El
papel de la filosofía en la formación de los estudiantes que se preparan al
Sacerdocio, por Leo Elders
1. Visión rápida de la enseñanza de la Filosofía al
servicio de la Teología
Si uno se contenta con la lectura rápida de algunos
pasajes de la Sagrada Escritura la filosofía no parece que deba encontrar un
lugar en el programa de los estudios teológicos. San Pablo declara que «la
sabiduría de este mundo es locura delante de Dios» (1 Cor. 4,19) y advierte de
los peligros que todo recurso a ella trae consigo: «mirad que nadie os engañe
con filosofías y vanas falacias» (Col. 2,8). A lo largo de la historia de la
Iglesia se han hecho oír advertencias semejantes: Cristo no ha venido a enseñar
un curso de filosofía. Además la pluralidad de opiniones filosóficas muestra
que ninguna de ellas posee definitivamente la verdad. Tertuliano exclama:
«¿Qué hay de común entre un cristiano y la filosofía, entre un discípulo del
cielo y un partidario de Grecia, entre alguien que se compromete con sus obras
y alguien que no profesa más que palabras?»[2]; el cielo azul se oscurece por
la niebla de la filosofía[3]. En la edad media Gregorio IX envía una admonición
a la universidad de París aconsejando que los doctores no dejen entrar la
filosofía en la teología. El canciller de París, Eudes de Chateauroux, se
queja de que ciertos teólogos se vendan a los hijos de los Griegos[4]. Nuestro
siglo ha asistido al desarrollo de teologías no escolásticas y pastorales, un
cambio de timón que fue promovido de una parte, por la esclerosis de una cierta
escolástica y de otra, por un antirracionalismo muy extendido. La enseñanza de
la filosofía en nuestros seminarios y facultades se resintió del efecto de
aquellos cambios. El número de horas lectivas ha disminuido, el acento se ha
desplazado hacia las ciencias humanas y el pensamiento contemporáneo. La
Sagrada Congregación para la Educación cristiana hace el balance de la
situación: «La enseñanza de la filosofía, en vez de progresar, ha perdido su
vigor y se ha hecho incierta en lo que se refiere a su contenido y a su
finalidad»[5].
Por otra parte a lo largo de su historia la Iglesia
ha afirmado que la filosofía es útil y necesaria para la explicación y la
defensa de la fe. En cuanto a los autores cristianos de los primeros siglos
baste recordar los nombres de Atenágoras, Justino, Clemente de Alejandría,
Orígenes y San Basilio[6]. En la edad media la función de la filosofía en la
teología se hace más importante. En las universidades los estudiantes seguían
primero los cursos en la facultad de artes antes de empezar los estudios de
teología. Acogiendo esta herencia los Jesuitas introdujeron cursos de filosofía
en sus colegios. Este programa de estudios se convirtió en el modelo para los
seminarios que fueron fundados en varios países europeos. El antiguo Código de
Derecho Canónico —can. 589 § 1 (cfr. c. 1365 § 1)— recogió el uso recibido en
la Iglesia latina: antes de sus estudios teológicos los seminaristas debían estudiar
filosofía al menos durante dos años («per integrum saltem biennium»).
Con ocasión de la preparación del Vaticano II se
realizó una encuesta entre los obispos, acerca del lugar que ocupa la filosofía
en los estudios que preparan al sacerdocio: expresaron el deseo de una cierta
puesta al día en los cursos así como el de una conexión más estrecha con las
ciencias. También se expresó el deseo de dar algunos cursos de teología durante
los años de formación filosófica. Y además hubo un acuerdo casi total acerca de
la duración de los cursos (dos años) y de su contenido: la doctrina de Santo
Tomás[7].
Durante el Concilio algunos Padres quisieron innovar
y pensaron, frente a una neoescolástica rígida, que una llamada a seguir la
antigua tradición no era ya suficiente. Propusieron dejar una libertad mucho
mayor a los profesores y suprimir el lugar privilegiado de Santo Tomás, pero
pronto se manifestó una reacción. Más de mil Padres firmaron peticiones
pidiendo seguir la doctrina de Santo Tomás en la enseñanza de la filosofía y
de la teología. El Concilio acogió aquellas peticiones. El decreto Optatam
Totius sobre la formación de los candidatos al sacerdocio insiste en la
necesidad de una enseñanza de la filosofía durante dos años apoyándose en el
patrimonio de la filosofía que conserva siempre su valor. Se trata aquí en
primer lugar y sobre todo de la filosofía de Santo Tomás. Hay que notar que
Optatam Totius insiste en la necesidad de tratar en la enseñanza de la
filosofía toda la tradición doctrinal: «la historia de la filosofía debe ser
objeto de gran cuidado con el fin de ver bien el origen y el desarrollo de los
más grandes problemas»[8].
