martes, 28 de enero de 2014



El papel de la filosofía en la formación de los estudiantes que se preparan al Sacerdocio, por Leo Elders



1. Visión rápida de la enseñanza de la Filosofía al servicio de la Teología
Si uno se contenta con la lectura rápida de algunos pasajes de la Sagrada Escritura la filosofía no parece que deba encontrar un lugar en el programa de los estudios teológicos. San Pablo declara que «la sabiduría de este mundo es locura delante de Dios» (1 Cor. 4,19) y advierte de los peligros que todo recurso a ella trae consigo: «mirad que nadie os engañe con filosofías y vanas falacias» (Col. 2,8). A lo largo de la historia de la Iglesia se han hecho oír advertencias semejantes: Cristo no ha venido a enseñar un curso de filosofía. Además la pluralidad de opiniones filosóficas muestra que ninguna de ellas posee definitivamente la verdad. Tertuliano ex­clama: «¿Qué hay de común entre un cristiano y la filosofía, entre un discípulo del cielo y un partidario de Grecia, entre alguien que se compromete con sus obras y alguien que no profesa más que palabras?»[2]; el cielo azul se oscurece por la niebla de la filosofía[3]. En la edad media Gregorio IX envía una admonición a la univer­sidad de París aconsejando que los doctores no dejen entrar la filo­sofía en la teología. El canciller de París, Eudes de Chateauroux, se queja de que ciertos teólogos se vendan a los hijos de los Grie­gos[4]. Nuestro siglo ha asistido al desarrollo de teologías no escolásticas y pastorales, un cambio de timón que fue promovido de una parte, por la esclerosis de una cierta escolástica y de otra, por un antirracionalismo muy extendido. La enseñanza de la filosofía en nuestros seminarios y facultades se resintió del efecto de aquellos cambios. El número de horas lectivas ha disminuido, el acento se ha desplazado hacia las ciencias humanas y el pensa­miento contemporáneo. La Sagrada Congregación para la Educa­ción cristiana hace el balance de la situación: «La enseñanza de la filosofía, en vez de progresar, ha perdido su vigor y se ha hecho incierta en lo que se refiere a su contenido y a su finalidad»[5].
Por otra parte a lo largo de su historia la Iglesia ha afirmado que la filosofía es útil y necesaria para la explicación y la defensa de la fe. En cuanto a los autores cristianos de los primeros siglos baste recordar los nombres de Atenágoras, Justino, Clemente de Alejandría, Orígenes y San Basilio[6]. En la edad media la función de la filosofía en la teología se hace más importante. En las uni­versidades los estudiantes seguían primero los cursos en la facultad de artes antes de empezar los estudios de teología. Acogiendo esta herencia los Jesuitas introdujeron cursos de filosofía en sus cole­gios. Este programa de estudios se convirtió en el modelo para los seminarios que fueron fundados en varios países europeos. El anti­guo Código de Derecho Canónico —can. 589 § 1 (cfr. c. 1365 § 1)— recogió el uso recibido en la Iglesia latina: antes de sus estu­dios teológicos los seminaristas debían estudiar filosofía al menos durante dos años («per integrum saltem biennium»).
Con ocasión de la preparación del Vaticano II se realizó una encuesta entre los obispos, acerca del lugar que ocupa la filosofía en los estudios que preparan al sacerdocio: expresaron el deseo de una cierta puesta al día en los cursos así como el de una conexión más estrecha con las ciencias. También se expresó el deseo de dar algunos cursos de teología durante los años de formación filosófica. Y además hubo un acuerdo casi total acerca de la duración de los cursos (dos años) y de su contenido: la doctrina de Santo Tomás[7].
