar nuestra redención, y la efectiva colaboración del hombre, que no debe hacer vano el don de Dios; entre la eficacia del rito externo de los Sacramentos, que proviene ex opere operato, y el mérito del que los administra o los recibe, acto que suele llamarse opus operantis; entre las oraciones privadas y las plegarias públicas; entre la buena conducta y la contemplación; entre la vida ascética y la piedad litúrgica; entre el poder de jurisdicción y de legítimo magisterio y la potestad eminentemente sacerdotal que se ejercita en el mismo sagrado ministerio.

Por graves motivos la Iglesia prescribe a los ministros del altar y a los religiosos que, en determinados tiempos, atiendan a la devota meditación, al diligente examen y enmienda de la conciencia y a los demás ejercicios espirituales, porque ellos están especialmente destinados a realizar las funciones litúrgicas del Sacrificio y de la alabanza divina. Sin duda alguna, la oración litúrgica, al ser oración pública de la ínclita Esposa de Jesucristo, tiene una dignidad mayor que las oraciones privadas; pero esta superioridad no quiere decir que entre estos dos géneros de oración haya contraste u oposición. Los dos se funden y se armonizan, porque están animados por un espíritu único: todo y en todos Cristo, y tienden al mismo fin: hasta que se forme en nosotros Cristo.




C) la Liturgia, regulada

por la Jerarquía

Para mejor entender, pues, la Sagrada Liturgia, es necesario considerar otro de sus importantes caracteres.

La Iglesia es una sociedad, y por eso exige una autoridad y jerarquía propias. Si bien todos los miembros del Cuerpo Místico participan de los mismos bienes y tienden a los mismos fines, no todos gozan del mismo poder ni están capacitados para realizar las mismas acciones. De hecho, el Divino Redentor ha establecido su reino sobre los fundamentos del Orden sagrado, que es un reflejo de la Jerarquía celestial.

Sólo a los Apóstoles y a los que, después de ellos, han recibido de sus sucesores la imposición de las manos, se ha conferido la potestad sacerdotal; y en virtud de ella, así como representan ante el pueblo a ellos confiado la persona de Jesucristo, así también representan al pueblo ante Dios. Este sacerdocio no se transmite ni por herencia ni por descendencia carnal, ni nace de la comunidad cristiana, ni es delegación del pueblo. Antes de representar al pueblo ante Dios, el sacerdote tiene la representación del Divino Redentor, y, dado que Jesucristo es la Cabeza de aquel Cuerpo del que los cristianos son miembros, representa también a Dios ante su pueblo. Por consiguiente, la potestad que se le ha conferido nada tiene de humano en su naturaleza; es sobrenatural y viene de Dios: Como mi Padre me envió, así os envío también a vosotros..., el que os escucha a vosotros, me escucha a mí..., id por todo el mundo: predicad el evangelio a todas las criaturas; el que creyere y se bautizare, se salvará.

Por eso el sacerdocio externo y visible de Jesucristo se transmite en la Iglesia, no de manera universal, genérica e indeterminada, sino que es conferido a los individuos elegidos, con la generación espiritual del Orden, uno de los siete Sacramentos, el cual confiere, no sólo una gracia particular, propia de este estado y oficio, sino también un carácter indeleble que a los sagrados ministros los asemeja a Jesucristo sacerdote, haciéndolos aptos para ejecutar aquellos legítimos actos de religión con que se santifican los hombres y Dios es glorificado, según las exigencias de la economía sobrenatural.

En efecto, así como el Bautismo distingue a los cristianos y los separa de los que no han sido purificados en las aguas regeneradoras ni son miembros de Jesucristo, así también el Sacramento del Orden distingue a los sacerdotes de todos los demás cristianos no dotados de este carisma, porque sólo ellos, por vocación sobrenatural, han sido introducidos en el augusto ministerio que los destina a los sagrados altares y los constituye en instrumentos divinos, por medio de los cuales se participa de la vida sobrenatural con el Cuerpo Místico de Jesucristo. Además, como ya hemos dicho, sólo ellos son los señalados con el carácter indeleble que los asemeja al sacerdocio de Cristo, y sólo sus manos son las consagradas para que sea bendito todo lo que ellas bendigan, y todo lo que ellas consagren sea consagrado y santificado en nombre de Nuestro Señor Jesucristo. A los sacerdotes, pues, ha de recurrir todo el que quiera vivir en Cristo, para de ellos recibir el consuelo y el alimento de la vida espiritual, la medicina saludable que lo cure y lo vigorice, y para resurgir felizmente de la perdición y de la ruina de los vicios; de ellos finalmente, recibirá la bendición que consagra la familia, y por ellos también el último aliento de la vida mortal será dirigido al ingreso en la eterna bienaventuranza.