Desgraciadamente, en el periodo posconciliar, la
enseñanza de la filosofía en los seminarios no ha progresado en ciertos países.
En Alemania ha habido una reducción enorme de las horas de clase; en los
Estados Unidos disciplinas positivas como la psicología o la sociología han
remplazado algunas asignaturas de filosofía. En muchos seminarios los manuales
de la filosofía escolástica han desaparecido; allí se enseña preferentemente la
filosofía contemporánea. Según Karl Rahner, la neoescolástica ha sido el último
intento de hacer teología con la ayuda de una sola filosofía; pero esto no
sirve ya hoy en día y las teologías hablarán desde ahora en otras lenguas[9].
No es exagerado decir que, a pesar de los textos del
Concilio, de las precisiones de la Congregación para la Educación y de las
intervenciones de los últimos papas[10], el lugar y el sentido de los cursos
de filosofía en el programa de estudios que conduce al sacerdocio han quedado
en situación comprometida. Por esta razón es útil insistir sobre el sentido
bien fundado de la práctica secular de la Iglesia.
2. La importancia de los estudios filosóficos en
general
La joven generación es el producto de una
civilización de las imágenes y de los sentimientos; está proyectada hacia lo
concreto y seducida por lo que le ofrecen las ciencias y la técnica. El orden
recibido —Dios, la familia, la educación, el lugar de la mujer, la sociedad y
sus grupos, el valor del trabajo y el sentido del ocio, los estados y sus
fronteras—, se pone en tela de juicio. El pasado se ha convertido en el gran
desconocido, porque no se conoce ni se quiere conocer más que lo que es
reciente. Se ha perdido «la memoria» en el sentido de que la historia no ofrece
ya ningún punto de apoyo, ninguna certeza y ningún criterio. Por otra parte,
los interrogantes sobre el porvenir —la revolución tecnológica, la protección
del medio ambiente, el descenso de la natalidad y el envejecimiento de las
poblaciones, la manipulación genética, el aborto y la eutanasia, o aún el
sistema penal y nuestra responsabilidad hacia el tercer mundo—, son tan
acuciantes que una reflexión filosófica es más necesaria que nunca. Pero el
panorama de la pluralidad de opiniones y de la diversidad de las soluciones
propuestas es tan desorientador, que a menudo el hombre moderno no sabe ya a
qué «maestro pensador» someterse. Prefiere atrincherarse en su propia
subjetividad.
El pensamiento científico bajo sus diferentes formas
(que están lejos de ser siempre objetivas) ocupa un lugar privilegiado en la
escena, pero uno se pregunta cada vez más acerca de la moralidad y del valor
humano de las soluciones propuestas. A esto se añaden la disgregación de las
disciplinas y la aparición de las filosofías o religiones asiáticas. Estamos
ante una verdadera crisis de la inteligencia.
El desafío más grande es el hombre mismo. El hombre
occidental ya no sabe quién es. Para muchos de nuestros contemporáneos, sus
deseos, sus emociones y sus necesidades son el valor dominante de la vida. Sus
aspiraciones se limitan frecuentemente a la satisfacción de necesidades
superficiales e inmediatas mientras abandonan las inclinaciones más
fundamentales de su naturaleza como por ejemplo aquella de tener una
posteridad, de descubrir la verdad, y de conocer el auténtico sentido de una
vida tan efímera como la nuestra. Al contrario, para ellos todo lo que es
espontáneo es bueno. Se constata una difusión de subjetivismo de tal alcance
que el hombre individual cree poder decidir sobre el sentido mismo de las
cosas. Esta insuficiencia de perspectivas y este relativismo, son la auténtica
enfermedad de nuestro tiempo[11]. Traen consigo el olvido de aquello que
caracteriza los seres, esto es, lo verdadero, lo bueno y lo bello y abren la
puerta a los placeres fáciles, pero a menudo funestos. Dios y la religión no
son más que una opinión entre otras. La concepción del hombre como criatura es
sustituida por la del hombre autónomo en su conciencia auto determinadora. El
hombre moderno se desentiende también con gran facilidad de sus propias
opciones y de sus compromisos. ¿Cómo definir una línea de conducta o un género
de vida para el futuro cuando el cambio arrastra todo? El bien común es
remplazado por el interés del individuo que no está limitado más que por el
interés de otros individuos.