Durante el Concilio algunos Padres quisieron innovar y pensa­ron, frente a una neoescolástica rígida, que una llamada a seguir la antigua tradición no era ya suficiente. Propusieron dejar una libertad mucho mayor a los profesores y suprimir el lugar privilegiado de Santo Tomás, pero pronto se manifestó una reacción. Más de mil Padres firmaron peticiones pidiendo seguir la doctrina de Santo To­más en la enseñanza de la filosofía y de la teología. El Concilio aco­gió aquellas peticiones. El decreto Optatam Totius sobre la formación de los candidatos al sacerdocio insiste en la necesidad de una ense­ñanza de la filosofía durante dos años apoyándose en el patrimonio de la filosofía que conserva siempre su valor. Se trata aquí en primer lugar y sobre todo de la filosofía de Santo Tomás. Hay que notar que Optatam Totius insiste en la necesidad de tratar en la enseñanza de la filosofía toda la tradición doctrinal: «la historia de la filosofía debe ser objeto de gran cuidado con el fin de ver bien el origen y el desarrollo de los más grandes problemas»[8].
Desgraciadamente, en el periodo posconciliar, la enseñanza de la filosofía en los seminarios no ha progresado en ciertos países. En Alemania ha habido una reducción enorme de las horas de clase; en los Estados Unidos disciplinas positivas como la psicología o la socio­logía han remplazado algunas asignaturas de filosofía. En muchos se­minarios los manuales de la filosofía escolástica han desaparecido; allí se enseña preferentemente la filosofía contemporánea. Según Karl Rahner, la neoescolástica ha sido el último intento de hacer teolo­gía con la ayuda de una sola filosofía; pero esto no sirve ya hoy en día y las teologías hablarán desde ahora en otras lenguas[9].
No es exagerado decir que, a pesar de los textos del Concilio, de las precisiones de la Congregación para la Educación y de las inter­venciones de los últimos papas[10], el lugar y el sentido de los cursos de filosofía en el programa de estudios que conduce al sacerdocio han quedado en situación comprometida. Por esta razón es útil insis­tir sobre el sentido bien fundado de la práctica secular de la Iglesia.
2. La importancia de los estudios filosóficos en general
La joven generación es el producto de una civilización de las imágenes y de los sentimientos; está proyectada hacia lo concreto y seducida por lo que le ofrecen las ciencias y la técnica. El orden recibido —Dios, la familia, la educación, el lugar de la mujer, la sociedad y sus grupos, el valor del trabajo y el sentido del ocio, los estados y sus fronteras—, se pone en tela de juicio. El pasado se ha convertido en el gran desconocido, porque no se conoce ni se quiere conocer más que lo que es reciente. Se ha perdido «la memoria» en el sentido de que la historia no ofrece ya ningún punto de apoyo, ninguna certeza y ningún criterio. Por otra parte, los interrogantes sobre el porvenir —la revolución tecnológica, la protección del medio ambiente, el descenso de la natalidad y el en­vejecimiento de las poblaciones, la manipulación genética, el abor­to y la eutanasia, o aún el sistema penal y nuestra responsabilidad hacia el tercer mundo—, son tan acuciantes que una reflexión filo­sófica es más necesaria que nunca. Pero el panorama de la plurali­dad de opiniones y de la diversidad de las soluciones propuestas es tan desorientador, que a menudo el hombre moderno no sabe ya a qué «maestro pensador» someterse. Prefiere atrincherarse en su propia subjetividad.
El pensamiento científico bajo sus diferentes formas (que es­tán lejos de ser siempre objetivas) ocupa un lugar privilegiado en la escena, pero uno se pregunta cada vez más acerca de la morali­dad y del valor humano de las soluciones propuestas. A esto se añaden la disgregación de las disciplinas y la aparición de las filo­sofías o religiones asiáticas. Estamos ante una verdadera crisis de la inteligencia.
El desafío más grande es el hombre mismo. El hombre occi­dental ya no sabe quién es. Para muchos de nuestros contemporá­neos, sus deseos, sus emociones y sus necesidades son el valor do­minante de la vida. Sus aspiraciones se limitan frecuentemente a la satisfacción de necesidades superficiales e inmediatas mientras aban­donan las inclinaciones más fundamentales de su naturaleza como por ejemplo aquella de tener una posteridad, de descubrir la ver­dad, y de conocer el auténtico sentido de una vida tan efímera co­mo la nuestra. Al contrario, para ellos todo lo que es espontáneo es bueno. Se constata una difusión de subjetivismo de tal alcance que el hombre individual cree poder decidir sobre el sentido mis­mo de las cosas. Esta insuficiencia de perspectivas y este relativis­mo, son la auténtica enfermedad de nuestro tiempo[11]. Traen con­sigo el olvido de aquello que caracteriza los seres, esto es, lo verdadero, lo bueno y lo bello y abren la puerta a los placeres fá­ciles, pero a menudo funestos. Dios y la religión no son más que una opinión entre otras. La concepción del hombre como criatura es sustituida por la del hombre autónomo en su conciencia auto determinadora. El hombre moderno se desentiende también con gran facilidad de sus propias opciones y de sus compromisos. ¿Cómo definir una línea de conducta o un género de vida para el futuro cuando el cambio arrastra todo? El bien común es remplazado por el interés del individuo que no está limitado más que por el interés de otros individuos.