Dado, pues, que la Sagrada Liturgia es ejercida sobre todo por los sacerdotes en nombre de la Iglesia, su organización, su reglamentación y su forma no pueden depender sino de la Autoridad Eclesiástica. Esto no sólo es una consecuencia de la naturaleza misma del culto cristiano, sino que está confirmado por el testimonio de la historia.

Este inconcuso derecho de la Jerarquía Eclesiástica se prueba también por el hecho de que la Sagrada Liturgia está íntimamente unida con aquellos principios doctrinales que la Iglesia propone como parte integrante de verdades certísimas, y, por consiguiente, tiene que conformarse a los dictámenes de la fe católica, proclamados por la autoridad del Magisterio supremo, para tutelar la integridad de la religión por Dios revelada.

A este propósito, Venerables Hermanos, juzgamos necesario precisar bien algo que creemos no os sea desconocido: Nos referimos al error y engaño de los que han pretendido que la Liturgia era como una comprobación del dogma, de tal manera que si una de estas verdades hubiera producido, a través de los ritos de la Sagrada Liturgia, frutos de piedad y de santidad, la Iglesia hubiese tenido que aprobarla, y en el caso contrario, reprobarla. De ahí aquel principio: La ley de la oración es ley de la fe (Lex orandi, lex credendi).

No es, sin embargo, esto lo que enseña o manda la Iglesia. El culto que tributa a Dios es, como breve y claramente dice San Agustín, una continua profesión de fe católica y un ejercicio de la esperanza y de la caridad: Dios debe ser honrado con la fe, la esperanza y la caridad. En la Sagrada Liturgia hacemos explícita y manifiesta profesión de fe católica, no sólo con la celebración de los misterios divinos, con la consumación del Sacrificio y la administración de los Sacramentos; sino también con el rezo y canto del Símbolo de la fe, que es como la insignia y distintivo de los cristianos, con la lectura de otros documentos y de las Sagradas Escrituras, escritas por inspiración del Espíritu Santo. Luego toda la Liturgia tiene un contenido de fe católica, en cuanto que testimonia públicamente la fe de la Iglesia.

Por este motivo, cuando se ha tratado de definir un dogma, los Sumos Pontífices y los Concilios, recurriendo a las llamadas Fuentes teológicas, muchas veces han deducido también argumentos de esta sagrada disciplina; como lo hizo, por ejemplo, Nuestro Predecesor, de i. m., Pío IX, cuando definió la Inmaculada Concepción de la Virgen María. De la misma manera también la Iglesia y los Santos Padres, cuando se discutía sobre una verdad controvertida o puesta en duda, nunca dejaron de pedir luz a los ritos venerables transmitidos por la antigüedad. De ahí el conocido y venerable adagio: "La ley de la oración determine la ley de la fe" (Legem credendi lex statuat supplicandi). La Liturgia, por consiguiente, no determina ni constituye, en sentido absoluto y por virtud propia, la fe católica; sino más bien, siendo como es una profesión de las verdades divinas, profesión sujeta al Supremo Magisterio de la Iglesia, puede proporcionar argumentos y testimonios de no escaso valor para aclarar un punto determinado de la doctrina cristiana. Por lo tanto, si queremos distinguir y determinar de manera general y absoluta las relaciones que existen entre fe y Liturgia, se puede con razón afirmar que la ley de la fe debe establecer la ley de la oración. Lo mismo hay que decir también cuando se trata de las otras virtudes teologales: En la... fe, en la esperanza y en la caridad oramos siempre con deseo continuo.




D) progreso y desarrollo

La Jerarquía Eclesiástica ha ejercitado siempre este su derecho en materia litúrgica, instruyendo y ordenando el culto divino y enriqueciéndolo con esplendor y decoro cada vez mayor para gloria de Dios y bien de los hombres. Tampoco ha vacilado, por otra parte -dejando a salvo la substancia del Sacrificio Eucarístico y de los Sacramentos- en cambiar lo que no estaba en consonancia y añadir lo que parecía contribuir más al honor de Jesucristo y de la augusta Trinidad y a la instrucción y saludable estímulo del pueblo cristiano.

Efectivamente, la Sagrada Liturgia consta de elementos humanos y divinos: mas éstos no pueden ser alterados por los hombres, ya que han sido instituidos por el Divino Redentor; aquéllos, en cambio, con aprobación de la Jerarquía Eclesiástica asistida por el Espíritu Santo, pueden experimentar modificaciones diversas, según lo exijan los tiempos, las cosas y las almas. De aquí procede la magnífica diversidad de los ritos orientales y occidentales; de aquí el progresivo desarrollo de particulares costumbres religiosas y de prácticas de piedad, de las que había tan sólo ligeros indicios en tiempos precedentes; débese a esto el que a veces se vuelvan a emplear y renovar usos piadosos que el tiempo había borrado. Todo esto atestigua la vida de la inmaculada Esposa de Jesucristo durante tantos siglos; esto expresa el sacro lenguaje empleado por ella para manifestar a su divino Esposo su fe y su amor inagotables y los de las personas a ella confiadas; esto demuestra su sabia pedagogía para estimular y acrecentar en los creyentes el sentido de Cristo.