Lo más inquietante de todo esto, es que ya no se
trata del individuo en su unicidad que quiere ser el centro del mundo, sino del
individuo manipulado por los medios de comunicación que llenan los espíritus
de un conjunto de imágenes y de ideas que matan la autenticidad y reducen al
hombre a un nuevo tipo de esclavitud, mucho más peligroso y humillante que el
del mundo antiguo.
Sobre este fondo se ve mejor la importancia de los
estudios filosóficos que apuntan a un fin más alto que el de producir técnicos
bien preparados: ayudan a analizar, a discernir las causas profundas, a
alcanzar la auténtica sabiduría y una conducta responsable. La filosofía ayuda
a los estudiantes a elevarse por encima de las emociones efímeras de lo
cotidiano para anclarse en la gran tradición de la sabiduría. Procura la
auténtica libertad de espíritu, una vista sintética del mundo, un juicio
equilibrado sobre lo que es honesto. La filosofía, en cuanto que estudio de las
causas profundas de las cosas, es el lugar de la síntesis. Es ella la que hace
la unión del saber humano. Ella es «el prisma donde la vida deja aparecer su
inteligibilidad»[12]. Siendo el conocimiento la actividad más sublime del
hombre, es evidente que, como bien dice Santo Tomás de Aquino, la verdad es el
fin de todo el universo[13].
A medida que las ciencias se desarrollan y que la
vida se hace más compleja tenemos más que nunca necesidad de ese saber
fundamental y aglutinante que es la filosofía. ¿Cómo encontrar la verdad entre
tantas opiniones contrastantes? Para juzgar es necesario investigar en
profundidad y unir nuestros conocimientos fragmentarios. Las ciencias
progresan, pero la razón permanece. Para evaluar los resultados de las ciencias
y responder a las cuestiones fundamentales volvemos a necesitar la filosofía.
¿Es accesible lo real al conocimiento? ¿Cuál es el valor de las
representaciones científicas? Ya que la física no nos da más que un saber
limitado en el registro de lo cuantitativo. Gracias a ella «los hombres
intentan tomar posesión del universo físico, pero es el mundo el que toma
posesión de ellos»[14]. Los resultados más sublimes de la búsqueda científica
se nos ofrecen además, casi siempre, unidos a una buena dosis de monismo, de
materialismo o de idealismo. ¿Quién puede distinguir lo verdadero de lo falso;
quién puede ayudarnos a ver los límites de ciertas aproximaciones, si no es la
filosofía? He aquí en algunos trazos la tarea grandiosa que corresponde a la
filosofía y el panorama de su más importante razón de ser en la formación
filosófica de los candidatos al sacerdocio.
Desgraciadamente, la filosofía conduce a veces a la
perplejidad. Los historiadores del pensamiento nos muestran un panorama de
sucesivas opiniones contrastantes. Por no citar más que un ejemplo, Christian
Delacampagne[15] escribe que «la historia del pensamiento francés de los
últimos treinta años constituye una prodigiosa aventura intelectual: jamás se
ha visto en tan poco tiempo tantas ideas defendidas, atacadas, admiradas,
abandonadas». ¿Hace falta seguir la fenomenología de Husserl y atribuir a la
conciencia una tarea fundante, es decir, la tarea de «cimentar la física, la
lógica y las ciencias a partir de la dimensión trascendental del ego
subjetivo»?[16]. ¿Hace falta admitir sin remedio una quiebra entre la soledad
del hombre que yo soy y la opacidad del mundo? Pero la fenomenología,
triunfante hace unos años, aparece hoy pasada de moda. Ciertamente hay mucho
de genial en las obras de los filósofos; uno descubre intuiciones profundas,
fórmulas de choque, pero aún así los maestros pensadores despliegan a menudo
ante nuestros ojos imágenes que, si son admirables por su ingeniosidad, no
son más que ilusiones. Crean a veces una niebla artificial que nos impide ver
las cosas tal y como son.