Lo más inquietante de todo esto, es que ya no se trata del individuo en su unicidad que quiere ser el centro del mundo, sino del individuo manipulado por los medios de comunicación que lle­nan los espíritus de un conjunto de imágenes y de ideas que ma­tan la autenticidad y reducen al hombre a un nuevo tipo de escla­vitud, mucho más peligroso y humillante que el del mundo antiguo.
Sobre este fondo se ve mejor la importancia de los estudios filosóficos que apuntan a un fin más alto que el de producir técni­cos bien preparados: ayudan a analizar, a discernir las causas pro­fundas, a alcanzar la auténtica sabiduría y una conducta responsa­ble. La filosofía ayuda a los estudiantes a elevarse por encima de las emociones efímeras de lo cotidiano para anclarse en la gran tra­dición de la sabiduría. Procura la auténtica libertad de espíritu, una vista sintética del mundo, un juicio equilibrado sobre lo que es honesto. La filosofía, en cuanto que estudio de las causas pro­fundas de las cosas, es el lugar de la síntesis. Es ella la que hace la unión del saber humano. Ella es «el prisma donde la vida deja aparecer su inteligibilidad»[12]. Siendo el conocimiento la actividad más sublime del hombre, es evidente que, como bien dice Santo Tomás de Aquino, la verdad es el fin de todo el universo[13].
A medida que las ciencias se desarrollan y que la vida se ha­ce más compleja tenemos más que nunca necesidad de ese saber fundamental y aglutinante que es la filosofía. ¿Cómo encontrar la verdad entre tantas opiniones contrastantes? Para juzgar es necesa­rio investigar en profundidad y unir nuestros conocimientos frag­mentarios. Las ciencias progresan, pero la razón permanece. Para evaluar los resultados de las ciencias y responder a las cuestiones fundamentales volvemos a necesitar la filosofía. ¿Es accesible lo real al conocimiento? ¿Cuál es el valor de las representaciones científicas? Ya que la física no nos da más que un saber limitado en el registro de lo cuantitativo. Gracias a ella «los hombres inten­tan tomar posesión del universo físico, pero es el mundo el que toma posesión de ellos»[14]. Los resultados más sublimes de la bús­queda científica se nos ofrecen además, casi siempre, unidos a una buena dosis de monismo, de materialismo o de idealismo. ¿Quién puede distinguir lo verdadero de lo falso; quién puede ayudarnos a ver los límites de ciertas aproximaciones, si no es la filosofía? He aquí en algunos trazos la tarea grandiosa que corresponde a la filosofía y el panorama de su más importante razón de ser en la formación filosófica de los candidatos al sacerdocio.
Desgraciadamente, la filosofía conduce a veces a la perpleji­dad. Los historiadores del pensamiento nos muestran un panorama de sucesivas opiniones contrastantes. Por no citar más que un ejemplo, Christian Delacampagne[15] escribe que «la historia del pensamiento francés de los últimos treinta años constituye una prodigiosa aventura intelectual: jamás se ha visto en tan poco tiempo tantas ideas defendidas, atacadas, admiradas, abandonadas». ¿Hace falta seguir la fenomenología de Husserl y atribuir a la con­ciencia una tarea fundante, es decir, la tarea de «cimentar la física, la lógica y las ciencias a partir de la dimensión trascendental del ego subjetivo»?[16]. ¿Hace falta admitir sin remedio una quiebra en­tre la soledad del hombre que yo soy y la opacidad del mundo? Pero la fenomenología, triunfante hace unos años, aparece hoy pa­sada de moda. Ciertamente hay mucho de genial en las obras de los filósofos; uno descubre intuiciones profundas, fórmulas de choque, pero aún así los maestros pensadores despliegan a menudo an­te nuestros ojos imágenes que, si son admirables por su ingeniosi­dad, no son más que ilusiones. Crean a veces una niebla artificial que nos impide ver las cosas tal y como son.
