lunes, 3 de octubre de 2011

¿QUÉ ES «LA MISA»?





"Si el hombre conociera bien este misterio -decía el santo Cura de Ars-, moriría de Amor". Si no hemos muerto de Amor es que no conocemos de la Misa, la media.

Dos hombres inteligentes se confían sus íntimos secretos por las granadinas calles del Generalife. El crepúsculo es de oro. Uno de ellos, Manual de Falla, poseído por el genio de la música; el otro, José María Pemán, ilustre académico, escritor fecundo. Los ojos del primero relampaguean tras sus gafas redondas al hacer -sobre un fondo de arrayanes y rosales- la suprema confesión:

-Toda la ilusión de mi vida la cifré en escribir una misa...

El gesto expresaba un sentido de radical impotencia ante la magnitud de la empresa.

-Y... ¿por qué no la escribe usted?, inquiere Pemán

-Para escribirla sería preciso hallar notas tan humildes que resultaran a la Música lo que la prosa de Teresa de Jesús a la Literatura. Algo sublime a fuerza de sencillez y ausencia absoluta de vanidad..., y llena, sin embargo, del don de Sabiduría…

El músico sufría visiblemente por aquellas sendas pobladas del cantar de los ruiseñores. Pemán pensó en voz alta:

-Habría que cantar como ésos...

El símil resultó en exceso literario, y Falla atajó con indignación, contenida sólo por su exquisita cortesía:

-Tampoco... Habría que cantar como un ruiseñor ¡que lo supiera todo! (1)

¿Cómo componer, cómo cantar una Misa? ¿Cómo contar, si es el
misterio de fe que anuda en sí todos los misterios del cristianismo? (2). ¡Sería menester ver tantas cosas! Habríamos de comenzar viendo el origen, la generación eterna de la Palabra única del Padre, Verdad de su Belleza y Belleza de su Verdad: el Verbo, Sabiduría infinita, que, fundido con el Padre en un abrazo también eterno, eternamente espira al Espíritu Santo. Porque la Santa Misa (...) es la donación misma de la Trinidad a la Iglesia (3). Por eso, asistiendo a la Santa Misa se aprende a tratar a cada una de las Personas divinas: al Padre, que engendra al Hijo; al Hijo que es engendrado por el Padre; al Espíritu Santo, que de los dos procede (4).

Habríamos de asistir a la conversación trinitaria, a la libérrima y generosísima decisión: «hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (5), que hace de la creación no sólo algo bueno, sino muy bueno (6).

Yahvé encuentra sus delicias en el estar con sus hijos en el paraíso. Los llena de señorío y bienestar. Conversan al frescor de la brisa de la tarde. Pero un día la respuesta del hombre al amor inmenso del Creador, estremece al universo: no quiero ser tu obra, no quiero ser tu hijo; quiero ser autónomo, quiero trazarme mis propios caminos; .me basto y me sobro para alcanzar la suprema gloria. El Adversario, el odiador, le ha vencido: ha logrado introducir en su alma la soberbia, la gran estupidez, la peor alienación. Y en su afán loco de loca libertad, queda atrapado por cadenas invisibles; aherrojado por el pecado, el demonio y la muerte; apelmazado por tremenda gravedad con centro en el abismo preparado para el diablo y sus ángeles.

Sería menester ser Dios para comprender la dimensión de la ofensa y el valor de la Justicia quebrantada. Porque al ser Infinito el Ofendido, el pecado supera infinitamente al hombre finito que lo comete. Sería menester ser Dios y hombre a la vez para restaurar la Justicia en su original estado. Y el Amor infinito y la Misericordia sin límites, se vuelcan. La Trinidad decide que el Verbo se haga carne, que el Hijo se haga hombre, para reconducir todas las cosas al maravilloso fin sobrenatural que habían recibido, y perdido por el pecado.