Las aventuras del pensamiento filosófico nos dicen,
mejor que toda crítica, que la razón humana es bien débil. ¿Cómo debe
organizarse la indispensable formación filosófica en nuestros seminarios y
facultades de teología?
3. La formación filosófica de los candidatos al
sacerdocio debe hacerse según el método y la doctrina de Santo Tomás
Es lo que nos dice la tradición de la Iglesia. Es
también el sentido del texto de Optatam Totius.Algunas personas describen esta
posición como desesperadamente desconectada de nuestro tiempo. Según ellos,
Aristóteles y Santo Tomás significan solamente una opinión, al lado de tantas
otras, y pertenecen a un período de la historia superada para siempre. Pero el
realismo aristotélico-tomista no es sólo una filosofía particular ni un sistema
entre otros. Es sencillamente una apertura de la inteligencia a la realidad
sin prejuicios subjetivos. Su objeto primario no es lo que el hombre hace. Se
trata, al contrario, de una toma de conciencia de lo que es la realidad en su
estructura profunda, para desarrollar sobre esta base firme la filosofía de la
naturaleza, la metafísica y la moral.
El pensamiento del Doctor Común deja detrás de sí
todo subjetivismo para buscar conocer, por un la.do lo real, y por otro la
doctrina revelada. Lo hace con toda honestidad, siguiendo un método que en
cada ocasión es adaptado a la problemática de cada disciplina. Lo que
constituye, por así decirlo, la identidad espiritual de Santo Tomás es «el
silencio, es decir, ese acto interior, donde el espíritu se recoge para acoger
el sentido de las cosas, ese es el lugar…»[17]. Este silencio interior es
todavía más grande delante de la Palabra divina y la Tradición: se trata de
plegar nuestro pensamiento a la revelación y no de atraparla en nuestras
categorías.
Luego la filosofía de Santo Tomás no es un sistema
en el sentido de un pensamiento que se construye a partir de una cierta idea o
experiencia inicial. Ateniéndose a lo real, tiene una maravillosa capacidad de
integrar todos los conocimientos válidos transponiéndolos en una síntesis
superior.
Santo Tomás muestra así cómo escapar al historicismo
y al relativismo: el hombre no está totalmente sumergido en el devenir; su
pensamiento puede moverse en el plano de lo universalmente válido. Los
conceptos fundamentales y los primeros principios atrapan y expresan
estructuras de lo real, la veritas rerum.
Hoy más que nunca el hombre necesita una filosofía
que le permita librarse de la teoría de que no conocemos más que opiniones. El
Aquinate nos conduce hacia un humanismo nuevo que reconoce el valor de las
realidades terrestres, pero que nos pone también en contacto con Dios en quien
«vivimos, nos movemos y existimos». Mas la importancia de una formación
filosófica es aún más acuciante en el caso de aquellos que deben guiar al
pueblo, enseñar la «verdad» y advertir contra las desviaciones y
desenmascarar el espíritu del mundo.
4. La importancia de una buena formación filosófica
en teología
Como ya se ha dicho anteriormente, a lo largo de la
historia de la Iglesia ha habido voces en favor de una teología sin ninguna
intromisión de la filosofía. ¿Pero puede dispensarse la teología de recurrir a
la filosofía? Constatamos que eso no ha sucedido nunca. Recordemos a Clemente
Romano, profundizando decididamente en la sabiduría de los estoicos y a los
apologistas buscando argumentos filosóficos para confirmar la doctrina
cristiana. El gnosticismo, el platonismo medio y el neoplatonismo han
influenciado el pensamiento de autores cristianos hasta el punto de conducir a
algunos de ellos a falsas concepciones. Si en la primera época de la
literatura cristiana, ésta ha sido marcada por influencias estoicas, es el platonismo
el que más ha influido sobre el pensamiento de los autores cristianos. En el
siglo XII el aristotelismo entra en escena y da lugar al desarrollo de una
teología científica. Más tarde algunos han sido víctimas de concepciones
filosóficas particulares, como las de Descartes, del idealismo alemán o del
historicismo. Más cerca de nosotros se ha podido constatar cómo la filosofía
trascendental, el existencialismo, el perspectivismo de Merleau-Ponty, la
filosofía analítica y el marxismo han deformado el pensamiento teológico de
numerosos autores.