Las aventuras del pensamiento filosófico nos dicen, mejor que toda crítica, que la razón humana es bien débil. ¿Cómo debe organizarse la indispensable formación filosófica en nuestros semi­narios y facultades de teología?
3. La formación filosófica de los candidatos al sacerdocio debe ha­cerse según el método y la doctrina de Santo Tomás
Es lo que nos dice la tradición de la Iglesia. Es también el sentido del texto de Optatam Totius.Algunas personas describen esta posición como desesperadamente desconectada de nuestro tiempo. Según ellos, Aristóteles y Santo Tomás significan solamente una opi­nión, al lado de tantas otras, y pertenecen a un período de la his­toria superada para siempre. Pero el realismo aristotélico-tomista no es sólo una filosofía particular ni un sistema entre otros. Es senci­llamente una apertura de la inteligencia a la realidad sin prejuicios subjetivos. Su objeto primario no es lo que el hombre hace. Se trata, al contrario, de una toma de conciencia de lo que es la realidad en su estructura profunda, para desarrollar sobre esta base firme la filosofía de la naturaleza, la metafísica y la moral.
El pensamiento del Doctor Común deja detrás de sí todo sub­jetivismo para buscar conocer, por un la.do lo real, y por otro la doctrina revelada. Lo hace con toda honestidad, siguiendo un mé­todo que en cada ocasión es adaptado a la problemática de cada disciplina. Lo que constituye, por así decirlo, la identidad espiritual de Santo Tomás es «el silencio, es decir, ese acto interior, donde el espíritu se recoge para acoger el sentido de las cosas, ese es el lu­gar…»[17]. Este silencio interior es todavía más grande delante de la Palabra divina y la Tradición: se trata de plegar nuestro pensa­miento a la revelación y no de atraparla en nuestras categorías.
Luego la filosofía de Santo Tomás no es un sistema en el sentido de un pensamiento que se construye a partir de una cierta idea o experiencia inicial. Ateniéndose a lo real, tiene una maravi­llosa capacidad de integrar todos los conocimientos válidos trans­poniéndolos en una síntesis superior.
Santo Tomás muestra así cómo escapar al historicismo y al relativismo: el hombre no está totalmente sumergido en el deve­nir; su pensamiento puede moverse en el plano de lo universalmente válido. Los conceptos fundamentales y los primeros princi­pios atrapan y expresan estructuras de lo real, la veritas rerum.
Hoy más que nunca el hombre necesita una filosofía que le permita librarse de la teoría de que no conocemos más que opi­niones. El Aquinate nos conduce hacia un humanismo nuevo que reconoce el valor de las realidades terrestres, pero que nos pone también en contacto con Dios en quien «vivimos, nos movemos y existimos». Mas la importancia de una formación filosófica es aún más acuciante en el caso de aquellos que deben guiar al pue­blo, enseñar la «verdad» y advertir contra las desviaciones y desen­mascarar el espíritu del mundo.
4. La importancia de una buena formación filosófica en teología
Como ya se ha dicho anteriormente, a lo largo de la historia de la Iglesia ha habido voces en favor de una teología sin ninguna intromisión de la filosofía. ¿Pero puede dispensarse la teología de recurrir a la filosofía? Constatamos que eso no ha sucedido nunca. Recordemos a Clemente Romano, profundizando decididamente en la sabiduría de los estoicos y a los apologistas buscando argumen­tos filosóficos para confirmar la doctrina cristiana. El gnosticismo, el platonismo medio y el neoplatonismo han influenciado el pensa­miento de autores cristianos hasta el punto de conducir a algunos de ellos a falsas concepciones. Si en la primera época de la literatu­ra cristiana, ésta ha sido marcada por influencias estoicas, es el pla­tonismo el que más ha influido sobre el pensamiento de los auto­res cristianos. En el siglo XII el aristotelismo entra en escena y da lugar al desarrollo de una teología científica. Más tarde algunos han sido víctimas de concepciones filosóficas particulares, como las de Descartes, del idealismo alemán o del historicismo. Más cerca de nosotros se ha podido constatar cómo la filosofía trascendental, el existencialismo, el perspectivismo de Merleau-Ponty, la filosofía analítica y el marxismo han deformado el pensamiento teológico de numerosos autores.