Dios se hace hombre: el Creador, criatura. El Eterno, asume la temporalidad; el Infinito, lo finito; el Omnipotente, la flaqueza; el Inmutable, la mudanza; el Señor, la obediencia; el Impasible, la fatiga, el dolor y la muerte. Su encarnación, su vida, sus trabajos, su pasión, muerte y resurrección, serán un caudal de merecimientos y hontanar de gracias capaces de redimir infinitos mundos.

Cada uno de los actos de la existencia humana de Dios, tendrá un valor santificante inmenso. Su dimensión temporal pasará con el tiempo; pero habrá otra que permanecerá para siempre en el Verbo eterno (7), y se hará presente dondequiera que se celebre la Misa, cuando el sacerdote
in persona Christi et virtute Spiritus Sancti, impersónando a Cristo por obra del Espíritu Santo -¡qué gran misterio para ver!-, pronuncia las palabras de la Consagración.

Pero lo más nuclear de la Misa es la Cruz:

«Nosotros creemos que la Misa (...) es realmente el sacrificio del Calvario, que se hace sacramentalmente presente en nuestros altares» (8). De modo que «cuantas veces el Sacrificio de la Cruz se celebra en el altar, se realiza la obra de nuestra -Redención»(9) se nos aplica la virtud salvadora de la Cruz, para remisión de nuestros pecados (10).

Para comprenderla Misa, habríamos de ver cómo, al vivirla, nos adentramos en el centro mismo de la Historia, en el que convergen todos los instantes, pasados, presentes y futuros, engarzados misteriosamente en la eternidad. «La presencia del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, bajo las especies de pan y de vino constituyen la articulación más estrecha entre el tiempo y la eternidad, y nos proporcionan una prenda de la esperanza que anima nuestro caminar» (11) hacia el destino final, fin sin término.

Sería preciso ver lo que se ve desde lo alto de la Cruz, cumbre -la más alta- de la Historia, donde el «Señor de los tiempos» (12), «Padre del siglo futuro», el mismo ayer y hoy (13) , para quien el pretérito no se ha perdido en los senos del pasado y el futuro ya es presente (14), todo lo divisa: toda la historia de la humanidad y de cada persona singular. La mirada de Cristo, perfecto Dios y Hombre perfecto, desde lo alto de la Cruz, alcanza los aconteceres más lejanos y ocultos, grandes o menudos, en el espacio y en el tiempo; las bonanzas y borrascas; las zozobras, naufragios y emersiones; las penas y las alegrías; los pecados y las virtudes; las flaquezas y los heroísmos. Todo lo abraza con su mirada, acompañada por el gesto de sus brazos abiertos de sacerdote. Todos los pecados de los hombres -también los míos, claro es- le hieren; y muchos le matan. Su bálsamo es todo lo bueno. Y El todo lo redime, en la cruz del Calvario y en la Cruz de nuestros altares: el sacrificio eucarístico «es un sacrificio que lo abarca todo» (15).


El triunfo de Cristo

Cómo cantarlo, cómo decirlo, cómo ponderarlo. Habríamos de ver lo que vio san Josemaría Escrivá aquel 7 de agosto de 1931: «Llegó la hora de la Consagración –escribe-: en el momento de alzar la Sagrado Hostia, sin perder el debido recogimiento, sin distraerme (...), vino a mi pensamiento, con fuerza y claridad extraordinarias, aquello de la Escritura: "et si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum". Ordinariamente, ante lo sobrenatural, tengo miedo. Después viene el ne timeas, soy Yo. Y comprendí que serán los hombres y las mujeres de Dios quienes levantarán la Cruz con las doctrinas de Cristo sobre el pináculo de toda actividad humana... Y vi triunfar al Señor, atrayendo a Sí todas las cosas»" (16)

La Misa es el gran imán, de irresistible fuerza, que concentra el universo y lo centra todo. Pero ¿cómo explicarlo? ... «En ese instante supremo -el tiempo se une con la eternidad- del Santo Sacrificio de la Misa: Jesús, con gesto de sacerdote eterno, atrae hacia sí todas las cosas, para colocarlas,
divino afflante Spiritu, con el soplo del Espíritu Santo, en la presencia de Dios Padre» (17).