Efectivamente, si el teólogo tira por la borda la
metafísica del ser, por fuerza ocupará su lugar alguna ideología. Porque es
imposible emplear un método y buscar el sentido del mensaje cristiano sin
adoptar una doctrina. Lo que Horacio dice de la naturaleza, vale también para
la tarea de la filosofía en la teología: «naturam expelles furca, tamen usque
recurret»[18].
La historia nos ofrece varios ejemplos de la
voluntad de acabar con la filosofía por parte de los teólogos quienes, aun
proclamando su independencia, sucumben a teorías filosóficas erróneas. Lutero
fulmina a los monjes que sometían la teología a Aristóteles y en particular a
Santo Tomás[19]. Según el reformador habría sido un bien para la Iglesia si
Porfirio, con sus universales, no hubiera nacido[20]. Pero el mismo Lutero,
que firmaba por un cierto eclecticismo, aceptó elementos del platonismo, del nominalismo
y del gnosticismo hermético. Marcado por una corriente de pensamiento
pesimista colocaba al sujeto humano con sus problemas personales y su necesidad
de independencia en el centro de su recorrido teológico[21]. Esta teología,
contaminada por falsas posiciones filosóficas, deforma la doctrina de la fe.
Tenemos otro ejemplo en la crítica que algunos
autores protestantes hacen de la teología natural de Santo Tomás: éste
buscaría someter a Dios a categorías humanas[22]. Karl Barth y Rudolf Bultmann
se oponen a la teología metafísica. Pero la «liberación» de la teología de la
cual afirman ser los abogados, es tributaria de la opinión de Feuerbach según
la cual el pensamiento religioso no es más que una proyección de los
sentimientos del hombre mismo[23]. Y detrás de Feuerbach hallamos el
idealismo[24].
El hecho de que precisamente aquellos que no quieren
filosofía en teología, sucumban a una u otra filosofía defectuosa, subraya la
necesidad de servirse de una filosofía que se preste a ser la ancilla
theologiae. Mientras la odisea del hombre a través del tiempo, la rica
variedad de las herencias culturales que él mismo ha construido, el augmentum
scientiarum así como los desafíos, delante de los cuales se ve situado,
contribuyan cada uno a su manera al desarrollo del saber teológico, será la
filosofía la que se encuentre más íntimamente unida a este saber. La razón es
que la teología trata de la revelación que anuncia misterios sobrenaturales,
pero su discurso está hundido en términos y proposiciones cuya significación
primera se refiere a cosas naturales. Así la analogía ocupa un lugar central en
teología. Además la filosofía es un saber universal que estudia el ser más
profundo de las cosas, formula los principios fundamentales y determina las relaciones
entre los entes. De este modo ayuda a organizar la doctrina de la fe y acompaña
todos los esfuerzos de los teólogos.
Basta consultar la Suma teológica de Santo Tomás o
los manuales clásicos de dogmática o de moral para ver cómo el análisis filosófico
está asociado al trabajo teológico. El Doctor Angélico hace resaltar que la
filosofía no ofrece más que «quasi» explicaciones: la realidad de la fe supera
todo lo que puede concebir el filósofo. En efecto la filosofía y la teología
no son del mismo género: en la teología todo es tratado desde el punto de vista
de Dios; el teólogo se somete a la revelación; para poder juzgar las cosas
reveladas le hace falta tener una cierta conformidad de espíritu con Dios[25].
En filosofía, en cambio, el argumento ex auctoritate ocupa el último lugar. La
inteligencia filosófica no puede ser por tanto aplicada a la teología sino en
una función subordinada.
Esta función de la filosofía se desdobla en una
tarea preparatoria —demostrar la existencia de Dios, la espiritualidad del
hombre, etc.— y en una tarea apologética —refutar los errores que provienen
de opiniones filosóficas—.