Efectivamente, si el teólogo tira por la borda la metafísica del ser, por fuerza ocupará su lugar alguna ideología. Porque es imposible emplear un método y buscar el sentido del mensaje cris­tiano sin adoptar una doctrina. Lo que Horacio dice de la naturaleza, vale también para la tarea de la filosofía en la teología: «naturam expelles furca, tamen usque recurret»[18].
La historia nos ofrece varios ejemplos de la voluntad de aca­bar con la filosofía por parte de los teólogos quienes, aun procla­mando su independencia, sucumben a teorías filosóficas erróneas. Lutero fulmina a los monjes que sometían la teología a Aristóteles y en particular a Santo Tomás[19]. Según el reformador habría si­do un bien para la Iglesia si Porfirio, con sus universales, no hu­biera nacido[20]. Pero el mismo Lutero, que firmaba por un cierto eclecticismo, aceptó elementos del platonismo, del nominalismo y del gnosticismo hermético. Marcado por una corriente de pensa­miento pesimista colocaba al sujeto humano con sus problemas personales y su necesidad de independencia en el centro de su re­corrido teológico[21]. Esta teología, contaminada por falsas posicio­nes filosóficas, deforma la doctrina de la fe.
Tenemos otro ejemplo en la crítica que algunos autores pro­testantes hacen de la teología natural de Santo Tomás: éste busca­ría someter a Dios a categorías humanas[22]. Karl Barth y Rudolf Bultmann se oponen a la teología metafísica. Pero la «liberación» de la teología de la cual afirman ser los abogados, es tributaria de la opinión de Feuerbach según la cual el pensamiento religioso no es más que una proyección de los sentimientos del hombre mis­mo[23]. Y detrás de Feuerbach hallamos el idealismo[24].
El hecho de que precisamente aquellos que no quieren filoso­fía en teología, sucumban a una u otra filosofía defectuosa, subra­ya la necesidad de servirse de una filosofía que se preste a ser la ancilla theologiae. Mientras la odisea del hombre a través del tiem­po, la rica variedad de las herencias culturales que él mismo ha construido, el augmentum scientiarum así como los desafíos, delan­te de los cuales se ve situado, contribuyan cada uno a su manera al desarrollo del saber teológico, será la filosofía la que se encuen­tre más íntimamente unida a este saber. La razón es que la teolo­gía trata de la revelación que anuncia misterios sobrenaturales, pe­ro su discurso está hundido en términos y proposiciones cuya significación primera se refiere a cosas naturales. Así la analogía ocupa un lugar central en teología. Además la filosofía es un saber universal que estudia el ser más profundo de las cosas, formula los principios fundamentales y determina las relaciones entre los entes. De este modo ayuda a organizar la doctrina de la fe y acompaña todos los esfuerzos de los teólogos.
Basta consultar la Suma teológica de Santo Tomás o los ma­nuales clásicos de dogmática o de moral para ver cómo el análisis filosófico está asociado al trabajo teológico. El Doctor Angélico hace resaltar que la filosofía no ofrece más que «quasi» explicacio­nes: la realidad de la fe supera todo lo que puede concebir el filó­sofo. En efecto la filosofía y la teología no son del mismo género: en la teología todo es tratado desde el punto de vista de Dios; el teólogo se somete a la revelación; para poder juzgar las cosas reve­ladas le hace falta tener una cierta conformidad de espíritu con Dios[25]. En filosofía, en cambio, el argumento ex auctoritate ocupa el último lugar. La inteligencia filosófica no puede ser por tanto aplicada a la teología sino en una función subordinada.
Esta función de la filosofía se desdobla en una tarea prepara­toria —demostrar la existencia de Dios, la espiritualidad del hom­bre, etc.— y en una tarea apologética —refutar los errores que pro­vienen de opiniones filosóficas—.