En realidad no son pocas las causas por las cuales se desarrolla y desenvuelve el progreso de la Sagrada Liturgia durante la larga y gloriosa historia de la Iglesia.

 Así, por ejemplo, una formulación más segura y más amplia de la doctrina católica sobre la Encarnación del Verbo de Dios, sobre el Sacramento y el Sacrificio Eucarístico, sobre la Virgen María Madre de Dios, ha contribuido a la adopción de nuevos ritos por medio de los cuales aquella luz, que había brillado con más esplendor en la declaración del Magisterio Eclesiástico, se refleja mejor y con más claridad en las acciones litúrgicas, para llegar con mayor facilidad a la mente y al corazón del pueblo cristiano.

El desarrollo ulterior de la disciplina eclesiástica en lo que toca a la administración de los Sacramentos, por ejemplo, de la Penitencia; la institución, y más tarde la desaparición del catecumenado; la Comunión Eucarística bajo una sola especie en la Iglesia Latina, han contribuido no poco a la modificación de los ritos antiguos y a la gradual adopción de otros nuevos y más adecuados a las nuevas disposiciones de la disciplina.

A esta evolución y a estos cambios han contribuido notablemente las iniciativas y las prácticas de piedad no íntimamente unidas a la Sagrada Liturgia, nacidas en épocas sucesivas por disposición admirable del Señor y tan difundidas entre el pueblo, como, por ejemplo, el culto más extenso y fervoroso de la divina Eucaristía, de la pasión acerbísima de nuestro Redentor, del Sacratísimo Corazón de Jesús, de la Virgen Madre de Dios y de su castísimo Esposo.

Entre las circunstancias exteriores contribuyeron también las públicas peregrinaciones de devoción a los sepulcros de los mártires, la observancia de especiales ayunos instituidos con el mismo fin, las procesiones estacionales de penitencia que en esta alma Ciudad se tenían, y en las cuales intervenía no pocas veces el Sumo Pontífice.

Se comprende también fácilmente de qué manera el progreso de las bellas artes, en especial de la arquitectura, la pintura y la música, haya influido en la determinación y la diversa conformación de los elementos exteriores de la Sagrada Liturgia.

La Iglesia se sirvió de su derecho para tutelar la santidad del culto contra los abusos que temeraria e imprudentemente iban introduciendo personas privadas e iglesias particulares. Así sucedió durante el siglo XVI, en el que, multiplicándose tales costumbres y usanzas, y poniendo las iniciativas privadas en peligro la integridad de la fe y de la piedad con grande ventaja de los herejes y de sus errores, Nuestro Predecesor, de i. m., Sixto V, para proteger los ritos legítimos de la Iglesia e impedir infiltraciones espúreas, estableció en 1588 la Congregación de Ritos, a la que hasta hoy corresponde ordenar y determinar con cuidado y vigilancia todo lo que atañe a la Sagrada Liturgia.




E) no al arbitrio de cada uno

Por eso el Sumo Pontífice es el único que tiene derecho a reconocer y establecer cualquier costumbre cuando se trata del culto, a introducir y aprobar nuevos ritos y a cambiar los que estime deben ser cambiados; los Obispos, por su parte, tienen el derecho y el deber de vigilar con diligencia, a fin de que las prescripciones de los sagrados cánones referentes al culto divino sean observadas con exactitud. No es posible dejar al arbitrio de cada uno, aunque se trate de miembros del Clero, las cosas santas y venerables relacionadas con la vida religiosa de la comunidad cristiana, con el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo y el culto divino, con el honor debido a la Trinidad Santísima, al Verbo Encarnado, a su augusta Madre y a los demás santos, y con la salvación de los hombres; por la misma causa a nadie se le permite regular en esta materia aquellas acciones externas, íntimamente ligadas con la disciplina eclesiástica, con el orden, la unidad y la concordia del Cuerpo Místico, y no pocas veces con la integridad misma de la fe católica.