¿Qué filosofías pueden servir a la teología? De
nuestras consideraciones se saca que sólo una filosofía que da un conocimiento
veraz y profundo de lo real puede tener un papel positivo en teología. Porque
solamente instalándose en el orden de la creación es como el teólogo puede
intentar analizar y explicar la revelación. Como han dicho a menudo los papas,
esta filosofía es sobre todo y principalmente el realismo de Santo Tomás. Pero,
a pesar de las estipulaciones y las recomendaciones del Vaticano II y de los
papas de los siglos XIX y XX, la formación filosófica de los estudiantes de
filosofía ya no se hace, en muchos lugares, según el patrimonio siempre válido
y los principios de Santo Tomás. No se conoce ya ni la filosofía escolástica en
general ni la de Santo Tomás en particular. Uno de los resultados de este
abandono es que la teología se ha ido a la deriva. Para dar un ejemplo de lo
que ello significa en teología, señalemos que, por falta de una antropología
verdadera y auténtica, algunos teólogos están totalmente desamparados ante el
dogma de la resurrección del cuerpo y proponen opiniones aventuradas. La
teoría de la transignificación para explicar el misterio de la presencia
eucarística de Cristo es el resultado de la intromisión de la fenomenología
existencialista. Se constata una desorientación total en teología moral y una
transformación de la dogmática en un intercambio de puntos de vista con
corrientes de pensamiento protestante o con las ideologías modernas.
Parece a pesar de todo, que entre los mismos
estudiantes hay aquí y allá signos de un deseo de hacer una teología no
antropocéntrica y no sociológica que sea una meditación sobre los misterios de
la fe. Más que sus maestros, la joven generación está de nuevo abierta a lo
real y a la contemplación de los misterios de la fe. Harta del subjetivismo
asfixiante que reina por todas partes, está ávida de conocer una interpretación
verdadera de lo revelado que se convierta en un alimento para la vida
espiritual.
Terminemos nuestra exposición llamando la atención
sobre la vocación que corresponde a la filosofía de Santo Tomás dentro de la
teología según el magisterio de la Iglesia. Después del Concilio, los papas
han intervenido para sustentar la tarea muy particular que, sobre el plano de
la teología y de la filosofía, la Iglesia ha atribuido a Santo Tomás. Pablo VI,
primero, ha hablado de Santo Tomás discreta pero claramente: el Doctor Angélico
nos da un compendio de verdades universales. Su filosofía refleja la esencia
de las cosas en su verdad inamovible. No es pues propia de la Edad Media o de
un pueblo particular; está por encima del espacio y del tiempo[26].
Pablo VI menciona también el vacío dejado en
nuestras escuelas de filosofía y de teología. Se ve más bien, decía, una
acogida superficial de filósofos modernos así como la opción deliberada de
renunciar al patrimonio de la sabiduría de la Iglesia. Pero aquí, en esta hora
en que se difunden tantas opiniones falsas, Santo Tomás es para la Iglesia el
teólogo providencial[27]. Como apogeo de su convicción creciente de la urgencia
del retorno a Santo Tomás, Pablo VI publicó la magnífica carta Lumen Ecclesiae.
La confusión creciente que se instala en tantos espíritus, la decadencia de la
teología y la entrada en escena de tantas doctrinas aventuradas llevan a Pablo
VI a insistir en la necesidad de un retorno a Santo Tomás. Se queja
amargamente de que muchos teólogos y filósofos hayan abandonado la doctrina
del Doctor Común. Los filósofos modernos, a los que recurren, son a menudo
inconciliables con la fe[28].
El Papa añade que es un error sostener que, como
Santo Tomás incorporó el aristotelismo, nosotros debemos incorporar en
teología a los filósofos modernos: se trata de pensamientos tan diferentes,
que uno no puede colocarlos en el mismo plano[29].
Juan Pablo II, por su parte, se adhiere a la
tradición secular que atribuye a la doctrina de Santo Tomás de Aquino un lugar
privilegiado y único en la Iglesia. En un discurso pronunciado en el Angelicum,
el 17 de noviembre de 1979 el Papa describe primero la encíclica Aeterni
Patris como una puesta en relieve y como una aplicación de la doctrina del
Vaticano I sobre las relaciones entre la fe y la razón. Santo Tomás ha valorado
los dos órdenes, y al mismo tiempo los ha distinguido cuidadosamente. El Papa
también se pronuncia acerca de la opinión de que Santo Tomás está, a pesar de
él, encerrado en su época, subrayando que el Doctor Común ha podido elaborar
una doctrina supratemporal: a) gracias a su docilidad respecto a la revelación
y a la tradición; b) gracias también a su sumisión a la veritas rerum; c) y a
su adhesión al Magisterio de la Iglesia.