¿Qué filosofías pueden servir a la teología? De nuestras con­sideraciones se saca que sólo una filosofía que da un conocimiento veraz y profundo de lo real puede tener un papel positivo en teo­logía. Porque solamente instalándose en el orden de la creación es como el teólogo puede intentar analizar y explicar la revelación. Como han dicho a menudo los papas, esta filosofía es sobre todo y principalmente el realismo de Santo Tomás. Pero, a pesar de las estipulaciones y las recomendaciones del Vaticano II y de los pa­pas de los siglos XIX y XX, la formación filosófica de los estu­diantes de filosofía ya no se hace, en muchos lugares, según el pa­trimonio siempre válido y los principios de Santo Tomás. No se conoce ya ni la filosofía escolástica en general ni la de Santo To­más en particular. Uno de los resultados de este abandono es que la teología se ha ido a la deriva. Para dar un ejemplo de lo que ello significa en teología, señalemos que, por falta de una antropo­logía verdadera y auténtica, algunos teólogos están totalmente de­samparados ante el dogma de la resurrección del cuerpo y propo­nen opiniones aventuradas. La teoría de la transignificación para explicar el misterio de la presencia eucarística de Cristo es el resul­tado de la intromisión de la fenomenología existencialista. Se cons­tata una desorientación total en teología moral y una transforma­ción de la dogmática en un intercambio de puntos de vista con corrientes de pensamiento protestante o con las ideologías mo­dernas.
Parece a pesar de todo, que entre los mismos estudiantes hay aquí y allá signos de un deseo de hacer una teología no antropocéntrica y no sociológica que sea una meditación sobre los miste­rios de la fe. Más que sus maestros, la joven generación está de nuevo abierta a lo real y a la contemplación de los misterios de la fe. Harta del subjetivismo asfixiante que reina por todas partes, está ávida de conocer una interpretación verdadera de lo revelado que se convierta en un alimento para la vida espiritual.
Terminemos nuestra exposición llamando la atención sobre la vocación que corresponde a la filosofía de Santo Tomás dentro de la teología según el magisterio de la Iglesia. Después del Conci­lio, los papas han intervenido para sustentar la tarea muy particu­lar que, sobre el plano de la teología y de la filosofía, la Iglesia ha atribuido a Santo Tomás. Pablo VI, primero, ha hablado de Santo Tomás discreta pero claramente: el Doctor Angélico nos da un compendio de verdades universales. Su filosofía refleja la esen­cia de las cosas en su verdad inamovible. No es pues propia de la Edad Media o de un pueblo particular; está por encima del es­pacio y del tiempo[26].
Pablo VI menciona también el vacío dejado en nuestras es­cuelas de filosofía y de teología. Se ve más bien, decía, una acogi­da superficial de filósofos modernos así como la opción deliberada de renunciar al patrimonio de la sabiduría de la Iglesia. Pero aquí, en esta hora en que se difunden tantas opiniones falsas, Santo To­más es para la Iglesia el teólogo providencial[27]. Como apogeo de su convicción creciente de la urgencia del retorno a Santo Tomás, Pablo VI publicó la magnífica carta Lumen Ecclesiae. La confusión creciente que se instala en tantos espíritus, la decadencia de la teo­logía y la entrada en escena de tantas doctrinas aventuradas llevan a Pablo VI a insistir en la necesidad de un retorno a Santo To­más. Se queja amargamente de que muchos teólogos y filósofos ha­yan abandonado la doctrina del Doctor Común. Los filósofos mo­dernos, a los que recurren, son a menudo inconciliables con la fe[28].
El Papa añade que es un error sostener que, como Santo To­más incorporó el aristotelismo, nosotros debemos incorporar en teología a los filósofos modernos: se trata de pensamientos tan di­ferentes, que uno no puede colocarlos en el mismo plano[29].