A pesar de lo que pueda percibir nuestra obtusa mirada, dispersa en los polifacéticos avatares de la historia, Cristo triunfa en la primera Misa -El Calvario- y en cada Misa. Pero depende de mí que en mí triunfe. La primera Misa, a uno le alejó de Dios injuriaba a Cristo desde su cruz odiada (18); a otro, en cambio, le alcanzó, para aquella misma tarde, el paraíso (19): comprendió la Misa, la amó. ¡Cuántas cosas se entienden cuando se ama!

Cuando se ama, se hace coma el apóstol Juan en la Última Cena, cuando el Señor instituyó la Santa Misa, la Eucaristía y el sacerdocio: reclina suavemente la cabeza sobre el pecho de Cristo y escucha los latidos de un corazón que ama al modo humano con intensidad divina, «hasta el exceso» (20); que desea ardientemente celebrar la Pascua aquella, esta Misa, para darse en alimento, escondido en el Pan, y con hechos decirnos: «todas mis cosas son tuyas» (21); ya somos uno: lo mío es tuyo y lo tuyo es mío (¿quién sale ganando?). Tuya es mi encarnación; tuya es mi vida, mis trabajos, mis amores, mi pasión, mi muerte... ¡y mi resurrección gloriosa! Toda la virtud salvífica y santificante acumulada y contenida en mi existencia humana la tienes ahora en tu pecho. Soy todo tuyo. Tú, ¿de quién eres? ¿para quién van a ser tus cosas y tú mismo?

¿De quién van a ser, Señor, si ya somos uno? A esto vengo a Misa: a acogerte -yo confundido, anonadado- entero, con tu vida, pasión, cruz y resurrección, con tu adoración perfectísima, con tu gratitud inmensa al Padre, con tu expiación por mis pecados y los de todos los hombres, y con tu impetración infalible. Vengo a incorporarme, a hacerme un solo cuerpo y una sola sangre contigo, a enriquecerme con los infinitos tesoros de tu Amor. Vengo a hacerme «otro Tú», y serlo adondequiera que vaya. Vengo a que seamos uno, como el Padre y Tú sois uno, con el afán de que todos tus hermanos, mis hermanos, seamos uno. Vengo a unir mi sacrificio a tu Sacrificio: a machacar, a rematar al «yo viejo de nacimiento» -soberbio egoísta, perezoso, lujurioso...-, para que el yo humilde, generoso, diligente, limpio, joven, niño -otro Tú- crezca impetuoso con la fuerza de tu misma Vida, con la fuerza de tu Amor.

¡Qué inmensa es la Misa! «"Nuestra" Misa, Jesús...» (21) ¿Quién podrá cantarla? Abarca todo el espacio, todo el tiempo, toda la eternidad. Quienes saben bastante del tema son los Ángeles, porque en la Misa «la tierra y el cielo se unen para entonar con los Ángeles del Señor: Sanctus, Sanctus, Sanctus... […] Yo aplaudo y ensalzo con los Ángeles: no me es difícil, porque mesé rodeado de ellos, cuando celebro la Santa Misa. Están adorando a la Trinidad» (22). «Sí, durante el tiempo de la Consagración asisten al sacerdote los ángeles, el orden completo de las celestes potestades levantan su clamor, y el lugar próximo al altar se ve lleno de coros angélicos en honor a Aquel que es inmolado» (23). «Se tocan lo íntimo y lo supremo, la tierra se junta con el cielo, lo visible y lo invisible se hacen una misma cosa» (24).

Pero para saber todo lo que puede saber una criatura acerca de la Santa Miga, habríamos de ver lo que ve la Virgen María, por la íntima unión que tiene con la Trinidad y porque es Madre de Cristo, de su carne y de su sangre: Madre de Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre. Jesucristo concebido en sus entrañas sin obra de varón, por la sola virtud del Espíritu Santo, lleva la misma sangre de su Madre; y esa sangre es la que se ofrece en sacrificio redentor, en el Calvario y en la Misa (25).