En su discurso el Papa vuelve hacia Optatam totius,
n. 15, donde se dice que los seminaristas deben estudiar la filosofía
«apoyándose en el patrimonio de la filosofía siempre válida», un texto, que no
nombra explícitamente a Santo Tomás[30]. Algunos autores han aprovechado esta
ausencia, de suerte que la Congregación para la Educación cristiana se ha visto
obligada a declarar que la expresión designa sobre todo y en primer lugar la
filosofía de Santo Tomás[31]. El Papa confirma esta interpretación: el
pensamiento del Doctor Angélico constituye una parte considerable de ese
patrimonio siempre válido. El Papa nos explica también por qué insiste tanto
en este punto: «muchos naufragios en la fe y numerosas dudas revelan una crisis
de naturaleza filosófica». Recuerda la urgencia de una buena formación
filosófica: el Concilio ha visto en esta fidelidad al Doctor Angélico una
condición necesaria para la renovación tan deseada de la Iglesia[32].
En la Lumen Ecclesiae Pablo VI habla del valor
persuasivo de la doctrina de Santo Tomás para los jóvenes. Según Juan Pablo II
este atractivo viene de la apertura del pensamiento del Doctor Angélico: en su
universalidad éste acoge el ser en todas sus modalidades y es un canto en
honor de lo real. En efecto, la primera intuición del intelecto no es una
proyección subjetiva, pero sí una acogida original de la realidad. El Papa
añade que es solamente en esta intuición de lo real donde el intelecto se
siente a gusto y como en su propia casa. Según Juan Pablo II la afirmación de
lo real a) conduce a una antropología admirable por su verdad y profundidad;
b) establece la filosofía como una disciplina irreductible a otros tipos de
saber; ésta es en efecto, autónoma y trasciende las ciencias y las artes; c)
nos permite afirmar la existencia de Dios. El Papa termina su discurso
subrayando una vez más que la metafísica de Santo Tomás es apertura a la
realidad. Invita a permanecer fieles al Doctor Común aunque rechazando la
actitud de total cerrazón hacia otras formas de pensamiento[33].
En un discurso pronunciado en la Gregoriana Juan
Pablo II volvió sobre el hecho de que, en teología, no se puede recurrir a
cualquier filosofía: hay corrientes de pensamiento que, por su orientación
profunda o por sus desarrollos ulteriores, no reúnen las condiciones necesarias
para emprender una colaboración con la búsqueda teológica. «Hay ópticas, puntos
de vista, lenguajes teológicos deficientes; hay sistemas tan pobres y cerrados
que excluyen una traducción o interpretación de la Palabra divina». Si la teología
acepta estos sistemas como aliados, se condena a muerte[34]. Se admitirá la
conveniencia de este recuerdo de Juan Pablo II.
Para terminar conviene recordar que hoy más que
nunca tenemos necesidad de una filosofía que permita a la inteligencia
recuperar su vigor original. Ahora bien, Santo Tomás nos libera de la teoría
según la cual conocemos únicamente opiniones y nunca las cosas mismas. Nos
permite también escapar de esa prisión espiritual que es la moda o la época en
la que vivimos. Nos libera del cientificismo, según el cual las ciencias
proveerían el único conocimiento válido de la realidad. Nos conduce hacia un
humanismo nuevo que, por una parte, reconoce los valores y la autonomía
relativa de las realidades terrestres pero que, por otra parte, cava en
profundidad y nos da el contacto con Dios, en quien «vivimos, nos movemos y
existimos». En moral, la doctrina tomista nos ayudará a rencontrar el
fundamento de las normas para nuestros actos y a descubrir una doctrina
equilibrada de los derechos y de los deberes del hombre.