Juan Pablo II, por su parte, se adhiere a la tradición secular que atribuye a la doctrina de Santo Tomás de Aquino un lugar privilegiado y único en la Iglesia. En un discurso pronunciado en el Angelicum, el 17 de noviembre de 1979 el Papa describe prime­ro la encíclica Aeterni Patris como una puesta en relieve y como una aplicación de la doctrina del Vaticano I sobre las relaciones entre la fe y la razón. Santo Tomás ha valorado los dos órdenes, y al mismo tiempo los ha distinguido cuidadosamente. El Papa también se pronuncia acerca de la opinión de que Santo Tomás es­tá, a pesar de él, encerrado en su época, subrayando que el Doctor Común ha podido elaborar una doctrina supratemporal: a) gracias a su docilidad respecto a la revelación y a la tradición; b) gracias también a su sumisión a la veritas rerum; c) y a su adhesión al Magisterio de la Iglesia.
En su discurso el Papa vuelve hacia Optatam totius, n. 15, donde se dice que los seminaristas deben estudiar la filosofía «apo­yándose en el patrimonio de la filosofía siempre válida», un texto, que no nombra explícitamente a Santo Tomás[30]. Algunos autores han aprovechado esta ausencia, de suerte que la Congregación para la Educación cristiana se ha visto obligada a declarar que la expre­sión designa sobre todo y en primer lugar la filosofía de Santo Tomás[31]. El Papa confirma esta interpretación: el pensamiento del Doctor Angélico constituye una parte considerable de ese pa­trimonio siempre válido. El Papa nos explica también por qué in­siste tanto en este punto: «muchos naufragios en la fe y numerosas dudas revelan una crisis de naturaleza filosófica». Recuerda la ur­gencia de una buena formación filosófica: el Concilio ha visto en esta fidelidad al Doctor Angélico una condición necesaria para la renovación tan deseada de la Iglesia[32].
En la Lumen Ecclesiae Pablo VI habla del valor persuasivo de la doctrina de Santo Tomás para los jóvenes. Según Juan Pablo II este atractivo viene de la apertura del pensamiento del Doctor An­gélico: en su universalidad éste acoge el ser en todas sus modalida­des y es un canto en honor de lo real. En efecto, la primera intui­ción del intelecto no es una proyección subjetiva, pero sí una acogida original de la realidad. El Papa añade que es solamente en esta intuición de lo real donde el intelecto se siente a gusto y co­mo en su propia casa. Según Juan Pablo II la afirmación de lo real a) conduce a una antropología admirable por su verdad y profun­didad; b) establece la filosofía como una disciplina irreductible a otros tipos de saber; ésta es en efecto, autónoma y trasciende las ciencias y las artes; c) nos permite afirmar la existencia de Dios. El Papa termina su discurso subrayando una vez más que la meta­física de Santo Tomás es apertura a la realidad. Invita a permane­cer fieles al Doctor Común aunque rechazando la actitud de total cerrazón hacia otras formas de pensamiento[33].
En un discurso pronunciado en la Gregoriana Juan Pablo II volvió sobre el hecho de que, en teología, no se puede recurrir a cualquier filosofía: hay corrientes de pensamiento que, por su orientación profunda o por sus desarrollos ulteriores, no reúnen las condiciones necesarias para emprender una colaboración con la búsqueda teológica. «Hay ópticas, puntos de vista, lenguajes teoló­gicos deficientes; hay sistemas tan pobres y cerrados que excluyen una traducción o interpretación de la Palabra divina». Si la teolo­gía acepta estos sistemas como aliados, se condena a muerte[34]. Se admitirá la conveniencia de este recuerdo de Juan Pablo II.
Para terminar conviene recordar que hoy más que nunca te­nemos necesidad de una filosofía que permita a la inteligencia re­cuperar su vigor original. Ahora bien, Santo Tomás nos libera de la teoría según la cual conocemos únicamente opiniones y nunca las cosas mismas. Nos permite también escapar de esa prisión espi­ritual que es la moda o la época en la que vivimos. Nos libera del cientificismo, según el cual las ciencias proveerían el único co­nocimiento válido de la realidad. Nos conduce hacia un humanis­mo nuevo que, por una parte, reconoce los valores y la autonomía relativa de las realidades terrestres pero que, por otra parte, cava en profundidad y nos da el contacto con Dios, en quien «vivimos, nos movemos y existimos». En moral, la doctrina tomista nos ayudará a rencontrar el fundamento de las normas para nuestros actos y a descubrir una doctrina equilibrada de los derechos y de los deberes del hombre.