Lo mejor será preguntar, en el silencio elocuente de nuestra oración personal, a la Virgen, a los Ángeles, a los Santos que viven en el Cielo una Misa perpetua, justo la misma que se hace presente en nuestros altares, en torno a los cuales nos unimos a la Jerusalén celestial, celebrando con María Santísima, con San José y todos los Santos la Liturgia eterna de los redimidos (26). Comienza ya, en la tierra, la felicidad del Cielo. «Lo viejo ha pasado: dejemos aparte todo lo caduco; sea todo nuevo para nosotros: los corazones, las palabras y las obras» (27).

Así pues,


el Misterio de la Misa incluye y cierra
desde la primera edad
del mundo hasta la postrera (28).

De todo el amor de Dios
de toda su omnipotencia
es argumento, y contiene
en sí todas sus grandezas,
desde que el mundo crió
hasta que a juzgarle venga (29)
.
No por humo de pajas algunos Santos Padres han visto en la bendición final de la Misa, la de Jesucristo, concluido el Juicio Universal, a los fieles que pasarán a disfrutar del colmo de la bienaventuranza.

La consecuencia qué extrae Calderón de la Barca no carece de interés:

en no oirla cada día
no solamente es tibieza
del perezoso, sino
descortesía grosera
que se hace a Dios, pues de veinte
y cuatro horas que le entrega
de vivir cada día aún no
le sabe volver la media (30).

Y uno de sus personajes sin tapujos reconoce:

Bueno es eso para mí,
que si la oigo un día de fiesta
es solamente pensando
si se alarga o si se abrevia (31).

Sólo hay pues un modo de andar centrados en nuestro vivir cristiano: hacer de la Santa Misa -sabiduría original y fecundísima se san Josemaría Escrivá- centro y raíz de la vida espiritual (32).

(1) Cfr. JOSE MARIA PEMAN, Obras selectas, Ed. AHR, Barcelona 1973, p: 981; (2) Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, n. 113; (3) San JOSEMARÍA ESCRIVA, Es Cristo que pasa, n. 87; (4) Ibid., n. 91; (5) Gen 1, 26; (6) 1, 31; (7) ANTONIO OROZCO, La Santa Misa y el Sacrificio de la Cruz, en «PALABRA» 197, 1-1982, pp. 13-16; (8) PABLO VI, Profesión de fe, 30-VI-1968, n. 24; (9) C. Vat. II, SC, n. 3; cfr. LG, n.3; (10) PIO XII, Enc. Mediator Dei, n. 21; (11) JUAN PABLO II; (12) SAN AGUSTÍN, De Trinitate, V, 16, 17; (13) Cfr. JUAN PABLO II, Hom., 17-VI-1983; (14) Cfr. SAN AGUSTÍN, Lc.; (15) JUAN PABLO II, Oración Jueves Santo 1982; (16) A. VAZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, Ed. Rialp, Madrid 1983, p. 126; (17) Es Cristo que pasa, n. 94; (18) Lc 23, 39; (19) Le 23, 40-43; (20) Cfr. Jn 13, 1; (21) SAN JOSEMARÍA, Camino, n. 533; (22) Es Cristo que pasa, n. 89; (23) SAN JUAN CRISOSTOMO, De sacerdotio, lib. IV, c. 58; (24) SAN GREGORIO MAGNO, Diálogo, lib. IV, c. 58 (25) Es Cristo que pasa, n. 89; (26) JUAN PABLO II, Ang., 1-XI-1983; (27) Es Cristo que pasa, n. ° 52 (28) CALDERON DE LA BARCA, La devoción de la Misa,; (29) Id., Los Misterios de la Misa; (30) Id., La devoción...; (31) Ibid.; (32) Cfr. A. VAZQUEZ DE PRADA, o.c., pp. 267-274.


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