Fundamentándose en la verdad de la doctrina del
Aquinate así como sobre un análisis del itinerario del pensamiento cristiano
anteriormente descrito, se puede sostener que, sin un retorno a las doctrinas,
principios y métodos del Doctor Común, no habrá una renovación verdadera en la
formación de los candidatos al sacerdocio.
[1] Publicado en «La formación de los sacerdotes en
las circunstancias actuales». XI Simposio Internacional de Teología de la
Universidad de Navarra (1990), L. Mateo-Seco ed., Pamplona, 1990, pp. 889-903.
[2] Apol. 4, 6.
[3] De anima, 3.
[4] Para los textos ver M.-D. Chenu, La théologie
comme science au XIIIe siècle, París 1969, 28-29.
[5] L’insegnamento della filosofia nei seminari, en
«Seminarium» 1972, 11-14.
[6] Ver nuestro
The Greek Christian Authors and Aristotle, en «Doctor communis» 1990, 26-57.
[7] Ver «Seminarium» 1970, 201.
[8] Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis
(1970), sección XI.
[9] Zum heutigen
Verhältnis von Philosophie und Theologie, «Schriften zur Theologie» X, 70-80.
[10] Pensamos en particular en la carta apostólica
Lumen Ecclesiae de Pablo VI y en el gran discurso de Juan Pablo II en el
Angelicum el 17 de noviembre de 1979 (Insegnamenti di Giovanni Paolo II (1979),
2, 1117 ss.).
[11] K. POPPER,
The Open society and its Enemies, II, 369.
[12] M.
NEDONCELLE, Existe-t-il une philosophie chrétienne?, p. 102.
[13] S.C.G., I, 4.
[14] Manuel de DIÉGUEZ, Science et nescience, París
1970.
[15] «Le monde», 4 de mayo de 1979.
[16] C.
DELACAMPAGNE, l.c.
[17] J. RASSAM,
Thomas d’Aquin, París 1969, 13.
[18] Epístola I,
X 24.
[19] Ver Martin
Luthers Werke (Weimar), IX, 23, 7; 43, 5.
[20] Martin
Luthers Werke. Kritische Gesamtausgabe (Weimar), I, 226. Ver
el bello volumen de Théobald SÜSS, Luther, París 1969 (Colección «Philosophes»
PUF).
[21] Ver también
H.A. OBERMAN (edit.), Luther and the Dawn of the Modern Era, Leiden 1974;
Théobald BEER, Der fröhliche Wechsel und Streit. Grundzüge der
Theologie Martin Luthers,Einsiedeln 1980.
[22] Ver entre otros a G. EBELING, quien reprocha a
Santo Tomás haber cometido una violación filosófica de Dios y propuesto una
«substanzontologische Interpretation des Evangeliums» (Luther – studien I,
Tubinga, 1971, 266 s.).
[23] Ver su Das Wesen der Religión, tercera lección.
[24] Ver Claude GEFFRE, Le problème théologique de
l’objectivité de Dieu, Paris 1969, 241-263.
[25] S.Th. I, 1,
1; II-II, 45, 2.
[26] AAS 56
(1964) 302-305.
[27] Insegnamenti VI, 417-418.
[28] Lumen Ecclesiae, n. 3.
[29] O. c, 29.
[30] Lo está indirectamente en la nota, que envía a
la Humani generis.
[31] «Seminarium» 18 (1966) 65. Pablo VI lo ha
confirmado en la Lumen Ecclesiae.
[32] Para el texto ver Insegnamenti di Giovanni
Paolo II, II (1979) 2, 1177 ss. Comparar también el discurso a los Sacerdotes y
a los Representantes de las Comunidades religiosas del barrio en que está
encuadrada la parroquia de S. Pío V de Roma, el 28.X.1979, donde el Papa
subraya en términos muy vigorosos la necesidad de seguir a Santo Tomás tanto en
filosofía como en teología (Insegnamenti, II 2, 995 s.).
[33] Cfr. el bello estudio de Pedro RODRÍGUEZ, La
encíclica ‘Aeterni Patris’ de León XIII en el magisterio de Juan Pablo II, en
L’enciclica ‘Aeterni Patris’ nell’arco di un secolo. Atti dell’VIII Congresso tomistico
internazionale, I, Cittá del Vaticano 1981, 161-197.
[34] Insegnamenti di Giovanni Paolo II, II (1979) 2,
1418 ss.
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