Fundamentándose en la verdad de la doctrina del Aquinate así como sobre un análisis del itinerario del pensamiento cristiano anteriormente descrito, se puede sostener que, sin un retorno a las doctrinas, principios y métodos del Doctor Común, no habrá una renovación verdadera en la formación de los candidatos al sacer­docio.

[1] Publicado en «La formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales». XI Simposio Internacional de Teología de la Universidad de Navarra (1990), L. Mateo-Seco ed., Pamplona, 1990, pp. 889-903.
[2] Apol. 4, 6.
[3] De anima, 3.
[4] Para los textos ver M.-D. Chenu, La théologie comme science au XIIIe siècle, París 1969, 28-29.
[5] L’insegnamento della filosofia nei seminari, en «Seminarium» 1972, 11-14.
[6] Ver nuestro The Greek Christian Authors and Aristotle, en «Doctor communis» 1990, 26-57.
[7] Ver «Seminarium» 1970, 201.
[8] Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis (1970), sección XI.
[9] Zum heutigen Verhältnis von Philosophie und Theologie, «Schriften zur Theologie» X, 70-80.
[10] Pensamos en particular en la carta apostólica Lumen Ecclesiae de Pablo VI y en el gran discurso de Juan Pablo II en el Angelicum el 17 de noviembre de 1979 (Insegnamenti di Giovanni Paolo II (1979), 2, 1117 ss.).
[11] K. POPPER, The Open society and its Enemies, II, 369.
[12] M. NEDONCELLE, Existe-t-il une philosophie chrétienne?, p. 102.
[13] S.C.G., I, 4.
[14] Manuel de DIÉGUEZ, Science et nescience, París 1970.
[15] «Le monde», 4 de mayo de 1979.
[16] C. DELACAMPAGNE, l.c.
[17] J. RASSAM, Thomas d’Aquin, París 1969, 13.
[18] Epístola I, X 24.
[19] Ver Martin Luthers Werke (Weimar), IX, 23, 7; 43, 5.
[20] Martin Luthers Werke. Kritische Gesamtausgabe (Weimar), I, 226. Ver el bello volumen de Théobald SÜSS, Luther, París 1969 (Colección «Philosophes» PUF).
[21] Ver también H.A. OBERMAN (edit.), Luther and the Dawn of the Modern Era, Leiden 1974; Théobald BEER, Der fröhliche Wechsel und Streit. Grundzüge der Theologie Martin Luthers,Einsiedeln 1980.
[22] Ver entre otros a G. EBELING, quien reprocha a Santo Tomás ha­ber cometido una violación filosófica de Dios y propuesto una «substanzontologische Interpretation des Evangeliums» (Luther – studien I, Tubinga, 1971, 266 s.).
[23] Ver su Das Wesen der Religión, tercera lección.
[24] Ver Claude GEFFRE, Le problème théologique de l’objectivité de Dieu, Paris 1969, 241-263.
[25] S.Th. I, 1, 1; II-II, 45, 2.
[26] AAS 56 (1964) 302-305.
[27] Insegnamenti VI, 417-418.
[28] Lumen Ecclesiae, n. 3.
[29] O. c, 29.
[30] Lo está indirectamente en la nota, que envía a la Humani generis.
[31] «Seminarium» 18 (1966) 65. Pablo VI lo ha confirmado en la Lumen Ecclesiae.
[32] Para el texto ver Insegnamenti di Giovanni Paolo II, II (1979) 2, 1177 ss. Comparar también el discurso a los Sacerdotes y a los Representantes de las Comunidades religiosas del barrio en que está encuadrada la parroquia de S. Pío V de Roma, el 28.X.1979, donde el Papa subraya en términos muy vigorosos la necesidad de seguir a Santo Tomás tanto en filosofía como en teología (Insegnamenti, II 2, 995 s.).
[33] Cfr. el bello estudio de Pedro RODRÍGUEZ, La encíclica ‘Aeterni Patris’ de León XIII en el magisterio de Juan Pablo II, en L’enciclica ‘Aeterni Patris’ nell’arco di un secolo. Atti dell’VIII Congresso tomistico internazionale, I, Cittá del Vaticano 1981, 161-197.
[34] Insegnamenti di Giovanni Paolo II, II (1979) 2, 1418 ss.

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