La Iglesia, en realidad, es un organismo vivo, y por eso crece, se desarrolla y evoluciona también en lo que toca a la Sagrada Liturgia, adaptándose a las circunstancias y a las exigencias que se presentan en el transcurso del tiempo y acomodándose a ellas; pero, a pesar de ello, hay que reprobar severamente la temeraria osadía de quienes introducen intencionadamente nuevas costumbres litúrgicas o hacen renacer ritos ya desusados y que no están de acuerdo con las leyes y rúbricas vigentes. No sin gran dolor venimos a saber, Venerables Hermanos, que así sucede en cosas, no sólo de poca, sino también de gravísima importancia; efectivamente, no falta quien use la lengua vulgar en la celebración del Sacrificio Eucarístico, quien traslade fiestas -fijadas ya por estimables razones- a una fecha diversa, quien excluya de los libros aprobados para las oraciones públicas las Sagradas Escrituras del Antiguo Testamento, teniéndolas por poco apropiadas y oportunas para nuestros días.

El empleo de la lengua latina, vigente en una gran parte de la Iglesia, es un claro y hermoso signo de la unidad y un antídoto eficaz contra toda corrupción de la pura doctrina. Esto no impide que el empleo de la lengua vulgar, en muchos ritos, efectivamente, pueda ser muy útil para el pueblo; pero la Sede Apostólica es la única que tiene facultad para autorizarlo, y por eso nada se puede hacer en este punto sin contar con su juicio y aprobación, porque, como dejamos dicho, es de su exclusiva competencia la ordenación de la Sagrada Liturgia.

Con la misma medida deben ser juzgados los conatos de algunos que tratan de resucitar ciertos antiguos ritos y ceremonias. La Liturgia de los tiempos pasados merece ser venerada sin duda ninguna; pero una costumbre antigua no es ya solamente por su antigüedad lo mejor, tanto en sí misma cuando en relación con los tiempos sucesivos y las condiciones nuevas. También son dignos de estima y respeto los ritos litúrgicos más recientes, porque han surgido bajo el influjo del Espíritu Santo que está con la Iglesia siempre, hasta la consumación de los siglos, y son medios de los que la ínclita Esposa de Jesucristo se sirve para estimular y procurar la santidad de los hombres.

Es, en verdad, cosa prudente y digna de toda loa el volver de nuevo con la inteligencia y el espíritu a las fuentes de la Sagrada Liturgia, porque su estudio, remontándose a los orígenes, contribuye mucho a comprender el significado de las fiestas y a penetrar con mayor profundidad y exactitud en el sentido de las ceremonias; pero, ciertamente, no es prudente y loable el reducirlo todo, y ello sea como sea, a lo antiguo. Así, por ejemplo, se sale del recto camino quien desea devolver al altar su forma antigua de mesa; quien desea excluir de los ornamentos litúrgicos el color negro; quien quiere eliminar de los templos las imágenes y estatuas sagradas; quien quiere hacer desaparecer en las imágenes del Redentor Crucificado los dolores acerbísimos que El ha sufrido; quien repudia y reprueba el canto polifónico, aunque esté conforme con las normas promulgadas por la Santa Sede.

Así como ningún católico sensato puede rechazar las fórmulas de la doctrina cristiana compuestas y decretadas con grande utilidad por la Iglesia, inspirada y asistida por el Espíritu Santo, en épocas recientes, para volver a las fórmulas de los antiguos concilios, ni puede repudiar las leyes vigentes para retornar a las prescripciones de las antiguas fuentes del Derecho Canónico; así, cuando se trata de la Sagrada Liturgia, no resultaría animado de un celo recto e inteligente quien deseara volver a los antiguos ritos y usos, repudiando las nuevas normas introducidas por disposición de la divina Providencia y por la modificación de las circunstancias. Tal manera de pensar y de obrar hace revivir, efectivamente, el excesivo e insano arqueologismo despertado por el ilegítimo concilio de Pistoya, y se esfuerza por resucitar los múltiples errores que un día provocaron aquel conciliábulo, y los que de él se siguieron, con gran daño de las almas, y que la Iglesia, guardiana vigilante del depósito de la fe que le ha sido confiado por su Divino Fundador, justamente condenó. En efecto; deplorables propósitos e iniciativas tienden a paralizar la acción santificadora con la cual la Sagrada Liturgia dirige al Padre saludablemente sus hijos de adopción.

Por eso, hágase todo dentro de la necesaria unión con la Jerarquía Eclesiástica. No se arrogue ninguno el derecho a ser ley para sí y a imponerla a los otros por su voluntad. Tan sólo el Sumo Pontífice, como sucesor de Pedro, a quien el Divino Redentor confió su rebaño universal, y los Obispos, a quienes bajo la obediencia a la Sede Apostólica el Espíritu Santo... ha instituido... para apacentar la Iglesia de Dios, tienen el derecho y el deber de gobernar al pueblo cristiano. Por eso, Venerables Hermanos, siempre que defendéis vuestra autoridad -a veces con severidad saludable- no sólo cumplís con vuestro deber, sino que cumplís la voluntad del mismo Fundador de la Iglesia.


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